Silabario político

Silabario político
(a modo de jitanjáfora)

 

Silbantes saltan solos sin siquiera saludar,
sólo siguen su siringa, su salterio y su solaz;
silban, saltan, singulares, soliviantan al solar
―sigan solos, sus secuaces, saltimbanquis ¡nada más!

Námaste Heptákis

Escenas del terruño. Tras su derrota electoral de 2006 (y luego la de 2012), Andrés Manuel López Obrador comenzó a negar que México hubiese transitado a la democracia. Escindiendo la vida política entre, por un lado, él y el pueblo bueno (que él representa) y, por el otro, el PRIAN y la mafia en el poder (que supuestamente son todos los otros que no son pueblo bueno y que no permiten su llegada al poder), distorsionó el alcance del día histórico en que el PRI fue derrotado democráticamente en las urnas. Para Andrés Manuel López Obrador, parece, sólo habrá democracia cuando él deje de ser derrotado en las urnas. Esa negación de la transición democrática me pareció, desde el principio, excesivamente priista, excesivamente favorable al PRI. La semana pasada leí en Reforma que tres priistas de vieja alcurnia aclaraban ante las juventudes que la transición democrática es sólo un cuento. María de los Ángeles Moreno (fue subsecretaria de Programación y Presupuesto, secretaria de Pesca, diputada federal, secretaria general del CEN del PRI, senadora, presidenta del PRI, diputada local, presidenta del PRI-DF, nuevamente senadora, y ahora forma parte del grupo que inculpa a Cuauhtémoc Gutiérrez de la Torre a partir de una nota periodística del equipo de Carmen Aristegui), afirmó: “Ese cuento de que la transición a la democracia fue en el 2000 no se lo vayan a creer nunca”. Por su parte, Humberto Roque Villanueva (fue subsecretario de Pesca, diputado federal, senador, otra vez diputado federal, presidente del PRI, director general de la Aseguradora Hidalgo [que recaudaba las primas de los burócratas y fue privatizada tras la administración de Roque] y el inolvidable celebrador del aumento del IVA con la desde entonces famosa “roqueseñal” [muérete de envidia, Britney, él es el original]), descartó que el PRI se haya comportado mezquinamente durante el primer gobierno de oposición, pues nunca se negó a aprobar las reformas (aunque nunca las aprobó). E Ignacio Pichardo Pagaza (fue secretario del gobierno del EdoMéx, subsecretario de Hacienda, diputado federal, subsecretario y secretario de la Contraloría General de la Nación, procurador federal del consumidor, gobernador del EdoMéx [sin elección popular de por medio], embajador de México en España, presidente del PRI, sostuvo el caso de la bruja Francisca y la finca El Encanto, secretario de Energía y embajador en Holanda), instruyó a las juventudes priistas sobre el sentido de su formación política: “no dejen de prepararse: no les vayan a poner nunca la etiqueta de que son jóvenes grillos”. ¡Vaya coincidencia!: AMLO y los viejos priistas piensan igual. Como decía Topo Gigio: y lo dije yo primero…

Coletilla. “Olvidamos con más facilidad nuestras faltas cuando sólo las conocemos nosotros”. La Rochefoucauld

A tres pasos de distancia

Después de que terminó su frenesí, el relojero dejó apoyada sobre su base la pinza chica. Había realizado el último de los miles de minúsculos ajustes. Resopló limpiando con el dorso de su mano el sudor que amenazaba con hacerlo parpadear. Frunció el ceño como un niño que en un día muy soleado en la plaza pública intenta encontrarle forma a la primera fuente que ha visto. Después del endemoniado arranque, el taller era algo como lo que deben imaginarse los científicos al afirmar que el principio del Cosmos era puro caos. Después de unos momentos admirando la imagen quieta del revoltijo de enseres, uno podía sacar de su paciencia un cercano entendimiento del lugar de cada cosa, e incluso una noción modesta de la función de buena parte de los instrumentos con los que el relojero trabajaba. En algún montón descansaban delgadas películas con forma de rueca, metálicas todas aunque de aleaciones varias, que seguramente girarían al estar bien puestas en el sentido que les diera concierto. Algunas de ellas probablemente heredarían a las manecillas su ímpetu, otras procurarían llevarles la contraria, regalándonos expresiones para imaginarnos la aparentemente dual dirección del movimiento circular. Había llaves y delgados destornilladores apenas del grueso de pipetas, trapos y limas de asperezas ascendentes, resortes, aros de liga, ganchos, pesos y contrapesos. Y, muy importante, una lámpara potente. Engranes, algunos con huecos y otros plenos de material, minaban el piso. Algunas huellas dejaban ver cómo era debajo del revestimiento tintineante de polvo de vidrio y aserrín de metal. Estas diminutas luces cúpreas y doradas centelleaban sobre casi todas las cosas; era imposible saber si ellas estaban hechas de todo lo demás, o si era al contrario.

Sobre un bulto tapizado de planos que debía ser una mesa, yacía el extraño armatoste que el relojero había terminado de ensamblar. Aún sintiendo hueca la boca del estómago, el cansado hombre se percató de que había obrado casi por inspiración. No tenía la más mínima noción de qué nombre llevaría este aparato, no estaba muy seguro de cuántas partes lo componían, o de qué funciones era capaz de realizar. El entusiasmo pareció escapársele por las puntas de los dedos porque fueron lo único que seguía cosquilleando cuando reacomodó distraídamente su bigote con los guantes sucios de cuero y, por fin, tomó la mariposa de cuerda. Un tronido sonoro le anunció el acomodo de un extremo de latón en el hueco apropiado, y giró y giró y giró. Escuchó las vueltas, círculos que tensaban todo el interior en distintas medidas, y que se manifestaron con golpecillos consonantes, como de campanas. Probablemente eran consecuencia de contactos, roces e intercambios imprevistos entre los componentes. Un lengüetazo al interior de algunas láminas delgadas anunció que todo estaba preparado. El relojero sopló emocionado con anticipación, y lo soltó para dejar al mamotreto hacer su gracia solo. El portento se balanceó casi con ingenuidad mientras alcanzaba a avanzar dos extensiones ruidosas que parecían sus piernas, por poco salvándose de caer, y momentos después, pareció imitar el giro curioso de una cabeza inquisitiva con torpeza.

El resto de la noche, el relojero lo pasó admirando boquiabierto las extrañas proezas de su invención. Cada vez que se le terminaba la cuerda, volvía a girar y girar y girar, para nuevamente observarlo menearse y crepitar con esos foráneos tronidos interiores. Llegó el momento en que no pudo más con su cansancio, y se libró de delantal, guantes, gafas protectoras y demás. El silencio volvió junto con su reposo análogo. El relojero cubrió el complicado mecanismo con un plástico grisáceo dándole una cariñosa palmada antes de dejarlo en la obscuridad. A tres pasos de su taller estaba la entrada a su habitación, deslumbrante por el radiante Sol. En la mañana lo doraba todo y rellenaba cada cuarto con un calor que en este momento le pareció sofocante. Se hubiera lanzado a su cama sin más de no haber sido porque su gato había esperado toda la noche su cena sin recibirla, y el familiar maullido dio al hombre un breve remordimiento, imaginando el tiempo que pasó el pobre animal en vilo. Ni un milímetro desaprovechó el gato moviéndose con una seguridad envidiable a través de los filos de los muebles, apenas miró las croquetas caer en su plato. Alimentándose la mascota ronroneante y habiendo él cerrado las gruesas cortinas para no ver nada del Sol, el relojero se dejó caer satisfecho por fin en su cama y durmió largamente.

Ciegos y Sordos con fe

Oirán, pero no entenderán, y, por más que miren, no verán.

Mt. 13, 14

La fe en la ciencia es ciega. Quien se percata de la facilidad con la que se divulgan los cuentos más maravillosos que han escuchado oídos humanos; siempre que éstos estén respaldados por cualquier investigación llevada a cabo por hombres que portan bata blanca, no cesa de criticar tal fe.

Pero, hay algo que quizá muchos críticos de la fe en la ciencia no han notado, me refiero a su propia sordera, pues no todos los que ven la ceguera de la fe en la ciencia son capaces de escuchar a los otros porque se quedan ensimismados ante el sonido de su propia voz.

Unos quedan ciegos por ver todo el tiempo hacia afuera sin antes preguntarse cómo es que ven y se dan cuenta, y los otros sólo atienden los latidos de su propio corazón y no quieren saber de nada que les contraríe sus caprichos y deseos más irracionales. Tal pareciera que entre gritos y resplandores la esperanza de volver a ver y oír se pierde para siempre.

Tanto ciegos como sordos comparten algo esencial sin darse cuenta, ambos son viciosos en algún sentido, los ciegos carecen de la vista a causa de su confianza extrema en la luz que da la razón; los sordos, en cambio, carecen de la capacidad para escuchar y entender por su confianza en los sonidos que salen de las profundidades de su corazón.

Ambos carecen de facultades diferentes y ambos tienen fe en sí mismos y en su capacidad para entender el mundo sin que tenga que asistir a ello otro, por lo que no es de extrañar que estos ciegos sólo aspiren a guiar a otros ciegos y que estos sordos se limiten a reír sonoramente cuando los ciegos divulgan lo que ven, sin ofrecer con ello alguna esperanza para el hombre.

 

Maigo.

 

Despedida

Despedida

Morirá a los 33. Eso es seguro y no es ningún vaticinio; los médicos lo han desahuciado y sus amigos sólo estamos esperando la llamada. Morirá a los 33, en unos cuantos días. Lo veo tranquilo, dedicado a la oración, seguro en su fe. Pudimos platicar a solas la mañana del jueves, antes de su traslado a la cama en que morirá. Rezamos juntos. Nos veíamos por última vez. No sabíamos cómo comenzar. Mirándolo, le dije como en broma: “me robaste la idea, yo quiero morir a la edad de López Velarde”. Él captó inmediatamente: “¿y entonces quién tenía razón, Sheridan o Zaid?, ¿de qué murió Ramón?”. Ambos sabíamos que en realidad el tema no era el poeta jerezano y la enfermedad que lo llevó a la muerte, sino el cura lópezvelardiano que moría frente a mí y la enfermedad que lo está matando.

La imagen es cruel: antes, un cura entusiasta que se levantó esperanzado entre su comunidad con intención de fortalecer la Iglesia, que alegre extravertió la fe de sus feligreses y colmó su templo los domingos por la mañana de católicos deseosos de saber; ahora, un hombre que se deshila en una cama apenas asido al ave del rosario, que se oculta solitario en la habitación de un hospital detrás de su piel tímida y demacrada, que intenta compensar con una sonrisa seca el agrio olor del sida que inunda el cuarto.

“No es correcto que te nieguen”, le advertí. “Tenemos que vivir en la negación; tú lo sabes”, me contestó. Nunca pude persuadirlo de que la Iglesia cometía un grave error al aceptar la noción moderna de cuerpo, pues eso lo condenaba a negarse, y doblemente. Nunca pude persuadirlo de la diferencia entre la homosexualidad y el amor oscuro. Nunca pude, en fin, convencerlo de que la enseñanza del Evangelio va mucho más allá de los dogmas de la sexualidad contemporánea. Y no era momento de volver a discutirlo, la enfermedad nos lo negaba y, ahora entiendo, en las pláticas anteriores nos lo negó. Tenía que vivir en la negación, su frase tenía más sentido del que en un principio le concedí.

“Es como el final de la novela aquella; tu idea de la sangre derramada: el sida es la verdadera sangre marchita que clama al cielo”, me dijo. Yo ya no lo recordaba. Le había prestado Otros días, otros años de Luis González de Alba. Cuando platicamos de ella le dije que siempre había querido hacer una reseña del libro, pues tras su aparente sencillez me parece encontrar una idea inquietante. Superficialmente, la novela es un recorrido memorioso del autor respecto de dos temas: el 68 mexicano y la primera muerte por sida que en un cercano (muy cercano) vivió el autor. Al final de la novela uno queda con la sensación de que el 68 no fue tan dramático como la izquierda lo pregona, y que el sida es consecuencia del desenfreno, como lo pregona la derecha. Lo que no queda muy claro es qué da unidad a ambos temas, más allá del autor. (A veces los autores son así, escriben de una cosa para decir realmente otra; a veces los lectores no se dan cuenta, a veces sí, y eso hace que la lectura sea distinta a la unanimidad de algunas plazas). Sospechaba yo al terminar el libro, y lo sigo sospechando ahora, que el único elemento común es la sangre: la derramada el 2 de octubre de 1968 y la infectada por el sida. Y afirmaba, y afirmo ahora, que la gran enseñanza del libro es la insensibilidad de las doxologías políticas para ver un drama mucho más discreto que una masacre, pero no por ello menos importante. Si al 68 se llegó por la cerrazón política de ambos lados: la negación de la libertad política del lado del gobierno y la falta de responsabilidad de la izquierda revolucionaria del lado de los estudiantes; al drama del sida llegamos por la falta de libertad que condena a la clandestinidad y la falta de responsabilidad de quien se regodea en dicha clandestinidad. Es fácil conmoverse por la sangre derramada en la Plaza de las Tres Culturas, el verdadero reto es entender por qué el sida es más trágico. “Clama al cielo, pero la medicina silencia ese clamor, ¿no lo crees?”, le contesté. “¿La medicina también nos niega?”, me interrogó. “Sí, y a esa negación le llama sexualidad”.

“¿Y esto lo vas a escribir?”, preguntó. “No sé, que no tengo ni idea de cómo hacerlo”. “¿A quién podría interesar?”, concluyó. Yo lo sabía, sus feligreses, que habían aumentado considerablemente pues «este padre explica muy bonito», no debían enterarse de la causa de su muerte, pues no tenemos ganada la batalla contra la murmuración; sus padres, apenas se les va a avisar de la enfermedad y tardarán algún tiempo en venir a verlo, ¿ellos, esa humilde pareja de la sierra cuyo hijo sacerdote es su mayor orgullo, lo entenderían?; quizá sólo escribirlo por la razón que compartimos, que nos amistó y que en algún momento perfiló un cúmulo más de planes irrealizables: la esperanza.

Él morirá a los 33. Habíamos pensado que viviría muchos años predicando, que con la comunidad podríamos fortalecer la misión pastoral, que juntos combatiríamos al sapo verduzco y que el mundo podría ser un poquito mejor. Ahora esos planes conjuntos son imposibles. Él morirá a los 33. Yo quedo con menos compañía, con la añoranza de un amigo y sin confesor. Al menos sabemos que nos volveremos a encontrar. Dios lo bendiga.

Námaste Heptákis

Coletilla. “La espantosa caída en las manos de Dios que parece ser siempre la muerte como aparición del pecado, es en realidad el grito del Señor mismo: «en tus manos encomiendo mi espíritu»”. Karl Rahner

Fotografía de una calle

Todo empezó con una fotografía. «Si tuviera suficientes fotos –pensó el genio inventor Elpisiano Anquilón–, podría imaginar toda la calle». Esa noche se la había pasado contemplando la vieja fotografía en la que se apreciaba uno de sus tíos cuando era niño, corriendo en el patio de ésta que ahora era su casa (el tío se había mudado ya hace mucho), y en cuyos bordes se alcanzaban a adivinar porciones de la calle. ¿Cómo habría sido? Algunas cosas no existían ya, como esa maceta o aquella base para alimento de pájaro; pero muchas otras se veían aún: la acera, la casa del vecino de la izquierda (sin su remodelación, claro), el modo en que se inclinaba el Sol. Había tratado de hacerse una idea por horas sin descanso ni fruto de qué demonios había en la esquina de su cuadra en ese entonces. Esa noche fue la que tuvo por primera vez la idea: «Si tuviera una fotografía como ésta, pero de cada posible punto en la calle, podría imaginarla entera».

Por alguna razón, mirar a su tío con la playerita blanca e imaginar a su madre metida en la casa, teniendo las preocupaciones que hayan tenido en un día de hace tantos años, tal vez ayudando a hacer de comer la sopa de habas que hacía su abuela, lo hacía sentir una nostalgia pesada como un ancla. Estaba seguro de que los ojos de ese niño no tenían la tristeza de estos tiempos. «En ese entonces había esperanza. En ese entonces creían que estaba en sus manos mejorar las cosas; ahora ya es tarde, ya ningún niño tiene esos ojos», pensaba. Cómo le habría gustado estar allí, y no aquí –que eran el mismo lugar, dicho de paso–.

Esa noche encendió la hoguera. El ingeniero Elpisiano se dirigió meses después a todos los inversionistas que pudo encontrar con su idea. Ésta era más ambiciosa que los mapas satelitales, más costosa que los viajes virtuales a los museos importantes, más completa que todas las descripciones de todos los Atlas de todos los tiempos: un lugar virtual exacto. Contendría la imagen completa de todos los sonidos, aromas, colores, texturas, circunstancias, efectos, rincones, secretos… en general, haría acopio de todo lo que los armatostes ingenieriles pudieran captar para grabar en un instante la calle de su casa y poder mostrársela a sus hijos y nietos exactamente así como era hoy, sin importar el momento del tiempo en el que estuvieran. Siempre que quisiera podría caminar ese día y revivirlo. Nunca más se perderían en las voraces corrientes del reloj los eventos que hacían a esa casa ser lo que era, ni a él ser lo que era entonces. Entonces sería siempre.

Pero el proyecto no terminó allí. La idea, que casi de inmediato maravilló a las grandes compañías que lucraban con la nostalgia de los inadaptados al veloz cambio de las grandes compañías, fue reforzándose, cada ola más poderosa, cada ventarrón más voraz. Del mercado de las interacciones por internet pasó a enamorar a los historiadores (que suelen sentir amor por pocas cosas), a los científicos, a los gobernantes de los países predominantes, y al mundo entero. Conforme esta empresa avanzaba, la dureza del presente parecía doler más y más. Ya no quedaba mucho, y lo sabían bien.

El mapeo global de cada calle de cada ciudad de todo el mundo tardó tanto tiempo, que para cuando terminaron la primera muestra de imagen completa en sus tres dimensiones, ya habían pasado cincuenta años de que se tomaron las primeras fotografías de la calle del ya entonces difunto inventor. Pero su legado estaba por fin en las manos de todos, tal como lo soñó. Miles de millones de seres humanos de todo el planeta pudieron experimentar durante todas sus vidas el seductor placer de transitar las calles de un mundo que no era el suyo, de una época en que las cosas eran más sencillas, cuando los ojos de los niños aún brillaban y los padres confiaban en el porvenir; antes de que todas las compañías internacionales se volvieran mucho más poderosas que los países mismos y que El Sistema (tan odiado por todos) gobernara cada movimiento de sus vidas con sus lazos invisibles e impersonales. Por fin todos los miembros de la unida humanidad pudieron descansar en las tranquilas calles de un tiempo antes de que los grandes inventores hubieran hecho del mundo un lugar detestable, inerte y sin esperanza.

Compromiso

He aquí la esclava del señor

Lc. 1,38

 

 

Quien se compromete para algo, se promete a sí, busca hacer lo que le es propio para que el otro haga lo mismo. Esto es lo que hace María al aceptar la voluntad del creador, y no lo hace a ciegas ni a la ligera como pareciera que lo hacemos todos. Ella sabe que el compromiso implica una alianza y ésta trae consigo obediencia y responsabilidad, la primera exige el silencio de quien sabe escuchar, y la capacidad de guardar en el corazón aquello que por prudencia no debe mostrarse al mundo cuando el tiempo no ha llegado; la segunda exige el desvelo y la fuerza para mandar lo imposible cuando el tiempo es propio para ello.

María, al pie de la cruz, es imagen de lo ocurre cuando en el compromiso se unen obediencia y responsabilidad, su corazón es atravesado por la más filosa de las espadas, pues al mismo tiempo ve sucumbir al hijo y al salvador, pero ese dolor no ahoga la esperanza que tuviera cuando treinta y tres años atrás dijera “Hágase en mí según tu palabra”.

 

Maigo

 

 

Homenaje a un maestro

Homenaje a un maestro

A 125 años del nacimiento de Alfonso Reyes

Lo difícil no es mantener a los maestros en el recuerdo, sino evitar defraudarlos. Es sencillo y fácil, tanto en su planeación, preparación y ejecución, hacer un homenaje público; la receta es sencilla:
1. Agradecer humildemente al organizador que permita al auditorio engalanarse con su presencia (si el organizador no es de su agrado, es necesario elogiar públicamente la inteligencia del mismo por darle al público la oportunidad de gozar de la presencia del homenajeante).
2. Comenzar la alocución por la exposición de la relación que tiene el homenajeado con el homenajeante, a fin de permitir al segundo divertir al auditorio con agradable anécdotas sobre su persona, su vida y su inteligencia, sin por ello ocultar la dicha de que el homenajeado lo hubiese conocido.
3. Expresar muy enfáticamente que a su juicio, y no sólo a su opinión, él considera perfectamente justo, sobrio y de buen gusto, que el homenajeado no sólo reciba un homenaje, sino que merezca ser homenajeado por él.
4. Si la situación lo permite, y el homenaje no es de cuerpo presente, al terminar el discurso el homenajeante se levanta de su lugar, acude al del homenajeado, lo abraza palmeando visiblemente sobre su espalda y posa para la foto. (Es muy importante, en estos casos, cuidar la postura y la apariencia que quedará plasmada para la inmortalidad de los cinco minutos de fama que regala la foto. Si el homenajeado es más bajo o de la misma estatura del homenajeante, el segundo debe pasar su brazo sobre el hombro del primero; si el primero está enfermo o es anciano, la mano debe colocarse en el hombro señalando protección; si el primero es coetáneo y sano, el segundo ha de colocar la mano sobre el hombro sin mostrar los dedos al ojo indiscreto de la cámara, denotando su dominio de la situación. Si el homenajeado es de mayor estatura que el homenajeante, el segundo debe evitar pasar el brazo por la espalda del primero, pues parecería abrazo de compadrazgo y camaradería, lo cual es de mal gusto en la industria del homenaje. Si acaso se lleva saco y corbata, se ha de evitar que el saco desabotonado descubra la camisa, porque eso es para foto de boda familiar. Si con motivo del homenaje se dio una placa o un distintivo, lo correcto es que el homenajeante semeje dárselo al homenajeado, pues así afirmará su superioridad, galanura y calidad académica, sensual y moral).
Lo que no es sencillo es mantener presentes las enseñanzas de los maestros en la vida diaria, en todas nuestras actividades, en nuestro modo de vida.

Gadamer dijo que al escribir sentía la presencia de Heidegger sobre su hombro. Juan de Mairena decía a sus discípulos que lo único para lo que podía prepararlos era para la vida. Y Borges, en una de sus mejores páginas, afirmaba que el maestro genuino transforma la vida con su sola presencia. Podríamos creer que la imaginada presencia del maestro de Gadamer nos privó de errores e imprecisiones; que el imaginado maestro (de educación física) que es Juan de Mairena ha enriquecido la vida socrática de algunos de sus lectores; pero de la presencia real y vital del maestro de Borges en la vida de sus discípulos podemos presentar más de un caso memorable.

Creo que los dos grandes frutos del maestro Pedro Henríquez Ureña son Jorge Luis Borges y Alfonso Reyes, sin por ello desdeñar al notabilísimo resto de humanistas que de Nueva York a Buenos Aires, y de México a Madrid, entusiasta y preocupado, dedicado y muy vivaz, don Pedro cultivó.

Casi nadie regatea los méritos a Borges; pero Reyes no cuenta con la misma suerte. Casi todos los medianamente cultos pueden mencionar los títulos de algún poema, algún cuento y algún ensayo del argentino, y acaso juntar con gran esfuerzo dos de esos tres títulos para el caso del mexicano. Casi todos pueden afirmar que han leído a Borges, aunque no hayan cubierto ni una tercera parte de su obra completa; mientras las obras de Reyes (26 tomos de obra terminada, 8 tomos del diario, 2 tomos de documentos oficiales, 2 opúsculos, 8 tomos de cuadernos de notas, 82 epistolarios… y contando) son una leyenda de referencia segura para el intelectual de domingo: “pues Reyes dice que las bacterias tienen su propia cámara legislativa; está en algún tomo de sus obras” (Nunca, lector, nunca preguntes a quien así afirma en qué tomo lo dijo Reyes, pues perderás la amistad del jactancioso, se te tachará de cuadrado positivista y, aun peor, podrías quedar exhibido como alguien que no puede sopesar la respuesta); son, en el mejor de los casos, resguardadores del polvo y las buenas intenciones en los estantes de las librerías y bibliotecas. Razones para esta diferencia hay muchas, verdades sobre ella quizás esperan a ser descubiertas, quizás aguardan en los arcanos de la humanidad; seguro es, lector, que yo no te las diré.

En la correspondencia entre Borges y Reyes resalta un elemento más en la contraposición de ambos personajes. Mientras Alfonso alienta a Borges a la amistad, a la claridad de la pluma franca; Jorge Luis responde a Reyes con seriedad estupefacta, con la fina precisión de un hombre creativo. Las cartas entre Reyes y Borges no logran reunirse en un tono común, aun cuando no mediaba disgusto entre ellos. Todo parece indicar que ambos convivieron bien, que se estimaron, que fueron buenos compañeros en común esfuerzo que fue Sur. ¿Por qué las cartas no logran la unidad que sí se logra en otros casos?

De acuerdo al poema luctuoso que Borges dedicó a Reyes, el argentino veía en el regiomontano la perfección del escritor y la del hombre, no sólo un círculo de perfección, sino una esfera de sabiduría. No sería exagerado decir que, para Borges, Alfonso Reyes fue la forma humana de la esfera de Pascal. (No está de más recordar aquí que cuando José Ortega y Gasset visitó Argentina y se molestó por una pregunta teórica del poeta Reyes, el cuentista Borges comentó aquella tarde que el filósofo sabía muchas cosas, pero él pudo ver que el verdadero sabio era el poeta [José Gaos, siempre reconociendo su deuda con Ortega, le dice a Reyes que él es su verdadero maestro]). Don Alfonso, en cambio, escribe en su diario y en las cartas de sus primeros días en Argentina que ha podido conocer a gente muy importante, valiosa e inteligente. De Borges, particularmente, Reyes reconoce su brillante inteligencia y su inigualable gusto por saberlo y leerlo todo. No sería exagerado decir que, para Reyes, Jorge Luis Borges fue la gran promesa de las letras hispanas. El contraste es, sin duda, interesante. De un lado, la perfección acabada y completa; del otro, la promesa de perfección y el reconocimiento de la necesidad del cuidado para llegar a ella. De un lado, el juicio de un escritor que quiere coescribir la vida de un personaje; del otro, el producto de un creador que se enorgullece de su obra. De un lado, Borges el creador; del otro, Reyes el escritor. Mediando entrambos, Pedro Henríquez Ureña, el maestro que de un lado perfeccionó la escritura y del otro animó la creación. ¿Cómo lo hizo?

Dice Borges en su página perfecta sobre su maestro que por su sola presencia Pedro Henríquez Ureña apelaba a la perfección de sus discípulos. Supongo que el joven Borges, queriendo saberlo y leerlo todo, concibió su obra como una creación perfecta, en el sentido bíblico, porque tomó su formación como apostolado, como perfección discipular: la sola presencia del maestro Heríquez Ureña gritaba ¡Sed Perfectos!

En las cartas de juventud entre Alfonso Reyes y Pedro Henríquez Ureña resalta notablemente la labor propedéutica del maestro, quien exhorta al discípulo a lograr la plena claridad de la pluma en el ejercicio más sincero y franco del hombre: la amistad. Henríquez Ureña enseña a Reyes que, si acaso pueden ser amigos, deben ser completamente francos, completamente entregados a la vida del escritor, completamente dados a leerse, escribirse y coescribirse, pues sólo así podrían exhortarse mutuamente a la virtud.

¿El discípulo como apóstol o como amigo? Esa es la pregunta central del verdadero maestro. ¿Cómo evito defraudar a mis maestros? Debería ser la pregunta central del verdadero discípulo. Sin estas preguntas, la verdadera educación carece de sentido.

Námaste Heptákis

Invitación. El Colegio Nacional invita al ciclo de conferencias “Fundadores de la novela o cómo escribir un género que no existe”, que impartirá el escritor Juan Villoro de acuerdo a los siguientes temas y fechas:
Jueves 29 de mayo – Cervantes: la novela fronteriza
Martes 3 de junio – Defoe: la invención de la realidad
Jueves 5 de junio – Goethe: narrar para conocer
Martes 10 de junio – Gógol: el atrevimiento de reír
Todas las conferencias serán a las 19 horas. La entrada es libre. Y habrá transmisión en vivo por la página del Colegio.

Coletilla. El día de ayer, 16 de mayo, en el diario Reforma, Juan Villoro tomó por pretexto un hecho noticioso para practicar el ensayo en su más bello estilo; lo comparto. Se intitula “Limbo”.
Esta semana el músico de rock Gustavo Cerati cumple cuatro años en coma. La medicina permite la existencia de seres fronterizos que duermen entre la vida y la muerte. Un artista del sonido y de la furia vegeta sin diagnóstico preciso. Aunque cuatro años parecen demasiados, la conjetura de un posible retorno impide retirar los cables.
En 1992 publiqué la novela para niños El profesor Zíper y la fabulosa guitarra eléctrica, donde un rockero cae en coma y revive gracias a que escucha su propia música. La idea de que un cuerpo se cura con lo mejor de sí mismo sirve para contar una fábula, no para aliviar a un enfermo sujeto a las restrictivas normas de lo real. Las canciones de Soda Stereo suenan sin ser escuchadas por el artista que las concibió.
Si Cerati despertara, los principales efectos secundarios de su enfermedad serían la ausencia de recuerdos y la ignorancia de lo ocurrido en ese lapso. Alguien debería ponerlo al tanto.
Esto lleva a un predicamento moral: ¿vale la pena decir qué ha sucedido?, ¿no sería mejor contar una historia alterna?
Cerati murió en vísperas del Mundial de Sudáfrica. ¿Habría que alentarlo en su recuperación, diciéndole que Argentina ganó la Copa y Maradona logró como entrenador lo mismo que como futbolista y Messi se consagró como su indiscutible sucesor?
En el ambiente encapsulado de la convalecencia, el cantante podría someterse a un tratamiento ilusorio, de noticias positivas, donde el peronismo fuera una forma de la sensatez y la autocrítica, y los músicos cobraran derechos por todas las canciones que circulan en la red.
Sospecho que este reforzamiento positivo sería más necesario para nosotros que para él. La verdad sea dicha, da vergüenza confesar que en cuatro años casi nada ha mejorado.
Ya fuera del hospital, Cerati pasaría a la zona impura donde existen las verdades. Pese a todo, algunas son alentadoras y producen el asombro de lo inverosímil. Sería más fácil que Cerati creyera en otro triunfo de Maradona que en un Papa argentino, dispuesto a cambiar las normas medievales de la Iglesia.
Acaso el doble milagro de la resurrección y del primer Papa llamado Francisco -pobre entre los pobres-, harían que el cantante asumiera una férrea devoción. Quienes sobreviven a catástrofes extremas suelen asumir una honda espiritualidad y regresar al lugar de su accidente como a un santuario. Todo esto no es sino una exagerada especulación. Por desgracia, la mayoría de las verdades no son estimulantes ni curativas. Antes de actualizar a Cerati, convendría responder a sus preguntas con el piadoso recurso de cambiar de tema.
Quienes se encuentran en coma ponen en entredicho lo que hacemos. Su eclipse mide nuestro tiempo. Si abrieran los ojos, ¿podríamos justificarnos ante ellos o sentiríamos la tentación de meter la basura bajo la alfombra? Entre dos orillas, los seres intermedios nos desafían a demostrar que vale la pena seguir de este lado.
En demasiadas ocasiones, el rock ha obligado a repetir la consigna griega de que los favoritos de los dioses mueren jóvenes. El caso de Cerati se aparta de esa romántica necrología. No pertenece al club suicida de Jim Morrison, Janis Joplin, Amy Winehouse, Jimi Hendrix, Brian Jones o Kurt Cobain. Tampoco es heredero de la estirpe de Keith Richards o Lou Reed, profetas del acabamiento que se salvaron sin repudiar su gusto por las calaveras. Para Richards y Reed, la angustia de estar vivo no se supera buscando la felicidad ni adoptando enternecedoras mascotas. Su oscura ruta de superación personal consiste en que la autodestrucción fracase.
Lejos de esas actitudes, el líder de Soda Stereo llevó al rock en español a un plano superior. Su vitalidad fue del tamaño de los estadios que llenó. No buscó el sacrificio ni el martirio. Su destino es tan inexplicable que obliga a cuestionar el nuestro.
«La música, misteriosa forma del tiempo», escribió Borges. Gustavo Cerati mejoró una época tan difícil como todas las épocas.
Desde 2005, el Vaticano hizo que el limbo desapareciera. La tierra media entre el infierno y el paraíso, a la que iban a dar los niños sin bautizar, fue erradicada por los teólogos para refugiarse entre nosotros.
La realidad está mal hecha. Falta justicia y sobran moscas. Curiosamente, la lograda representación de esa realidad es la forma más convincente y extraña del placer. El limbo existe, pero también el arte.
Cerati merecería de un relato a la altura de su música: no un informe sobre los defectos del mundo, sino uno novela para sobrellevar el mundo.