La ciudad es una bestia

La ciudad es una bestia,
inhalando y exhalando
sus respiros de carbón,
sus bocados de aire limpio,
sus soplidos azufrosos,
y su aliento fresco y suave
por su centenar de bocas,
con la pausa del cansancio
y la ansiedad del pecador.
No termina y no termina
de moverse a todos lados
con un pulso a veces firme
como la tracción del suelo
por debajo de los montes
y cimientos de edificios,
con un pulso a veces frágil
como el vidrio de sus ojos,
que se miran entre sí.
La ciudad es una bestia,
atrapada en duermevelas
que desbordan de dulzura
por un rato tremuloso
y de espasmos deslumbrantes
que le evitan descansar,
arrancándole jadeos
en febriles simulacros
de profunda ensoñación.
No termina y no termina
de bullir su ronroneo,
atrapado entre los cerros
que pretenden contenerla,
como infortunada presa
de un caudal mucho más grande
que las buenas intenciones
con que ataron sus maderos
los sedientos del lugar.
La ciudad es una bestia
de infinitos parpadeos
y difusas percepciones,
de miríadas de miembros
que no llegan a tentar,
confundiéndose en su alcance
y anudándose entre ellos,
sosteniendo sin saberlo
densidades impensables
en los puntos más pequeños,
siempre hundiéndose una parte
mientras otra se levanta,
siempre arena movediza
de sí misma, pero fija,
aferrándose de algo
sin saberlo y sin pensar.
No termina y no termina
por más lejos que se mire,
por más tiempo que se quede
viendo uno al horizonte
esperando que se encuentre
pronto el borde de esta cosa
que respira y que palpita,
y que brama como enferma
por correrle mucha sangre,
por tener la sangre sucia,
por crecer más de la cuenta y
por dejar que se estrangule
ella misma con sus manos,
tan lejanas que hace tiempo
ya no reconoce suyas,
por correrle poca sangre
en sus entrañas, mucha fuera,
escurriéndole la cara.
Y por eso no se encuentra
la ciudad, que es una bestia,
ni a sí misma ni a ninguna,
ni se escucha, ensordecida
por sus gritos clamorosos,
y se pliega sobre el suelo
con la faz obscurecida
esperando sin saberlo,
olvidando lo aprendido,
con la lengua hormigueando
la parálisis babeante
que acompaña a la locura.
Enfebrece así la bestia
que es ciudad barbarizada,
que aparenta a veces calma
pero dentro se cuartea,
seca, estéril y anodina,
esperando sin saberlo
que la envuelva la esperanza
con que pueda conocerse
y ver de nuevo sus facciones,
o que muy pronto la pasme
una muerte fría, helada,
que termine este bochorno
sudoroso y vergonzoso,
que no acaba y no termina
y no termina y no termina.