Despedida
Morirá a los 33. Eso es seguro y no es ningún vaticinio; los médicos lo han desahuciado y sus amigos sólo estamos esperando la llamada. Morirá a los 33, en unos cuantos días. Lo veo tranquilo, dedicado a la oración, seguro en su fe. Pudimos platicar a solas la mañana del jueves, antes de su traslado a la cama en que morirá. Rezamos juntos. Nos veíamos por última vez. No sabíamos cómo comenzar. Mirándolo, le dije como en broma: “me robaste la idea, yo quiero morir a la edad de López Velarde”. Él captó inmediatamente: “¿y entonces quién tenía razón, Sheridan o Zaid?, ¿de qué murió Ramón?”. Ambos sabíamos que en realidad el tema no era el poeta jerezano y la enfermedad que lo llevó a la muerte, sino el cura lópezvelardiano que moría frente a mí y la enfermedad que lo está matando.
La imagen es cruel: antes, un cura entusiasta que se levantó esperanzado entre su comunidad con intención de fortalecer la Iglesia, que alegre extravertió la fe de sus feligreses y colmó su templo los domingos por la mañana de católicos deseosos de saber; ahora, un hombre que se deshila en una cama apenas asido al ave del rosario, que se oculta solitario en la habitación de un hospital detrás de su piel tímida y demacrada, que intenta compensar con una sonrisa seca el agrio olor del sida que inunda el cuarto.
“No es correcto que te nieguen”, le advertí. “Tenemos que vivir en la negación; tú lo sabes”, me contestó. Nunca pude persuadirlo de que la Iglesia cometía un grave error al aceptar la noción moderna de cuerpo, pues eso lo condenaba a negarse, y doblemente. Nunca pude persuadirlo de la diferencia entre la homosexualidad y el amor oscuro. Nunca pude, en fin, convencerlo de que la enseñanza del Evangelio va mucho más allá de los dogmas de la sexualidad contemporánea. Y no era momento de volver a discutirlo, la enfermedad nos lo negaba y, ahora entiendo, en las pláticas anteriores nos lo negó. Tenía que vivir en la negación, su frase tenía más sentido del que en un principio le concedí.
“Es como el final de la novela aquella; tu idea de la sangre derramada: el sida es la verdadera sangre marchita que clama al cielo”, me dijo. Yo ya no lo recordaba. Le había prestado Otros días, otros años de Luis González de Alba. Cuando platicamos de ella le dije que siempre había querido hacer una reseña del libro, pues tras su aparente sencillez me parece encontrar una idea inquietante. Superficialmente, la novela es un recorrido memorioso del autor respecto de dos temas: el 68 mexicano y la primera muerte por sida que en un cercano (muy cercano) vivió el autor. Al final de la novela uno queda con la sensación de que el 68 no fue tan dramático como la izquierda lo pregona, y que el sida es consecuencia del desenfreno, como lo pregona la derecha. Lo que no queda muy claro es qué da unidad a ambos temas, más allá del autor. (A veces los autores son así, escriben de una cosa para decir realmente otra; a veces los lectores no se dan cuenta, a veces sí, y eso hace que la lectura sea distinta a la unanimidad de algunas plazas). Sospechaba yo al terminar el libro, y lo sigo sospechando ahora, que el único elemento común es la sangre: la derramada el 2 de octubre de 1968 y la infectada por el sida. Y afirmaba, y afirmo ahora, que la gran enseñanza del libro es la insensibilidad de las doxologías políticas para ver un drama mucho más discreto que una masacre, pero no por ello menos importante. Si al 68 se llegó por la cerrazón política de ambos lados: la negación de la libertad política del lado del gobierno y la falta de responsabilidad de la izquierda revolucionaria del lado de los estudiantes; al drama del sida llegamos por la falta de libertad que condena a la clandestinidad y la falta de responsabilidad de quien se regodea en dicha clandestinidad. Es fácil conmoverse por la sangre derramada en la Plaza de las Tres Culturas, el verdadero reto es entender por qué el sida es más trágico. “Clama al cielo, pero la medicina silencia ese clamor, ¿no lo crees?”, le contesté. “¿La medicina también nos niega?”, me interrogó. “Sí, y a esa negación le llama sexualidad”.
“¿Y esto lo vas a escribir?”, preguntó. “No sé, que no tengo ni idea de cómo hacerlo”. “¿A quién podría interesar?”, concluyó. Yo lo sabía, sus feligreses, que habían aumentado considerablemente pues «este padre explica muy bonito», no debían enterarse de la causa de su muerte, pues no tenemos ganada la batalla contra la murmuración; sus padres, apenas se les va a avisar de la enfermedad y tardarán algún tiempo en venir a verlo, ¿ellos, esa humilde pareja de la sierra cuyo hijo sacerdote es su mayor orgullo, lo entenderían?; quizá sólo escribirlo por la razón que compartimos, que nos amistó y que en algún momento perfiló un cúmulo más de planes irrealizables: la esperanza.
Él morirá a los 33. Habíamos pensado que viviría muchos años predicando, que con la comunidad podríamos fortalecer la misión pastoral, que juntos combatiríamos al sapo verduzco y que el mundo podría ser un poquito mejor. Ahora esos planes conjuntos son imposibles. Él morirá a los 33. Yo quedo con menos compañía, con la añoranza de un amigo y sin confesor. Al menos sabemos que nos volveremos a encontrar. Dios lo bendiga.
Námaste Heptákis
Coletilla. “La espantosa caída en las manos de Dios que parece ser siempre la muerte como aparición del pecado, es en realidad el grito del Señor mismo: «en tus manos encomiendo mi espíritu»”. Karl Rahner