El gobernante escuchó al último hombre salir del salón y cerrar la puerta, dejándolo por fin en un silencio que pocas veces disfrutaba. El eco de los pasos se alejaba junto con esa hosquedad de las miradas ajenas, haciéndose más leve con la distancia. Todos se habían ido en tono solemne. Cumplirían las órdenes, por menos que les gustara, él lo sabía bien. Ya habían llegado demasiado lejos como para aflojar el paso. Y pensar que cuando era muy joven y había estado bajo la tutela de su mentor, había estado a punto de claudicar. Iba a echarlo todo por la borda después de aquella tarde en la que sintió un agrio asco por lo que «se tenía que hacer», y miró una cara conmovida por el vértigo de la altura del poder. Odió sus manos esa vez. Tal vez debería haber sucumbido. Pero eso ya había pasado mucho tiempo atrás. Ahora lo entendía mucho mejor: lo verdaderamente horrible no eran las decisiones que la necesidad de su posición le imponía, ni siquiera lo era el horror de llevarlas a cabo; lo verdaderamente horrible era percatarse de eso, que ya no había ningún horror ni ningún vértigo al ver hacia abajo desde la cima de su asiento.