La ciudad es una bestia,
inhalando y exhalando
sus respiros de carbón,
sus bocados de aire limpio,
sus soplidos azufrosos,
y su aliento fresco y suave
por su centenar de bocas,
con la pausa del cansancio
y la ansiedad del pecador.
No termina y no termina
de moverse a todos lados
con un pulso a veces firme
como la tracción del suelo
por debajo de los montes
y cimientos de edificios,
con un pulso a veces frágil
como el vidrio de sus ojos,
que se miran entre sí.
La ciudad es una bestia,
atrapada en duermevelas
que desbordan de dulzura
por un rato tremuloso
y de espasmos deslumbrantes
que le evitan descansar,
arrancándole jadeos
en febriles simulacros
de profunda ensoñación.
No termina y no termina
de bullir su ronroneo,
atrapado entre los cerros
que pretenden contenerla,
como infortunada presa
de un caudal mucho más grande
que las buenas intenciones
con que ataron sus maderos
los sedientos del lugar.
La ciudad es una bestia
de infinitos parpadeos
y difusas percepciones,
de miríadas de miembros
que no llegan a tentar,
confundiéndose en su alcance
y anudándose entre ellos,
sosteniendo sin saberlo
densidades impensables
en los puntos más pequeños,
siempre hundiéndose una parte
mientras otra se levanta,
siempre arena movediza
de sí misma, pero fija,
aferrándose de algo
sin saberlo y sin pensar.
No termina y no termina
por más lejos que se mire,
por más tiempo que se quede
viendo uno al horizonte
esperando que se encuentre
pronto el borde de esta cosa
que respira y que palpita,
y que brama como enferma
por correrle mucha sangre,
por tener la sangre sucia,
por crecer más de la cuenta y
por dejar que se estrangule
ella misma con sus manos,
tan lejanas que hace tiempo
ya no reconoce suyas,
por correrle poca sangre
en sus entrañas, mucha fuera,
escurriéndole la cara.
Y por eso no se encuentra
la ciudad, que es una bestia,
ni a sí misma ni a ninguna,
ni se escucha, ensordecida
por sus gritos clamorosos,
y se pliega sobre el suelo
con la faz obscurecida
esperando sin saberlo,
olvidando lo aprendido,
con la lengua hormigueando
la parálisis babeante
que acompaña a la locura.
Enfebrece así la bestia
que es ciudad barbarizada,
que aparenta a veces calma
pero dentro se cuartea,
seca, estéril y anodina,
esperando sin saberlo
que la envuelva la esperanza
con que pueda conocerse
y ver de nuevo sus facciones,
o que muy pronto la pasme
una muerte fría, helada,
que termine este bochorno
sudoroso y vergonzoso,
que no acaba y no termina
y no termina y no termina.
Archivos por mes: marzo 2014
Un acorde en silencio
Hasta donde tengo entendido la música se compone de sonidos y silencios, algunos llegan a ser más duraderos que otros; hay momentos en los que el oyente puede sentir lo agudo o lo grave de la vida, o en los que su andar por la vida se dibuja por pausas ligeras o por pasos pesados. La constitución de la música es igual a la de la vida: en ésta hay momentos agitados y otros pausados y calmos, también los hay carentes de movimiento y concentrados en sí mismos, carencia que no es eterna porque el movimiento nuevamente se presenta, sólo deja de hacerlo cuando la vida ha terminado. La identidad entre una vida y una pieza musical no puede ser gratuita, ambas son resultado de lo mismo, la vida anima a la música así como la música da vida al alma. Hay variedad de piezas y también la hay de almas, algunas son desafinadas y otras muy bien afinadas, algunas brillan por sus acordes y otras por sus desacordes, pero la variedad nunca nos había impedido juzgar y distinguir a lo grato de lo ingrato, a lo bello de lo terrible y a lo bueno de lo malo. Sin embargo, ahora ya no juzgamos, vivimos animados por un espíritu tolerante; ya no distinguimos porque no tiene caso hacerlo y procuramos callar silenciados por la abundancia de voces, gritos y cantos que al mismo tiempo hablan sin escuchar.
Maigo.
Un vago olor a cal y semillas quemadas
Un vago olor a cal y semillas quemadas
probar la soledad sin que el vinagre
haga torcer mi boca
Oquedad, indiferencia, fastidiosa fragilidad afable… Se conmemoran 100 años del nacimiento de Octavio Paz y la destrozada vida de nuestros días aniquila las palabras laudatorias. Donde todo es fama, poder o negocio, no hay lugar para las palabras honestas, ni para alzar la voz a la mitad del foro, ni para la ternura que palpan los recuerdos o para aquella garganta anudada en que termina el torrencial de la tristeza. Nos fallan las palabras en este mundo en que el visitante incómodo que reconoció Nietzsche ya no sólo toca a la puerta, sino que su eco lo invade todo y nos obliga a vivir a gritos. Todo se ha acabado y vivimos en la plena soledad.
Tenías razón, Octavio, de alguna u otra forma tenías razón. En más de una ocasión nombraste sin nombrar al visitante, delineaste su sombra, alumbraste en la gruta de su eco, denunciaste su brutal sutilidad, y lo mostraste creciendo tan impúdico por todos lados: en la política, en las palabras, en el arte, en la historia, en tu propio cuerpo. Pero al final, no sé por qué, Octavio, parece que te dispusiste a recibir al visitante, a sobrevivir con él y a enseñarnos, en lo posible, a sobrevivirle a él. ¿O no es acaso que perduras, Octavio, en la memoria de unos cuantos porque tú todavía respiras detrás la vida lacerante?
Cien años se cumplen del nacimiento de Octavio Paz y por mucho supera la vergüenza a la efeméride: deberíamos conmemorar avergonzados de vivir al final de los tiempos sin que, aparentemente, Octavio Paz nos haya enseñado nada. La oquedad que nos deja la ausencia de Paz torna más profunda y angustiante cuando sabemos que debemos aprender de él sin él. Sin Paz, debemos aprender a husmear los recovecos de su huella hasta sospechar un mínimo rastro. Paz, ese sol milagroso, nos lacera en medio de nuestro eclipse.
¿Acaso no vivió Octavio Paz en una oquedad semejante? Más que sabida y consabida es su preocupación por la soledad. Buen lector de Antonio Machado, Paz sabía que la vida, cual valle de lágrimas, es un esfuerzo constante por vivir juntos, por hablar juntos, por hacer con la vida palabras y con las palabras la vida. Buen discípulo de Juan de Mairena, Paz debió desdoblarse a sí mismo en cada línea para sospecharse en cada coma, perderse en cada espacio y reencontrarse en cada punto. Lector discipular de la maestría poética, Paz encontró en la literatura su hilo de Ariadna. El 23 de abril de 1943 publicó lo siguiente:
«El arte de escribir, como el arte de leer, son artes solitarios, de seres que viven en soledad. A solas leemos y a solas escribimos. Y leemos y escribimos, cuando estamos solos, para romper esa soledad, para poblar esa soledad como un diálogo silencioso. Escribo para ese solitario que me lee, no para la masa porque la masa no lee nunca: escucha, oye, pero no lee. Y ese solitario que me lee, al hacerlo rompe su soledad y rompe esta soledad mía, esta soledad que lo presiente y en la que escribo algunas pocas cosas, sin gran substancia ni fundamento, no para asombrar a nadie, ni para instruir o aconsejar, sino para sentirme menos solo, para sentirlo a él en mi soledad. Escribir es tender una mano, abrirla, buscar en el viento un amigo capaz de estrecharla. Es un intento de crear comunidad. Y nada más».
Maestro que se niega, discípulo rebelde, poeta que no dice, ensayista que no calla, profeta ateo, Paz sintetiza en las líneas anteriores la clave de su oquedad. Permitiendo a las palabras convertir milagrosamente la oquedad en arco, desplegar desde el arco una cúpula y fundar desde ella el templo de un poema en que algún día nos podamos encontrar, reconocer y sentar a platicar, Octavio Paz nos ha extendido la mano para que ahora, al final de los tiempos, perseveremos en el fatigoso intento de crear comunidad. Si en medio de nuestra indiferencia nuestras palabras todavía pueden florecer, Octavio Paz nos habrá enseñado algo: a darnos la oportunidad.
Námaste Heptákis
Recomendación. Como parte de la conmemoración de los 100 años del nacimiento de Octavio Paz, Clío TV ha realizado un documental, coordinado por Christopher Domínguez Michael, en cuatro capítulos, mismos que se transmitirán por televisión durante las cuatro semanas de este mes. Te invito, lector, a ver el documental en los siguientes horarios y frecuencias. Jueves, canal 5, 24 horas. Sábado, canal 4, 22 horas. Domingos, canal 2, 23:45 horas.
Secretos de la banda. Ya habrás notado, lector, que nuestra big band se ha vuelto semejante a la orquesta del Titanic. Te invito a adivinar quién será el último músico en pie.
Coletilla. “Cada amanecer nos asegura la juventud perenne de la vida; cada día que pasa nos habla de la eternidad”. Antonio Caso
El entusiasmo del concierto
Te concedemos, pues, lo más bello: que enalteces a Homero no por ser un experto,
sino por estar poseído por un dios.
La guitarra siguió sonando mucho tiempo más, pero él seguía escuchando los ecos de ese momento recién pasado aún moviéndolo como si los compases se hubieran vuelto circulares y nada fuera a cambiar nunca más. Miró a los demás de la audiencia y todos estaban tan pasmados como él. Eso le parecía, por lo menos. Las bebidas estaban quietas en las mesas, desatendidas, y los cigarros se consumían en los ceniceros o en los dedos. Se preguntó si cada uno de los que escuchaba esta hechizante música estaba viviendo esta clase de burbuja de tiempo que él experimentaba, pero no había modo de saberlo sólo mirando sus rostros. Todos en silencio, escuchando, embelesados. La luz se había vuelto puro accidente. Siguió observando la cadencia en su interior. Ya había escuchado estas mismas palabras antes, la misma canción; pero nunca había sido de este modo tan peculiar. No parecía haber motivo, pero sonaba todo mejor que en las otras ocasiones, todo en su lugar. Todo era apropiado. No era la sorpresiva presencia, ni tampoco la cercanía al cantor, ni el envolvente volumen; esto sólo ayudaba a que se diera cuenta de la maravillante interpretación, pero no era la fuente de la maravilla. Era tal vez que ni el instrumento, ni la textura de la voz, ni las imágenes gigantescas, ni el paso justo del pulso tenían sentido solos. Se habían encontrado como si siempre hubieran estado esperando ser descubiertos en este modo, ansiando combinarse. Es más, ansiando confundirse. La suavidad de esta mezcla sólo era posible olvidando que era una mezcla. La voz y los tensos rasguidos de las cuerdas se habían convertido en la misma cosa, y no podía ser coincidencia. La audiencia había sido embrujada con el curioso olvido de que cada sonido es uno por sí mismo, y abrasada a la vez por el candor de una memoria que no solamente retiene sino que espera y se complace mirando lo que ya estaba completo: anticipando cada nota en su exacto lugar, cada palabra con la convicción exacta. «Esta pieza debe escucharse así», pensó.
Terminó el encanto por fin. Los presentes aplaudieron casi despalmándose y se levantaron de sus asientos los pocos que aún permanecían sentados. Como cede poco a poco la lluvia al terminarse, el ruido espantoso de los vítores cesó. Después de que todos los demás partían ya del recital, él se acercó al músico, absorto en sus pensamientos. No podía ser que cada detalle hubiera simplemente ‘ocurrido’, que los cambios perfectos se dieran solos mientras que lo que debía mantenerse permaneciera por sí mismo. Ésta era evidencia del inmenso y prodigioso arte del compositor. Tenía que conocer el secreto de esta canción, así que le preguntó a su autor. Estaba entusiasmado y emocionado. Preguntó todo lo que se le venía a la cabeza, pero cuestión tras cuestión se frustró más y más. No podía creerlo, pero sobre lo más importante, sobre las claves sospechadas que habían hecho esta pieza maestra, sobre la grandeza que había ocurrido allí y de la que todos eran testigos, el músico no le pudo decir absolutamente nada.
Ética Provisional
Frágil, cual cristal, es la dicha del hombre que centra sus esfuerzos en mantenerse con vida a costa de la vida misma.
Maigo.
Buscando al sabio
Buscando al sabio
Al inicio de la Metafísica, Aristóteles explora la pluralidad de sentidos en que se usan las palabras sabio y sabiduría, pues reconoce que todo aquel que se esfuerza en el camino de la filosofía ha de preguntar en algún momento “¿quién es el sabio?”. Todos saben, empero, que sabio se dice en griego sophos. Orientarse por la mera palabra puede ser, sin embargo, una gran desorientación. No hay datos claros sobre la mejor manera de definir sophos, y su etimología es tan intrincada como los grandes misterios.
En su Los filósofos preplatónicos Nietzsche afirma que el griego sophos está unido a los latinos sapio (saborear) y sapiens (saboreador), así como al griego saphes (sabroso). Un problema especialmente acuciante es que sapio no deriva de la raíz indoeuropea *sap, sino de la complicada combinación de pro (derivado de la raíz *per1) y la raíz *bhw (de donde deriva el griego physis), dando primero el latino probus (que crece bien; luego, el que es virtuoso) y de ahí: probo, probar y probable, que antes de las oleadas de la estadística significó “digno de aprobación” (en 1780, el diccionario de la Academia daba dos entradas para probable: “verosímil y que se funda en razón prudente” y “lo que se puede probar o persuadir”, siendo probar “el examen de la cualidad de una cosa”; en 1869 se introduce discretamente el ánimo estadístico en una tercera acepción: “lo que hay buenas razones para creer que se verificará o sucederá”).
En la edición francesa de Los filósofos preplatónicos, Paolo D’Ioro afirma que la etimología nietzscheana es incorrecta, pues saphes no está relacionado con sapio, sino que deriva de sa como partícula intensiva y phaos (luz); aunque no aclara cómo se pasó de saphes a sophos. Ambos caminos parece confirmarlos Émile Boisacq, quien afirma, primero, que sophos proviene del indoeuropeo *tṷogṷhó-s (que ve con claridad), raíz que a su vez relaciona con sesyphos (inspector) y después con Sisyphos, de infortunado destino. Y después, lo relaciona con la abundancia e inexplicablemente con el hebreo šuph (panal de miel), y tras ello nuevamente con el indoeuropeo *tṷa-bh-ó-s (luz de gran alcance), que relaciona con el griego phrontizei (meditar). Aunque phrontizei parece provenir del sánscrito bhuráti (movimiento; luego principio), que deriva de la raíz indoeuropea *per1 que mencionamos arriba.
Sin embargo, Pierre Chantraine, en su Dictionnaire Étymologique de la Langue Grecque, despeja ambos caminos advirtiendo que suponer una derivación desde sapha (claramente) o Sisyphos no es una solución satisfactoria, pues quien así lo suponga debería ser capaz de explicar tantos cambios en la duración y vocalización de las palabras que quieren emparentar. Despeja, pues, el camino, pero no nos deja con muchas pistas para seguirlo.
Por su parte, Téophile Obenga afirma en Ancient Egypt and Black Africa que sophos no proviene de la rama indoeuropea, sino que llegó a Grecia desde el término egipcio sbō (docto), y por tanto provendría de la familia Hamito-Semítica. Así, por ejemplo, los términos coptos sabe (sabio) y tsabo (llegar a ser sabio) conservan la raíz egipcia sbō, e incluso seb (inteligente) parece tener la misma raíz. Falta por investigar si entre las lenguas africanas hay alguna que conduzca hasta el rastro egipcio.
Por el lado semítico hay dos posibles caminos. El primero fue señalado por Martin Bernal en Black Athena: Afroasiatic Roots of Classical Civilization, proponiendo que la raíz egipcia sbō nombra, además, al color obscuro de las estrellas, y que de ahí derivó al griego sappheiros (lapislázuli), a través del hebreo sapir; por lo que se formó sophos para nombrar a quienes estudiaban las estrellas. Sin embargo, todo parece indicar que el hebreo sapir fue tomado del persa antiguo sani-prijam, que a su vez deriva del sánscrito shaniprija, que se compone de Shani (uno de los nueve navagraha de la cosmología hindú, identificado en Occidente con el planeta Saturno; hijo de Surja, que da a los mortales los castigos y las recompensas que resultan de la acción) y prija (amado), por lo que la fórmula compuesta da: amado por Shani, pues el navagraha era del color del lapislázuli. Y aunque la etimología parece correcta (por el camino indicado y no por el erróneo camino que da el DRAE), es de sospechar que al hebreo bíblico llegue un término cosmológico. A pesar de todo, nada muestra alguna relación entre el egipcio sbō y el hebreo sapir.
El segundo camino lo propone Michel Tardieu en Trois mythes gnostiques, quien ve el origen de sophos en el nombre del pueblo Sabeo, que conservó la religión de Noé, el mismo que en El Corán es mencionado como “gente de la Escritura” (aunque la denominación es inexacta, pues comparten el epíteto con musulmanes, judíos y cristianos. En El Corán se les menciona tres veces: II, 62; V, 69; XXII, 17; ninguna de las tres apariciones da pistas a nuestro asunto). Añádase que el pueblo sabeo era asiduo a la admiración de las estrellas y apreciaba particularmente el lapislázuli, para con ello aunar una posibilidad más al camino anterior. Hipotéticamente, de sabeo (que estaría relacionado con la raíz egipcia sbō) podrían encontrarse caminos, quizá por el antiguo árabe del sur, hasta el nombre Basir (“sabio”), aunque no es el término común para nombrar en árabe al sabio, pues a él se le llama hakímun. La hipótesis, por sí misma, parece poco probable, y la clave podría estar en la historia conjunta de los egipcios y los sabeos (que no son, como afirman algunos historiadores, aquellos gobernados por la reina Saba, quien, asidua a las adivinanzas, fue a retar a Salomón [en la Biblia 1R 10:1-13 y 2Cr 9:1-12; en El Corán XXVII, 23-44]).
Otra posibilidad a partir de esta última pista, que puede plantearse desde Comparative Grammar of the Semitic Lenguages de Lacy O’Leary, es derivar sophos del nombre del pueblo sabeo, pero rastreándolo hasta remontarse a las raíces minoicas y buscando alguna relación entre los reinos minoicos de la Hélade y el reino minoico de Himyari (Homeritai, en griego) que floreció en el 1250 a.C. y al que sucedió el reino sabeo. La dificultad de este camino es, para mí, que no conozco nada del dialecto mehri, ni de su más cercano pariente, el soqotra.
En contra de la posibilidad de derivar sophos del nombre del pueblo sabeo está que en sabeo saber se forma a partir de la raíz semítica ʕlm, que en árabe da ‘álimun, con que también se nombra al sabio; podríamos suponer con facilidad que una forma semejante podría tener en sabeo el nombre del sabio. No conozco en las otras lenguas semíticas si acaso hay alguna que con esta última raíz pueda relacionarse para dar luz a nuestro caso.
Por su parte, el término árabe hakímun, mencionado arriba, está relacionado con el hebreo hakam que nombra al que es sabio por su habilidad y por ser capaz de enseñar; la correspondencia se mantiene en sabiduría, siendo hikmah para el árabe y hokhmah para el hebreo. La raíz hkm se mantiene con el mismo sentido en los términos correspondientes para el siríaco, el ugarítico, el acadio, el fenicio y el ge’ez (etíope clásico); incluso llega, vía árabe, hasta el Punjab con el hukam de los gurús sikh. Entre las lenguas semíticas hakam es la raíz para nombrar al sabio; pero ahí no hay rastro alguno del sbō egipcio, y mucho menos del sophos griego.
Ahora bien, de aquella raíz egipcia sbō también se puede suponer, según el Etymological Dictionary of the Hittite Inherited Lexicon de Alwin Kloekhorst, una posible relación con el término hitita para sabio: shak (a partir de la raíz sak), que muy probablemente deriva en el sánscrito subuddhi (supongo que por la expresión hitita munus.šu.gi [mujer sabia]), que deviene en buda (el que conoce). La hipótesis indicaría que el shak hitita pasó del lado oriental como buda y del griego como sophos. Sin embargo, falta buscar en los registros hititas algún modo de comprobarlo. Contra la hipótesis, en cambio, puede señalarse el descrédito tradicional de los helenos hacia los bárbaros, especialmente los hititas, cual se nota muy bien en Heródoto.
Hasta donde alcanzo a ver, para intentar nuevamente el lado semítico, no hay ninguna relación entre shak y hakam, por lo que seguimos estando en despoblado. Hay un término más en hebreo para referir al sabio, pero no es clara su raíz semítica, ni su relación con las otras lenguas. Muhsin Mahdi (Religious belief and scientific belief) ve una equivalencia entre el hakímun árabe y el sophos griego; al tiempo que Leo Strauss sugiere (en carta a Gershom Scholem del 7 de julio de 1973) que la sophía exhibida por Jenofonte en la Anábasis es la del hakam. Así lo entendieron los setenta sabios que tradujeron la Tanaj al griego, cual se puede comprobar contrastando las versiones griega y hebrea de la definición salomónica de la sabiduría en Proverbios 1:7. El sabio más grande del lado semítico es Moisés, ¿aceptarían los filósofos que a Moisés lo nombremos sophos? Hasta aquí, sin rastro alguno de la etimología más aceptable sobre el sophos griego, creo que podríamos aceptarlo; aunque queda en la cuenta de pendientes estudiar la rama africana de las lenguas para buscar la respuesta que nos falta.
Námaste Heptákis
Obituario. Murió, el pasado 22 de febrero, Enrique Nery, notable músico de jazz. Conforme a su última voluntad, los jazzistas de México –y los asiduos al género musical sincopado- invitan a despedir con música las cenizas del talentoso Nery. La cita es mañana domingo 2 de marzo a las 11:45 en la Glorieta de la Diana.
Escenas del terruño. Genera suspicacia un anuncio publicitario de la Cámara de Diputados en que se informa que la posición recomendada por la OMS para evitar la muerte de cuna es “bocarriba”, pues la recomendación contraviene las indicaciones tradicionales sobre el cuidado infantil. Efectivamente, la OMS recomienda recostar a los neonatos “bocarriba” para disminuir el riesgo de muerte de cuna, pero ese no es todo el asunto y quizá no es lo más importante en la recomendación de la OMS. El organismo informa que colocando a los bebés “bocarriba” se han disminuido, desde 1992, las muertes de cuna en más del 50%, pero al mismo tiempo ha aumentado la frecuencia de otro tipo de muertes durante el sueño, ante lo cual hay que tener en cuenta varias recomendaciones, que son las que finalmente publica el organismo. Aquí puedes consultar, lector curioso, el documento.
Coletilla. La semana pasada, en Proceso, Javier Sicilia publicó una excelente reflexión sobre el mal. La comparto a continuación.
Tal vez el tema fundamental de nuestra época sea el mal. Aunque su presencia nos ha desvelado a lo largo de los milenios, hoy parece más terrible que ayer. No es que haya empeorado –desde que Caín mató a Abel, el mal sigue siendo idéntico en su horror–, sino que hoy se realiza sobre un fondo que no existía antes: el de 2 mil años de cristianismo y el de los derechos humanos: la mayor conciencia de la dignidad del hombre coincide con una de sus negaciones más brutales. No hay que remontarse a la barbarie nazi, a las atrocidades del comunismo estaliniano, a los sótanos de las juntas militares o a la bomba liberal de Hiroshima para saberlo. Hoy en México, después de esa indigna memoria, no hemos dejado de reeditarlo. Durante siete años hemos asistido a la construcción de un inmenso rastro humano que nadie ha podido desmantelar. Frente a él, uno vuelve a las mismas preguntas que, desde Aristóteles, teólogos y filósofos se han hecho y han intentado responder: “¿Qué es el mal? ¿De dónde viene?”. La diferencia con ellos es que, cuando nos las hacemos, nuestra formulación tiene un desconcierto nuevo: carece de respuestas, y las que nos han dado ya no nos satisfacen. Todas, sean las maniqueas, las clásicas que hablan de la permisividad de Dios, de una prueba, de un castigo o de la ausencia de bien; las cosmológicas, que se refieren a él como detalles de imperfección en el mejor de los mundos posibles; las evolucionistas e históricas, para las que el mal es una necesidad, o las sociológicas, para las cuales es un problema de la pobreza y de la falta de educación –como si ricos y cultos quedaran exentos–, todas ellas justifican el mal.
El mal, sin embargo, en su espantosa concretud, es injustificable. Nada puede, ni siquiera la fe en la resurrección, compensarlo –Cristo, como una prueba de lo inaceptable, resucita con sus llagas–. Es también, por lo mismo, incomprensible. Si algo podría definirlo es lo irracional que, a veces, se enmascara de racionalidad, de bien, de utilidad. Es el apartamiento del ser humano de su vocación de ser, el aniquilamiento de sí mismo en los otros. Una banalidad, como lo definió Hannah Arendt al describir a Eichmann, pero cuyas repercusiones son inmensas e irremediables o, para usar un oxímoron traído del psicoanálisis, un “acto fallido”.
Esa fórmula, en la oposición de sus dos términos, revela algo sobrecogedor: “el drama –dice Adolphe Gesché– de una carencia, de un fallo que se logra”, de un deseo que fracasa, el cumplimiento verdadero de un desastre.
Esto, que ha sucedido en todas las eras de la humanidad, hoy, a falta de respuestas, nos va hundiendo en una imposibilidad para expresarlo y contrarrestarlo. No sólo los complejos valores helénicos y cristianos que habían ayudado a atemperar el mal están en un proceso agudo de decadencia, sino que el horror que vivimos en México sugiere que esos reflejos del espíritu con los cuales, como dice Georges Steiner, una civilización sitiaba al mal y, modificando lo irracional, “superaba un peligro mortal, ya no son tan rápidos o realistas”. La inhumanidad política que ha embrutecido el lenguaje más allá de todo precedente, hasta hacerlo justificar el mal y sus bestialidades, ha ahogado las reacciones saludables. Día con día, la falsedad política y la ración de horrores que tragamos nos van insensibilizando para su aceptación o nos preparan para actos desesperados y fragmentarios contra él. En comparación con el horror que vivimos, las respuestas del espíritu son débiles. Mientras el mal continúa su persistencia, ellas, exaltadas por el show mediático, son inmediatamente desmontadas y arrojadas al vacío.
Ya no podemos ni explicar ni justificar el mal. Pero tampoco, por lo mismo, debemos tolerarlo. No podemos remediar lo que ha hecho y hace. La crueldad de la humillación y de la muerte es tan irreparable como inacabable. Pero podemos decir no al mal y responderle con un amor que no concede nada.
Más allá de todas las justificaciones que el cristianismo ha dado al sufrimiento y la muerte de Cristo –justificaciones que debemos rechazar siempre–, me sigue interesando él como respuesta. Me interesa en el momento en que después de escarnecido toma la cruz. Lo veo avanzar aferrado a ella y a su conciencia. Contra lo que nos han dicho, no tiene esperanza. Su grito, unas horas después, es contundente: “¿Por qué me has abandonado?”. Sin embargo avanza. Impotente y rebelde, conoce en ese momento toda la magnitud de la miseria que trae el mal y su poder: ella, que estaba en las víctimas por las que siempre se interesó, está ahora en él, absurda, injustificable y atroz. No obstante, esa clarividencia que debía constituir su fracaso, consuma al mismo tiempo su victoria: aferrado a su cruz, pero sin dejar de amar, se vuelve superior a su destino, es más fuerte que el mal. Allí, en esos espantosos instantes, su amor, que no devuelve un gramo de odio, reitera el no que mantiene la vida. Su fidelidad al amor, como un molino que moliera en el vacío, es todo: no una justificación, sino una respuesta. Cada esfuerzo que hace para sostenerse en esa fidelidad basta para mantener el sentido y la dignidad sobre la irracionalidad y el absurdo.