La prodigiosa diferencia
Hermano Sol: para volver a verte,
ponme en los ojos la humildad del suelo
para que suban con tu misma suerte.
Carlos Pellicer
Las grandes diferencias suelen ser poco importantes, pues la mayoría de las veces no son más que necedades. Las pequeñas diferencias, en cambio, suelen ser muy importantes, pues entre ellas se va haciendo menos necia la vida. La enormidad es tan peligrosa para la vida, como la minuciosidad le es necesaria. Los grandes cambios de la vida son menos efectivos que los pequeños, aunque en la cuenta final se suela poner más atención a los primeros sobre los segundos. La dificultad de atender a los detalles se finca en la dificultad de tomar en serio las cosas: es más fácil tomar una gran decisión a la ligera que tomar una pequeña decisión muy bien pensada.
En un sentido muy semejante, es más fácil distinguir a los grandes hombres que a los mejores entre los hombres. Todos reconocen con facilidad a un hombre cruel o a un hombre famoso. No todos, en cambio, reconocen fácilmente por qué un hombre podría ser mejor que otro. Somos más reacios a distinguir lo mejor en los hombres que a reconocer a los grandes hombres. Se pueden hacer con facilidad listas unánimes sobre los grandes hombres, pero se hallará segura disconformidad en la distinción de lo que hace mejor a los hombres. Por ello, no son de sorprender las voces de los disconformes con la canonización de Juan XXIII y Juan Pablo II.
Si en algo se esfuerzan los disconformes es en la furiosa difusión de lo ordinario de ambos hombres. Enlistan sus pecados, resaltan sus errores, propalan a los cuatro vientos que solamente fueron hombres comunes y corrientes. Y efectivamente lo fueron, y sólo porque lo fueron es que en ellos puede distinguirse la santidad. No es posible reconocer a un hombre santo como se reconoce a un gran hombre, porque la santidad no siempre está a la vista, carece de oropel, es silenciosa, tiene la piel de la humildad; todo lo cual es contrario a lo grande: la santidad es una pequeña diferencia. Buscar a los santos entre los grandes hombres es tan absurdo como buscar entre los montes un grano de sal; y los santos son la sal de la tierra.
A los santos hay que buscarlos entre los comunes y corrientes, entre aquellos que cometen errores, entre los pecadores. Mas distingue a quien busca santos de los disconformes con la santidad la atención que prestan a los detalles. Los disconformes están seguros de lo corriente del mundo, de la carencia de maravilla que caracteriza al hombre, del estercolero que hay en todas partes y somos cada uno; los que buscan santos, en cambio, fijándose en lo corriente del mundo, atentos a la carencia de maravilla que caracteriza al hombre, enterados del estercolero que hay en todas partes y somos cada uno, alzan la mirada un poco más allá y distinguen un mínimo detalle: el prodigio del arrepentimiento. No son emersones o carlyles que persiguen heroísmos, pero tampoco kirilloves o roquentines que se encierran en el mundo; los buscadores de santos son hombres que en las pequeñas diferencias van haciendo menos necia la vida.
Námaste Heptákis
La letra yerta. El término “santo” proviene del latín “sanctus”, que deriva del verbo “sancio”, que significa prescribir, y es la forma nasal de la raíz indoeuropea “sak”. Curioso es que el latino “sancio” produce tanto “sanción” y “santo”, como “sandio” y “sandez”. “Sandio” proviene de la contracción de la frase “sancte Deus”, que originalmente se pronunciaba ante el imbécil y tras la contracción terminó nombrándolo. Según Hippolyte Delehaye, en Sanctus. Essai sur le culte des saints dans l’antiquité, el apelativo “sanctus” como un atributo personal aparece por vez primera en la segunda mitad del siglo cuarto, indicando que se le adora en la Iglesia como tal.
Escenas del terruño. El pasado miércoles, en su Carta de Esmógico City en el diario Milenio, José de la Colina publicó una bella crónica intitulada «“Cowboys” en el Metro», misma que comparto a continuación.
Era cerca de la medianoche cuando, sonrientes y tomándose de las manos, hicieron entrada espectacular en el vagón del Metro dos veinteañeros vestidos al modo de los cowboys amantes de Brokeback mountain (El secreto de la montaña, el film de Ang Lee). Aunque había asientos libres, se mantuvieron en pie junto a una de las puertas, y se miraban a los ojos, se acariciaban las nucas, se cuchicheaban palabras sin duda cariñosas, y se besuqueaban.
Noté la tensión psicológica que habían creado entre los 15 o 20 pasajeros del vagón. Muchos trataban de no mirarlos pero parecía que no pudiesen evitarlo: se les escapaban algunas ojeadas y, afligidos de “vergüenza ajena”, miraban rápidamente a otra parte.
El setentañero con aspecto de oficinista en retiro que iba a mi lado me susurró con voz seca: —Qué le parece, señor, a lo que hemos llegado. —¿Qué cosa? — le pregunté. —Lo que hay que soportar, mire nomás, ya no hay moral pública, las personas decentes deberíamos protestar. —Disculpe, ¿protestar por qué? —Pues por faltas a la moral (y parpadeó hacia los cowboys). —Ah…, ¿eso?; pues… a mí no me ofende; cada quien su vida. (Me miró como a un marciano): —Pero vea nomás el espectáculo que están dando impunemente. —Pues a nadie hacen daño —dije—, y fíjese que a mí las demostraciones amorosas en público, sean entre hombre y mujer o entre personas del mismo sexo, me parecen impúdicas, de mal gusto, pero no me escandalizan… —No me diga —dijo alzando un hombro como para apartarlo del mío (¿sería yo también uno esos?). —…Y —continué— debo confesar, que el espectáculo más bien me divierte. —¿Le gusta a usted estar viendo eso? —Ni me gusta ni me disgusta, más bien me divierte —¿Le divierte? —Sí, porque la situación me parece de teatro. —Ah, ¿no cree usted que sea de adeveras? —Tal vez lo es, y están en su derecho, pero también es como de comedia. —Pero, una de dos, ¿qué le parece? — Pues creo que son sinceros pero también son malos actores de sí mismos: sobreactúan. —Pues qué teatrito tan pinche —dijo, y no volvió a susurrar nada. (Noté que ahora también lo escandalizaba yo.)
Dos estaciones más adelante los cowboys bajaron tomándose de las manos. Sonreían como si los hubiéramos vitoreado.
Coletilla. “Si los viejos te aconsejan derruir y los jóvenes fabricar, derruye según los viejos te aconsejan y no fabriques según te aconsejan los jóvenes, porque la destrucción de los viejos es edificar y el edificar de los jóvenes es una destrucción”. Talmud
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