Estandarte

Se desabotonó su uniforme jadeando, esperando que el dolor cesara. Recordaba haber estado muy enfermo cuando era niño, quizá teniendo unos dos años más que los que su hijo mayor tenía hoy, y el miedo que sintió aquella vez estaba ahora muy presente. Se lo había producido la idea de que algo de él había sido lastimado y nunca se recuperaría. Era como el dolor de perder para siempre a alguien amado, pero en uno mismo.

El gentío no lo dejaba respirar suficientemente. Había mujeres trayendo toallas, jóvenes con cazos y nobles reunidos con caras de mortificación. Otros, también soldados, permanecían ocultando sus emociones detrás de una entrenada cara de estoicismo que no tenía de estoica más que lo que tienen de cómicas las máscaras del teatro. El médico gritaba e intentaba detener la pérdida de sangre, pero en la expresión del experto, él notaba que la técnica había llegado a su límite. Primero, había sido sorprendido por la calidez de su propia sangre, pero ahora que el adormecimiento había pasado de sus dedos hasta su pecho, le parecía más bien que él estaba enfriándose. La vida se le iba, y con ella, también el miedo. De pronto el dolor dejó de significar demasiado. Se le fue junto con el terror de haberse destruido una parte que tendría que llevar consigo para siempre. Era el «para siempre» el que se le achicaba. Los gritos le importaban tan poco que comenzaron a amortiguarse como atravesando una almohada presionada contra la cara. Pero el mareo no pudo distraerlo del único dolor punzante que no había cedido aún.

«Bryn –pudo decir–. Tráiganmelo».

Primero vacilaron los presentes, con una escena tan cruenta; pero uno de los guerreros gritó por fin: «Sí, mi general».

El niño llegó entre llanto: era más el de quien se asusta estando en peligro que el de quien se duele por una pérdida. Él, su padre, acercó la carita pegajosa con la mano ensangrentada e hizo un consciente intento de cesar la poderosa respiración que le impedía hablar.

«Hijo –le susurró–, aléjate de aquí. El poder sólo ejerce su dominio sobre quien desea tenerlo».

Muchos años después, Bryn recordaba con claridad el aforismo de su padre. Lo había hecho el lema de su estandarte y había conducido a los ejércitos por decenas de años con un éxito mucho más aplastante que el que jamás conoció el caído general. Le había agradecido en ocasiones numerosas, especialmente en las victorias más espectaculares, por haberle mostrado la fragilidad del poder. Se había esforzado por no desearlo, sino por asirlo y mantenerlo con toda la fuerza que pudiera acopiar. A él no lo mataría. La familia había tenido que sacrificar y que sufrir mucho. Cada pesar había tenido su recompensa. Sin embargo, aún con todo su éxito, pasó los últimos cinco años de su vida cuestionando la sabiduría en la enseñanza de su padre, cada vez que cerraba sus ojos y escuchaba su propia voz flaqueando ante un miedo que nunca supo comunicar.