La blanda actitud

«Todo está en la actitud», dicen por ahí. Creo que casi siempre es dicho con buenas intenciones. Se trata de ayudar a alguien a que actúe con la esperanza de que las cosas pueden salirle bien, y suponiendo que es más fácil que en efecto así sea si está esforzándose por ese resultado que si actúa contristado o enojado, o de otro modo semejante. La gente amargada se caracteriza por ser inmune a este consejo: no espera que nada bueno pueda salir de ninguna acción; si acaso, lo bueno pasa por suerte y dura poco. Pero entre amargados y los demás no hay consenso posible, porque solamente entre amargados se supone que hay buenas razones para esperar siempre lo peor, y mientras, los otros los miran descalificándolos de entrada: no se les llamaría «amargados» si no hubiera allí escondida la noción de que cambiaron para mal por algo, seguramente una vida desafortunada. Como la diferencia está en el futuro y la suerte, no hay nada que compruebe quién tiene razón.

En cualquier caso, dejarle la vida a la suerte es signo de blandura de alma. No es gran esperanza la que se tiene en la suerte ciega, es más bien una espera inconsciente. Si no valoramos lo que hacemos, entonces no valemos gran cosa, sea que «nos vaya bien» o que «nos vaya de la patada». El amargado no es alguien más sabio al respecto por más que se las dé de conocedor, es sólo el que tiene una mala actitud. Esperar que la suerte traerá males o esperar lo bueno son, ambas, maneras de ponerse en las manos de la suerte. Ambas son rendiciones. La idea misma de «actitud» tiene mucho de pusilánime. Sospecho que es un substituto actual del carácter (esa cosa tan difícil a la que ya no le tenemos la menor confianza), porque plantea la posibilidad de cambiar sin ningún esfuerzo más que el de tener la intención de provecho. No requiere nada de nosotros, no supone ninguna mejora substancial, no necesita educación, no necesita enfrentamiento de los propios prejuicios. Desear es bien fácil, nos sale natural. La noción de que una buena actitud traerá consigo una buena vida es el equivalente ético del remedio charlatanesco que con pastillas promete traerle buena salud al sedentario.

Bendita ignorancia

Quien tiene una idea clara sobre lo que es bueno y malo puede con facilidad distinguir a una bendición de una maldición, el bien decir va asociado con el buen desear. Y sólo cuando se sabe qué es bueno es posible desear a alguien algo bueno, lo mismo ocurre con el maldecir; el camino de reconocimiento es circular y por ende poco aceptable para quien tiene un alma que sólo recibe como argumento válido aquel que de alguna u otra forma permite un progreso constante y notorio respecto a lo que se pretende conocer.

Pero cerrar la puerta a quien ama el camino progresista es no tomar en serio la pregunta que nos aqueja sobre lo bueno y lo malo, en especial cuando se puede pensar que el progreso es ciego y por ende incapaz de reconocer lo que es una bendición de una maldición. De igual forma cancelar la pregunta y la respuesta que nos pueda dar la fe es irresponsable en tanto que la religiosidad de quien tiene fe da muestras calaras de saber lo que es bueno y lo malo, aún cuando sus argumentos parezcan distantes de lo que son del agrado de los oídos que odian lo circular o lo contradictorio.

En un mundo donde la fe no resplandece como antaño, es necesario volver a preguntar si hay manera de distinguir a lo bueno de lo malo, lo que implica apostar nuevamente el ser a la posibilidad de preguntar y responder sinceramente.

¿Desde dónde y hacía donde podemos dirigir la pregunta que nos llevaría a cambiar nuestra vida? La religión no resulta del todo atractiva, de modo que se puede caer en el error de preguntar al religioso con la plena disposición a no creerle, así la pregunta no sería genuina y la respuesta sólo nos conduciría a alimentar más ciertos prejuicios. La razón tampoco es de fiar, sus límites ya han sido claramente delimitados y lo bueno y lo malo quedan ajenos a la misma, en caso de preguntar a la razón entonces sólo tendremos una moral provisional que por lo mismo es poco segura. No faltará quien diga que le podemos preguntar al corazón, pero éste es veleidoso e inconstante y a veces su voz se confunde fácilmente con la de los sentidos, de modo que lo bueno se puede reducir a lo placentero y lo malo a lo doloroso, poco a poco nos vamos quedando solos y sin tener a quién preguntar.

Las posibilidades se van cerrando y junto con ellas se va diluyendo la distinción entre lo bueno y lo malo, entre lo que es bendición y lo que es maldición; y con este constante cerrar de puertas lo único que queda para ser cuestionado es el hombre, que se expresa en todo lo que hace y en lo que cree.

Viendo lo que resta, el hombre, resulta necesario explorar cada uno de los caminos a los que nuestra disposición y ánimo se han cerrado -ya sea por prejuicios, por conocimientos previos o por falta de ánimo- como si para saber lo que es bueno y malo nos reconociéramos primero como ignorantes en la materia y no como sabios dispuestos a tomar un camino que ya llenamos de obstáculos.

 Maigo.

Contra los fantasmas de la noche

Contra los fantasmas de la noche

“Febrero de Caín y de metralla”, sentenció Alfonso Reyes en el inolvidable poema luctuoso en que lloraba a su padre. Historia caínica la del pasado, historia caínica la del presente… Entre metrallas, ora con el estruendo del plomo, ora con el sigilo de la palabra violenta, recordaremos el 22 de febrero. En 1913, lo sabemos, fue asesinado Francisco I. Madero. Hombre gentil, idealista y bondadoso, Madero confió más en la paz y la concordia, que en la guerra y la discordia. Inexplicablemente para los historiadores del poder, Madero renunció a la fuerza y la fuerza lo exterminó. Completamente explicable para los historiadores del ideal, la renuncia sólo puede entenderse por su carácter ejemplar. De un lado se dirá que a Madero le faltó astucia; del otro se pensará que al mundo le sobró voluntad. Recordaremos el 22 de febrero entre metrallas, entre metrallas reales e imaginarias. En aquel 1913 asesinaron a un hombre bondadoso. Hoy, en cambio, la discordia, la insidia, el afán de venganza, inundan nuestro país. No debemos celebrar un acto de fuerza; debemos reconocer un acto de justicia. Mas para que la justicia llegue debemos partir de la concordia: prestar más atención al ideal que al poder. No anhelemos ansiosos la venganza; no temamos lujuriosos la respuesta; esperemos justicia para los detenidos y de los detenedores; soñemos con Ariel y no con Calibán, que la marca sigue bochornosa en nuestra frente esperando la justicia.

Námaste Heptákis

Coletilla. “El hombre más feo en vida es un dechado de hermosura comparado con el más bello de los muertos”. C. S. Lewis

Almas de yesca

Apenas se escuchan los rumores y las noticias de los horribles levantamientos en otras ciudades del mundo, en las que decenas o centenas o millares han muerto protestando y destruyendo, y nuestra ciudad empieza a bullir. Se escuchan y se leen comentarios de gente que ansía revoluciones y que quiere movilizarse cuanto antes para conseguir el cambio que tanto se ha imaginado. Otros hablan de ello como si fuera inevitable y ansían el momento del estallido, morbosamente. No creo que sólo seamos nosotros. Cualquiera que se siente indignado por el modo en el que se maneja su política puede ser tentado a pensar que esto es una solución a los problemas, una salida.

Creo que vale la pena preguntarse: ¿cómo es posible que después de la Segunda Guerra Mundial, y después de la Revolución Mexicana, y después de todo de lo que estamos después, haya quienes quieren guerra? Para muchos de los que vivieron esos momentos, a juzgar por lo que han dicho, es impresionantemente obvio que la guerra es un gigantesco error. A quienes vivieron de cerca persecuciones y exterminios nunca les parecería que este camino puede ser una salida. Más bien, parece el horrible momento en el que todas las puertas se cierran y no hay a dónde correr. Es bien sabido que no son muchos los que pueden capear las olas de estas tormentas, y la mayoría no tiene voz en lo que ocurre. Todo esto nos lo han enseñado desde niños y nos han bombardeado con imágenes en películas y documentales; pero eso no ha logrado cambiar el ansia de violencia. Nosotros no lo hemos vivido, pero muchos se sienten «llamados» a este momento de la historia, pensando que son grandes héroes en potencia, o por lo menos, piezas que construirán un libro muy importante algún día.

Creo que una razón por la que podría explicarse que después de tanto siga habiendo quien añora la guerra es que la historia no sirve para educarnos. Y en toda la historia, estas generaciones nuestras han sido las que más han confiado en el poder de la historia. No sirve, por lo menos, como se pretende: que la humanidad aprenda de los errores del pasado para que no los vuelva a cometer. Vemos estas imágenes y los que sufren las guerras formidables son los héroes, los buenos, los protagonistas. Son la justicia encarnada. Queremos justicia. Decimos que odiamos la guerra pero estamos a nada de aceptarla diciendo «pues no teníamos otra opción, ni modo». Parece de veras que muchos añoran que no les dejen otra opción. Tal me parece que si acaso hubiera algún modo en el que los hombres pudieran aprender a desdeñar la guerra, o por lo menos a pensar en ella con más profundidad, definitivamente no se parece a éste que eligieron nuestros mayores para educarnos a nosotros y que nosotros aceptamos para seguir «educando» a los más jóvenes. Mientras tanto, como el criminal novato que quiere la fama de ser reconocido en los periódicos, nosotros seguimos el ridículo deseo de ser parte de los libros de historia.

La medianía de la vida

Pocos llegan a la medianía de la vida, y al decir esto no estoy pensando en una edad determinada por las estadísticas respecto a la esperanza de vida; tampoco pienso en etapas, pues la vida humana es un continuo de modo que no vamos dando saltos entre lo que somos y lo que hemos venido siendo.
Para hablar de esperanza de vida y de etapas hace falta perder de vista lo que encierra llegar a la medianía de la vida, es necesario pensar a la vida como algo mensurable y a los hombres como unidad de medida, pero al intentar medir a la una con los otros salta a la vista la imposibilidad de la empresa.
Es muy peculiar que a pesar de lo infructuoso que resulta el intento por hacer de lo inconmensurable algo contable pareciera que nos esmeramos más en hacerlo, y creo que una buena prueba de ello es la insistencia con la que se confunde a la medianía de la vida con el número de vueltas que ha dado el cosmos. A tal grado llega la confusión que cuando se habla de hombres entrando al infierno durante la medianía de la vida se piensa en seres que han vivido unos treinta o treinta y cinco inviernos, sin ver que la medianía de la vida radica en el infierno al que se entra y no en los inviernos que han pasado y que restan por pasar.
Por su parte, quien sea dado a la interpretación de la vida como algo que ocurre por etapas pensará que el infierno que visita quien se encuentra en la medianía de la vida es en realidad alguna crisis que llega con la edad, pero quien así piensa no se percata de que la medianía de la vida y el infierno que la caracteriza llega en cualquier momento o puede no llegar nunca, para pisar el infierno es necesario primero darse cuenta del paraíso que se ha perdido, y esa conciencia no la garantiza la edad o determinadas experiencias.
Pocos hombres llegan a la medianía de la vida porque pocos se dan cuenta de lo frágil que es la misma y de lo fácil que es perderse cuando no hay claridad respecto a lo que es la virtud, muchos en cambio llegan al final de la vida sin darse cuenta de lo lejos que están del cielo y sin preocuparse en lo más mínimo de ello.

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Un ejercicio de sencillez

Un ejercicio de sencillez

 

When we sing with younger folks,

we can never give up hope

No podría atinar a decir por qué razón la música folk debería ser considerada una obra de arte, pues ni es un problema que me preocupe ni es algo que en verdad quisiera. Simplemente disfruto escuchar música folk. No soy de los que creen que es necesario elevar los gustos propios a paradigma cultural, pues ni aspiro a imponer mi gusto entre mis allegados, ni anhelo hacerme cercano a ellos por el mero hecho de compartir un gusto musical; la amistad me interesa en otro sentido y la música me es demasiado personal. Sin embargo, hoy falto a mi propia costumbre y decido dedicar unas líneas a la música, a la música folk para ser más preciso, a la música folk de Pete Seeger para ser exacto. El pasado 27 de enero, en Nueva York, falleció Pete Seeger. Si quisiera ganarme fácilmente la simpatía del lector diría que Seeger fue un gran luchador social, un artista comprometido con la búsqueda de mejores condiciones para la clase obrera, o citaría a Silvio Rodríguez para afirmar con él que se comprometió con el medio ambiente y la sociedad; pero para ser honesto, y no ser Silvio, todo eso es ajeno a mi experiencia como escucha de la música de Pete Seeger. No creo en el ideal americano, cada día pierdo más esperanza en las protestas sociales y doy casi por hecho que “el cambio que el mundo necesita” no sólo no llegará a tiempo, sino que ya no llegó; ya no creo en la inocencia del campo, ni en la mera bondad del pueblo bueno; me enternecen los buenos deseos y las malas políticas me hacen rabiar. Y a pesar de todo ello, disfruto escuchar la música de Pete Seeger. No puedo evitar acompañarlo con el inolvidable coro de We Shall Overcome, ni me puedo quedar impávido cuando nos pregunta “¿dónde han quedado las flores?”; nunca puedo olvidar que llevó a canción algunos versículos de mi libro favorito del Antiguo Testamento. Disfruto mucho escuchar a Pete Seeger y hasta ahora que ha muerto he podido preguntarme por qué: la entusiasta esperanza de cambio que se alberga en las letras de Pete Seeger despierta en mí la nostalgia de lo que pudo ser y ya no será, de la grandeza de miras a la que he llegado tarde, del tímido secreto que susurra entre la noche la más cruel de las verdades: todo se ha acabado. Y si ahí, en medio de esa noche final, una guitarra sencilla puede entonar un treno por la humanidad, esa guitarra puede todavía reunirnos para que, habiendo todo terminado, cantemos juntos nuestros sueños: oh, deep in my heart, I do believe, we shall overcome, someday…

Námaste Heptákis

Coletilla. “Dios os pide la rendición final de vuestro corazón y vuestro corazón languidece ante él. Sin Dios jamás estará satisfecho. Examinaos desde ese punto de vista. Tal vez encontraréis allí la puerta de la casa de Dios”. Teófano el Recluso

La última noche de búsqueda

«Siempre me dijeron que sabía elegir a mis acompañantes; pero yo creo que más bien si me atraen las personas correctas, es por las razones equivocadas».

«¿Y cuáles son esas?», preguntó el joven escéptico, mirando a este sombrío tipo con sospechas de que más era su facha desgarbada y su descuido lo que debía tener éxito entre aquellos a los que imponía recelo, y no su carácter. Miraba la frente sobresalir a la altura de las cejas y hacerle sombra a los pequeños ojos negros, las arrugas en la piel como las de una maleta vieja, y no podía creer que éste fuera otra cosa que el abuelo de un niño cualquiera, ahora dormido plácidamente quizá al otro lado de la ciudad.

«¿Las razones o las personas? –preguntó el turbio individuo–. Las personas son la gente de bien, ya sabes, como todos estos ínclitos hombres de negocios, charlando sin más preocupación que la del precio de sus movimientos; o, si quieres uno más agraciado, como el pianista aquél. –Señaló al parsimonioso hombre largo vestido de negro, casi fundido con el rincón en el jardín que le habían asignado para tocar waltzes de Chopin y el Rêverie de Debussy–, o como tú, Haer».

«Conoces mi nombre –respondió él mientras se alejaba un poco tratando de lucir natural a lo largo del barandal de piedra blanca–. Crees que una voz cansada y unas manos manchadas pueden conmigo, pero no basta para asustarme. Yo tengo dos ventajas sobre ti. Primero, no me importa saber cómo te llamas. Segundo, sé muy bien qué quieres y quién eres».

Desconcertado, el desaliñado hombre dio un paso hacia atrás. No estaba seguro de qué querían decir esas palabras. Aspiró un hondo golpe de su cigarro y después dejó que cayera al suelo para pisarlo. Dijo: «Eres impetuoso, así era yo. Pero sólo tu padre sabe quién soy y, ¿sabes qué?, sólo yo sé quién eres tú».

Dejó que su colilla terminara de sisear en el piso y se adelantó un poco más, pero apenas movió su brazo derecho para asir su arma, Haer descargó dos tiros de pistola en su pecho y lo miró desplomarse con la misma calma con la que los presentes habían bailado al tono del piano. Los guardaespaldas que estaban no muy lejos corrieron de inmediato hacia el joven para resguardarlo de un peligro que ya no existía. El jefe de estos enormes centinelas había protegido a Haer desde recién nacido y lo había acogido en su familia; no era un hombre benévolo, pero había podido aferrarse a un contradictorio principio de honor que lo obligaba a observar con celo los favores debidos. Aquí era respetado. Éste vino más tarde a ver al caído, cuando las figuras de la alta sociedad se tranquilizaron del escándalo inesperado y retomaron la delicada calma de la bebida. Llegó junto con su esposa, una mujer de mediana edad que evidenciaba haber sido muy hermosa años atrás, vestida con un púrpura solemne. Ambos se postraron sobre el cuerpo caído.

«Venía a matarme. Un sicario cualquiera, o un enviado tal vez. Uno novato: se lo vi en los ojos desde la primera palabra que cruzó conmigo», explicó Haer. Pero no lo escucharon. Tardó en comprender por qué, pero no lo escucharon en absoluto. La madre de Haer de pronto comenzó a llorar de cara al pecho del recién asesinado, mientras su esposo regresaba con pasos graves al interior de la casa, donde los invitados requerían de su completa atención y donde no tendría que ver a su mujer sollozar desconsolada como hizo el resto de la noche, y como haría muchas otras noches por venir.