Impronta infantil

La inocencia se equipara con frecuencia a la falta de tamaño, se dice de los seres pequeños que son indefensos y que están libres de toda la carga que ha de soportar quien ya ha pasado por los martirios de la infancia; pero los microbios también son pequeños y no por ello son inofensivos, y la infancia está tan llena de trabajos y dificultades que mejor optamos por olvidar y recordar sólo las improntas que de ella nos convienen, así unos recordarán los momentos de risa, que no son tantos como se desea, pero que sirven para pensar en el pasado como lo mejor, y otros fundamentarán sus malas acciones en sucesos que de alguna u otra manera conviene recordar, pues con ellos justifican lo que hacen o dejan de hacer.

Tal pareciera que sólo los santos se libran de la falacia que es la impronta de la infancia, pues ellos son capaces de reconocerse pecadores, incluso desde pequeños, y de dirigir sus pasos hacia Dios sin depender de lo que con ellos pretendieran hacer las circunstancias.

 Maigo.

 

Para pensar un rato: Comparto a continuación la vida de Diofanto, hombre amante de aprender que viviera a mitad del siglo III de nuestra era.

Esta es la tumba que encierra a Diofanto.

¡Maravilla de contemplar!

Dios le concede la juventud por un sexto de su vida, después de otro doceavo la barba cubrió sus mejillas; después de un séptimo encendió la llama nupcial y después de cinco años tuvo un hijo.

¡Ay de mí! El mísero joven, a pesar de haber sido tanto amado, después de haber alcanzado apenas la mitad de los años de vida de su padre, murió. Cuatro años más, mitigando el propio dolor con la ciencia de los números,  vivió Diofanto, hasta alcanzar el término de su vida.

La prodigiosa diferencia

La prodigiosa diferencia

Hermano Sol: para volver a verte,
ponme en los ojos la humildad del suelo
para que suban con tu misma suerte.
Carlos Pellicer

Las grandes diferencias suelen ser poco importantes, pues la mayoría de las veces no son más que necedades. Las pequeñas diferencias, en cambio, suelen ser muy importantes, pues entre ellas se va haciendo menos necia la vida. La enormidad es tan peligrosa para la vida, como la minuciosidad le es necesaria. Los grandes cambios de la vida son menos efectivos que los pequeños, aunque en la cuenta final se suela poner más atención a los primeros sobre los segundos. La dificultad de atender a los detalles se finca en la dificultad de tomar en serio las cosas: es más fácil tomar una gran decisión a la ligera que tomar una pequeña decisión muy bien pensada.

En un sentido muy semejante, es más fácil distinguir a los grandes hombres que a los mejores entre los hombres. Todos reconocen con facilidad a un hombre cruel o a un hombre famoso. No todos, en cambio, reconocen fácilmente por qué un hombre podría ser mejor que otro. Somos más reacios a distinguir lo mejor en los hombres que a reconocer a los grandes hombres. Se pueden hacer con facilidad listas unánimes sobre los grandes hombres, pero se hallará segura disconformidad en la distinción de lo que hace mejor a los hombres. Por ello, no son de sorprender las voces de los disconformes con la canonización de Juan XXIII y Juan Pablo II.

Si en algo se esfuerzan los disconformes es en la furiosa difusión de lo ordinario de ambos hombres. Enlistan sus pecados, resaltan sus errores, propalan a los cuatro vientos que solamente fueron hombres comunes y corrientes. Y efectivamente lo fueron, y sólo porque lo fueron es que en ellos puede distinguirse la santidad. No es posible reconocer a un hombre santo como se reconoce a un gran hombre, porque la santidad no siempre está a la vista, carece de oropel, es silenciosa, tiene la piel de la humildad; todo lo cual es contrario a lo grande: la santidad es una pequeña diferencia. Buscar a los santos entre los grandes hombres es tan absurdo como buscar entre los montes un grano de sal; y los santos son la sal de la tierra.

A los santos hay que buscarlos entre los comunes y corrientes, entre aquellos que cometen errores, entre los pecadores. Mas distingue a quien busca santos de los disconformes con la santidad la atención que prestan a los detalles. Los disconformes están seguros de lo corriente del mundo, de la carencia de maravilla que caracteriza al hombre, del estercolero que hay en todas partes y somos cada uno; los que buscan santos, en cambio, fijándose en lo corriente del mundo, atentos a la carencia de maravilla que caracteriza al hombre, enterados del estercolero que hay en todas partes y somos cada uno, alzan la mirada un poco más allá y distinguen un mínimo detalle: el prodigio del arrepentimiento. No son emersones o carlyles que persiguen heroísmos, pero tampoco kirilloves o roquentines que se encierran en el mundo; los buscadores de santos son hombres que en las pequeñas diferencias van haciendo menos necia la vida.

Námaste Heptákis

La letra yerta. El término “santo” proviene del latín “sanctus”, que deriva del verbo “sancio”, que significa prescribir, y es la forma nasal de la raíz indoeuropea “sak”. Curioso es que el latino “sancio” produce tanto “sanción” y “santo”, como “sandio” y “sandez”. “Sandio” proviene de la contracción de la frase “sancte Deus”, que originalmente se pronunciaba ante el imbécil y tras la contracción terminó nombrándolo. Según Hippolyte Delehaye, en Sanctus. Essai sur le culte des saints dans l’antiquité, el apelativo “sanctus” como un atributo personal aparece por vez primera en la segunda mitad del siglo cuarto, indicando que se le adora en la Iglesia como tal.

Escenas del terruño. El pasado miércoles, en su Carta de Esmógico City en el diario Milenio, José de la Colina publicó una bella crónica intitulada «“Cowboys” en el Metro», misma que comparto a continuación.
Era cerca de la medianoche cuando, sonrientes y tomándose de las manos, hicieron entrada espectacular en el vagón del Metro dos veinteañeros vestidos al modo de los cowboys amantes de Brokeback mountain (El secreto de la montaña, el film de Ang Lee). Aunque había asientos libres, se mantuvieron en pie junto a una de las puertas, y se miraban a los ojos, se acariciaban las nucas, se cuchicheaban palabras sin duda cariñosas, y se besuqueaban.
Noté la tensión psicológica que habían creado entre los 15 o 20 pasajeros del vagón. Muchos trataban de no mirarlos pero parecía que no pudiesen evitarlo: se les escapaban algunas ojeadas y, afligidos de “vergüenza ajena”, miraban rápidamente a otra parte.
El setentañero con aspecto de oficinista en retiro que iba a mi lado me susurró con voz seca: —Qué le parece, señor, a lo que hemos llegado. —¿Qué cosa? — le pregunté. —Lo que hay que soportar, mire nomás, ya no hay moral pública, las personas decentes deberíamos protestar. —Disculpe, ¿protestar por qué? —Pues por faltas a la moral (y parpadeó hacia los cowboys). —Ah…, ¿eso?; pues… a mí no me ofende; cada quien su vida. (Me miró como a un marciano): —Pero vea nomás el espectáculo que están dando impunemente. —Pues a nadie hacen daño —dije—, y fíjese que a mí las demostraciones amorosas en público, sean entre hombre y mujer o entre personas del mismo sexo, me parecen impúdicas, de mal gusto, pero no me escandalizan… —No me diga —dijo alzando un hombro como para apartarlo del mío (¿sería yo también uno esos?). —…Y —continué— debo confesar, que el espectáculo más bien me divierte. —¿Le gusta a usted estar viendo eso? —Ni me gusta ni me disgusta, más bien me divierte —¿Le divierte? —Sí, porque la situación me parece de teatro. —Ah, ¿no cree usted que sea de adeveras? —Tal vez lo es, y están en su derecho, pero también es como de comedia. —Pero, una de dos, ¿qué le parece? — Pues creo que son sinceros pero también son malos actores de sí mismos: sobreactúan. —Pues qué teatrito tan pinche —dijo, y no volvió a susurrar nada. (Noté que ahora también lo escandalizaba yo.)
Dos estaciones más adelante los cowboys bajaron tomándose de las manos. Sonreían como si los hubiéramos vitoreado.

Coletilla. “Si los viejos te aconsejan derruir y los jóvenes fabricar, derruye según los viejos te aconsejan y no fabriques según te aconsejan los jóvenes, porque la destrucción de los viejos es edificar y el edificar de los jóvenes es una destrucción”. Talmud

Reunión familiar

Tradicionalmente, casi religiosamente, nos vimos en casa de la tía Berta. Como siempre: pollo con mole, papas con salsa, canapés con jamón, papa con chorizo. Lejos, junto a la barra del bar casero, vibraban las bocinas resobando una trillada canción que hablaba seguramente de amor o nostalgia, o algo así. El abuelo no se sentaba, sirviendo a todos, sonriendo para que le sonrieran de vuelta, sin escuchar ninguna discusión completa. Los tíos, casi todos con los pómulos sonrosados, reíamos como cientos de veces lo habíamos hecho de las anécdotas que se habían contado ya cientos de veces. Los jóvenes, hartos del ritual (¡y lo que les faltaba!), habían salido a correr por el jardín y golpearse un poco o esconderse. Pronto se metería el Sol. Algo era distinto esta vez, me dije mientras daba un profundo y sabroso trago a mi vino. Por primera vez reí bien en serio de las correrías de mis primos, de la suerte del ya difunto tío Gibrán, de esto, de aquello, de todas las palabras añejas. Por primera vez pensé que no tenía importancia en absoluto que ninguna de estas historias hubiera sucedido así en realidad.

Café

Cuando se trata de café es posible encontrar al menos dos tipos de bebedores: hay quienes lo toman pensando en despertar, y con ello caer en la modorra de los quehaceres cotidianos; y hay quienes lo toman para sumergirse en el sueño que nos lleva a despertar a la vida.

 

Maigo.

Confesión

Confesión

Hora de mi corazón:
la hora de una esperanza
y una desesperación.
Antonio Machado

Tu recuerdo son las lágrimas que no secan.

Námaste Heptákis

Coletilla. “Allí donde el fundamento de toda la realidad nos mira silenciosamente, donde nos reclaman las situaciones inevitables e ineludibles de la responsabilidad, donde se trabaja fielmente sin esperar recompensa, donde el amor es experimentado como algo inefable, donde consciente y tranquilamente se deja entrar a la muerte en medio de la existencia, donde la alegría ya no tiene nombre, allí está Dios”. Karl Rahner

Estandarte

Se desabotonó su uniforme jadeando, esperando que el dolor cesara. Recordaba haber estado muy enfermo cuando era niño, quizá teniendo unos dos años más que los que su hijo mayor tenía hoy, y el miedo que sintió aquella vez estaba ahora muy presente. Se lo había producido la idea de que algo de él había sido lastimado y nunca se recuperaría. Era como el dolor de perder para siempre a alguien amado, pero en uno mismo.

El gentío no lo dejaba respirar suficientemente. Había mujeres trayendo toallas, jóvenes con cazos y nobles reunidos con caras de mortificación. Otros, también soldados, permanecían ocultando sus emociones detrás de una entrenada cara de estoicismo que no tenía de estoica más que lo que tienen de cómicas las máscaras del teatro. El médico gritaba e intentaba detener la pérdida de sangre, pero en la expresión del experto, él notaba que la técnica había llegado a su límite. Primero, había sido sorprendido por la calidez de su propia sangre, pero ahora que el adormecimiento había pasado de sus dedos hasta su pecho, le parecía más bien que él estaba enfriándose. La vida se le iba, y con ella, también el miedo. De pronto el dolor dejó de significar demasiado. Se le fue junto con el terror de haberse destruido una parte que tendría que llevar consigo para siempre. Era el «para siempre» el que se le achicaba. Los gritos le importaban tan poco que comenzaron a amortiguarse como atravesando una almohada presionada contra la cara. Pero el mareo no pudo distraerlo del único dolor punzante que no había cedido aún.

«Bryn –pudo decir–. Tráiganmelo».

Primero vacilaron los presentes, con una escena tan cruenta; pero uno de los guerreros gritó por fin: «Sí, mi general».

El niño llegó entre llanto: era más el de quien se asusta estando en peligro que el de quien se duele por una pérdida. Él, su padre, acercó la carita pegajosa con la mano ensangrentada e hizo un consciente intento de cesar la poderosa respiración que le impedía hablar.

«Hijo –le susurró–, aléjate de aquí. El poder sólo ejerce su dominio sobre quien desea tenerlo».

Muchos años después, Bryn recordaba con claridad el aforismo de su padre. Lo había hecho el lema de su estandarte y había conducido a los ejércitos por decenas de años con un éxito mucho más aplastante que el que jamás conoció el caído general. Le había agradecido en ocasiones numerosas, especialmente en las victorias más espectaculares, por haberle mostrado la fragilidad del poder. Se había esforzado por no desearlo, sino por asirlo y mantenerlo con toda la fuerza que pudiera acopiar. A él no lo mataría. La familia había tenido que sacrificar y que sufrir mucho. Cada pesar había tenido su recompensa. Sin embargo, aún con todo su éxito, pasó los últimos cinco años de su vida cuestionando la sabiduría en la enseñanza de su padre, cada vez que cerraba sus ojos y escuchaba su propia voz flaqueando ante un miedo que nunca supo comunicar.

A propósito de Semana Santa

En él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres.

Jn. 1,4

Una vez que se acepta la encarnación del verbo el cambio en la vida del hombre es consecuencia necesaria. La fe deja de ser ciega y deja de sorprender que el ciego vea, que el mudo hable o que el ladrón se convierta en santo. Santa Mónica así lo vio, y dio gracias a Dios por ello, celebrando así su última Pascua.

 

 

Maigo