Breve enseñanza

Una de las cosas más valiosas que puede enseñar un maestro es que, en efecto, la maestría es posible y preferible.

Hablar en el desierto

El amor por la palabra mueve: a veces mueve a las pesadas montañas, y otras veces sólo mueve los labios burlones de quienes dicen ver en la palabra algo tan valioso como para no pronunciarla nunca. El que ama la palabra cuida lo que dice y lo que hace, porque sabe que el decir es un hacer y que el hacer es un modo del decir; en cambio, el que se finge amante de la palabra se finge cuidadoso de la misma, y no siente reparo en decir una cosa y hacer lo contrario, pretende callar cuando habla y evita a toda costa el juicio silencioso de quien mejor lo ve.

La burla hacia el amante que habla, incluso en el desierto, se nutre del vacío aplauso que otorga un público ciego y al mismo tiempo carente de amor por la palabra y de respeto hacia sí. Al burlón no le importa bailar y embriagarse, todo lo deja sin reparo con tal de tener en bandeja de plata el silencio eterno de quien le muestra, como espejo, su rostro y por ende la falsedad de su amor.

Quien ama a la palabra respeta lo que dice porque se sabe un ser de palabra, y si bien cuida lo que dice su cuidado no lo sumerge en el silencio y como Juan Bautista se pronuncia sin importar que eso ocurra en medio del desierto.

 

Maigo

Sildenafil para el alma

Sildenafil para el alma

Ya no doy conferencias. Políticamente derrotado y socialmente difamado, los micrófonos públicos sólo se me prestan por lástima. Si vuelvo a hablar en público sólo será como un vaporoso fue o un nostálgico pudo ser; ya no, por cierto, como un es. Mi vida pública es la de un fantasma. Entre los fantasmas que alberga este fantasma, uno se ha aparecido insistentemente en la memoria durante los últimos días. Siempre quise hacer dos bromas en las conferencias. La primera no la hice porque hace dos años descubrí que me la había ganado don José de la Colina; ¡y es insensato pretender igualarse a ese genio que admiro tanto! La segunda, en cambio, nunca tuvo su ocasión. Convencido de que el idiolecto de los profesionales imposibilita la comunicación en las conferencias y que buena parte del público sólo espera ansioso su solemne participación única (los aplausos) y que sólo por ese momento justifican su estancia (no quiero que se piense que subestimo al público de las conferencias, al contrario, reconozco la importancia de su labor: por los aplausos nos enteramos del cambio de conferencista, recirculamos el aire pestilente del auditorio y marcamos el ritmo del ciclo circadiano de los presentes, indispensable para la salud de la concurrencia y por ello para el desarrollo del país, la democracia y nuestro padre el PRI que todo lo ve y todo lo oye), siempre quise escribir un discurso intencionadamente incoherente, premeditadamente disparatado y evidentemente absurdo, pero con lenguaje sofisticado, un riguroso aparato crítico, citas en siete idiomas (sin que falte el francés, por supuesto), y, obviamente, múltiples menciones al intelectual de moda entre la prole kitsch del Pedregal. No esperaba una reacción airada (un profesional no puede airarse por una idea, pues es tolerante a priori; si acaso, sólo se permite airarse por el capitalismo, la explotación de los obreros desconocidos y los cachorritos abandonados) o un severo desenmascaramiento (un intelectual que se respete nunca enfrenta a otro, pues de lo contrario podría perder la oportunidad de que alguien en un futuro rasque su espalda), pues mi experiencia me aseguraba que eso no pasa entre civilizados universitarios del tercer mundo. En conferencias insulté a mis talentosos compañeros de mesa y me burlé de mi atento auditorio… nunca pasó nada. Más de una vez, conferenciando, espeté afirmaciones falsas… nadie objetó nada. (Te confieso, lector, que incluso en mi tesis de licenciatura adjudiqué intencionadamente una conocida frase de un reconocido escritor a un erróneo e igualmente reconocido escritor… nadie, que yo sepa, lo notó… nadie, que yo sepa, lo ha notado… nadie, que yo sepa, lo notará). Sólo una cosa hubiese esperado con mi broma: confirmar mi sospecha. Sospecho que las conferencias son exitosas porque son un apapacho al ánimo de los universitarios, el caldito de pollo a su resfriado existencial, o, más exactamente, su sildenafil intelectual.
Esterilizados por la educación tecnocrática de las universidades, los profesionales pueden copular en cuanta página se encuentren y con cuanto autor que se descuide tengan a la mano, sin lograr nada. Impotentes para parir ideas o disfrutar la espontaneidad creativa del pensar en lo oscuro de la noche, se intentan lucir con el kamasutra del buen citar, la luz de neón de la especialidad y los fallidos piropos del lenguaje técnico. Solitarios en su vanidad, les importa más deleitarse con su voz que con sus ideas, asumen sin problema que en un mundo indiferente su voz pública es música de fondo para no pensar en serio. Se atiborran de materia intelectual como quien pone toda su esperanza en el viagra… y al final acaban precoces en la autocomplacencia de un Onán espiritual. ¡Y a nadie le importa!
No hice aquella broma, ni intenté asumir el papel de la farsa, porque al final sólo hubiese recibido aplausos. Pero yo sí creo en el pecado, y estoy convencido que la pornografía no es buena para el alma. Por eso ya no puedo ser profesor.

Námaste Heptákis

Coletilla. Ayer, en el diario Milenio, Rafael Pérez Gay publicó “Breve historia de mi madre” que comparto a continuación.
Debe ser la edad. Siempre detesté el Día de la Madre, su cauda de frases cursis, su estela de fotografías de ancianas venerables. Pero de un tiempo a esta parte, la celebración me recuerda mi orfandad incurable, es decir, me trae a mi madre del polvo en que la convertimos resuelta en memoria. La memoria es el Dios de los ateos. Viene mi madre durante el temblor a decirme que salga de inmediato, que me tardo, que soy una barbaridad, que siempre he sido un tarambana, un ojo alegre, el vivo retrato de mi padre.
Viene mi madre a buscarme a la escuela primaria José Mariano Fernández Lara. Llega tarde, una hora de tortura en el patio escolar después de que ha sonado el timbre de salida. El retraso me desvencija y lloro. Por fin llega mi mamá y yo le reclamo con una rabia desconocida:
—No llegabas.
—¿Tú crees que yo te dejaría abandonado?
—No.
—Entonces, ¿por qué lloras?
—No sé —le respondo aliviado desde mis ocho años.
Mi madre y el hígado encebollado forman un capítulo de novela. Ella vivió convencida de que el hígado proveía de una fuerza física impresionante y que estimulaba la inteligencia. Cuando me sacaba un diez en materias difíciles, ella sabía el secreto:
—El hígado nunca falla —decía orgullosa de la alimentación con que me volvía un niño fuerte e inteligente.
Muchos años después, la medicina desacreditó al hígado de res y lo remitió a la lista de alimentos peligrosos. Según esto, el hígado consiste en una bomba de triglicéridos capaz de estallar el corazón de un adolescente enamorado. Mi madre se hundió en el desaliento y luego desconfió:
—No saben nada, inventos, mentiras, propaganda —cuando mi madre descalificaba seriamente algo siempre utilizaba la palabra propaganda.
La verdad es que el hígado vino a menos en casa y en la propuesta nutritiva, un día simplemente desapareció de nuestra dieta. El pescado cotizó altísimo, el omega tres y la manga del muerto, pero ¿quién compraba entonces huachinango? Moros con cristianos, sí, base de nuestra dieta.
Mi madre iba y venía por un departamento sin muebles. Mis hermanas asistían a la escuela y yo acompañaba a mamá. Se daba tiempo para leer a Freud. Lo digo en serio, mi hermano, que estaba loco, le daba libros de Freud: Tres ensayos sobre sexualidad infantil, La etiología de la histeria. Si recuerdo bien, mi mamá avanzó en la lectura de La interpretación de los sueños. Le decía a mi hermano mayor:
—Yo no creo que todo en la vida se deba a algo sexual. Freud exagera.
Mamá tuvo razón, pero no voy a meterme ahora en esa camisa de once o doce varas. Cuando mi madre estaba descorazonada se ponía una pañoleta en la cabeza, me tomaba de la mano y me llevaba a la iglesia de la Coronación. Las mujeres aún se tapaban para entrar al templo, no sé en estos tiempos qué se usa, ¿un velo? La iglesia estaba en el Parque España, en la colonia Condesa. De rodillas, mamá hablaba con Dios o con quien atendiera en ese momento allá arriba. Tiempo después dejó de creer en todo lo que le enseñaron en su casa. Sólo hasta la más alta vejez volvió a creer “en algo superior”. Rumbo a sus noventa años me decía que algo más fuerte que nosotros decidiría en nuestras vidas el momento de la muerte. Yo la molestaba:
—Tú nos has enseñado que sólo la Cafiaspirina puede salvarnos.
Niña de mil años, como escribió Paz, mamá se reía y me llamaba la atención:
—¿No crees en nada?
Me gustaba desarmarla con un toque melodramático, una confesión de amor, un reconocimiento ante sus ojos:
—Sí creo: en ti.
Sabines escribió páginas hermosas sobre su madre. Se trata de un poema de XXIV piezas titulado Doña Luz. En esa prosa poética Sabines escribe que tercas y dolorosas, las imágenes de la agonía de su madre se repetían en sueños sin permitirle dormir. A todos nos ha pasado igual en el adiós a nuestra madre.
Mamá regresó con el tiempo, más allá de la agonía. Cada vez que vuelve, ni ella ni yo sabemos quién es el fantasma. Sabemos sí, que es extraño el sueño de la vida: el patio escolar, el hígado encebollado, Freud, el templo de la Coronación y la agonía.

 

Mal de muchos

Cuando oímos por ahí los queveres de los demás, es muy fácil hacer juicios que comparen lo que nos pasa con lo que ellos están viviendo. Además de que solemos amortiguar mucho en la imaginación lo que es capaz de ocurrirnos a nosotros mismos, solemos querer consolarnos por nuestras faltas con el cuento de cuántos otros pobres sujetos las han cometido antes y hasta peor que nosotros. De a poco se nos van las ganas de que las cosas estén bien. Después ya ni nos importa lo que pase al rededor si no nos estorba demasiado, como el pájaro al que lo tiene sin cuidado que se esté quemando el bosque siempre que el humo no le llegue al nido. Pero no debe hacérsenos el hábito de olvidar que la presencia de cosas peores no le quita lo malo a lo que está mal de por sí.

Por supuesto, siempre encontraremos al que sufre más. Desde que nos medimos con Agamemnón, con Job, con Coriolanus, con Remi, o con cualquier fulano que no haya tenido más que congojas y zozobras, hasta cuando se nos da la vena de pensarnos como país unificado y andamos viendo a otras naciones vivir terrores inusitados, hallamos a quien ha tenido «más razón» para quejarse. ¿Pero en serio es más razón? Yo creo que es la misma razón, nomás que presente con tanta ocasión y diversidad que la vemos más clara y llamativa. Y es que estar en presencia del mal nos mueve. Por más que se nos haga costumbre y dejemos de sentir que se nos tuerce el estómago al presenciar una atrocidad, no podemos vivir como si no existiera el mal. Originalmente nos enoja, nos indigna. ¿Qué mejor nombre que indignación para esa dolorosa convulsión del alma que presencia la violencia y la injusticia? Desdeñar el sufrimiento nos barbariza. Trivializar el mal nos barbariza. Claro, que una cosa es quejarse del daño que le hacen a uno y otra muy distinta actuar inicuamente; pero encarrerados como luego nos vamos, parejamente hacemos de las dos cosas la misma apología: «esto no está tan mal porque hay cosas peores».

Vivir entre la frustración del impotente que no puede corregir las faltas más obvias nos va haciendo insensibles, y hasta ácidos. El cínico opta por burlarse de lo que más demanda solución, y que nunca encontrará ninguna. Pero no pueden ser lo mismo la risa ante el absurdo y la indiferencia frente al suplicio. Con los ojos puestos en un mundo vuelto de cabeza, no debemos descuidar nuestros propios ojos. El primer paso hacia el laberinto de violencia es decir que no la vemos y no sabemos lo que es. Ni es menos malo el vecino por ser peor el otro, ni nosotros mismos somos menos malos por ser peor el vecino. No podemos permitirnos que la insensibilidad nos vuelva ciegos al mal. El buen ánimo ante la injusticia de la vida sólo es posible si aún creemos que hay en lo que hacemos algo que puede valer y que seremos capaces de intentarlo. Envolver nuestra abyección en las telas de fechorías ajenas peores es una cobardía. Es mejor enfrentar el mal con bien. Y esperemos, ojalá, que puedan las cosas ser mejores, en lo poco que sea, después de que hayamos hecho lo que sea que hagamos.

El regalo perfecto

María es la que sabe trasformar una cueva de animales en la casa de Jesús, con unos pobres pañales y una montaña de ternura.

SS Francisco.

 

Se acerca el día de las madres, y junto con él la avalancha de consumo que caracteriza a las festividades modernas, muchas mujeres esperarán obsequios o visitas de aquellos a los que concibieron; algunas recibirán lo que desean, otras se conformarán con lo que les den, y para las menos el día pasará como una fecha más en el calendario, sin sentido y sin festejo.

El consumo del día y las visitas obligadas con los pleitos consabidos por saber con quién estará cada yerno y cada nuera ese día, se justifican en los sacrificios que hacen las mamás. La mamá moderna sacrifica su figura, su maquillaje perfecto y la posibilidad de realizarse en la vida con tal de tener un hijo. Lo bueno es que esos sacrificios son temporales, como temporales son los deseos y obsequios que se tienen preparados para ese día.

Cada año es lo mismo durante el día de las madres, se exalta una abnegación fingida en aras del consumo y del reconocimiento mal entendido, se entregan objetos que alivian el trabajo del hogar o que pueden ser colgados sobre un bonito perchero, una vez que éste sale listo del gimnasio o del spa.

Pero, parece que no siempre fue así, cuando María pisaba la tierra no se festejaba el día de las madres, y el sacrificio que hacía una mujer por sus hijos no consistía en dejar de lado aspiraciones profesionales o figuras, o maquillajes, quien era reconocida por su amor maternal simplemente entregaba la vida mediante un sí; una afirmación simple, pero llena de contenido, sin importar que ésta implicara dejar ir al hijo con tal que siguiera vivo, o tener que soportar el dolor de una espada atravesando el corazón para que se cumpliera la voluntad de Dios.

La mamá moderna entrega lo efímero y a cambio lo efímero recibe, reconocimientos y aplausos que se borran al pasar un año, en cambio la que no buscó reconocimiento alguno entregó lo eterno y Dios le dio la gracia para hacer de una cueva el hogar del salvador.

Dios quiera que en el día de las madres todos recibamos la gracia para convertir lo que somos en el hogar ideal para su hijo.

 

 

Breve introducción a la esencia del feminismo

Breve introducción a la esencia del feminismo

Los hay tan exagerados que creen que la primer feminista fue la mujer barbuda.

Námaste Heptákis

Coletilla. El pasado jueves 1 de mayo, en el diario Milenio, Adriana Malvido publicó una conmovedora columna intitulada “Morir con inspiración”. La comparto a continuación.
Todo comenzó el 31 de marzo, en el centenario de Octavio Paz, y terminó el 23 de abril cuando Elena Poniatowska recibía el Premio Cervantes. En medio, Semana Santa, la muerte de Gabriel García Márquez, un sismo, marchas… todo transcurría tan cerca y a la vez tan lejos mientras nos entregábamos a la experiencia única de acompañar a mi madre en lo que, nos dimos cuenta de pronto, serían sus últimos días.
En la enfermedad de un ser querido se sale uno del tiempo. La tierra detiene su rotación y las trivialidades en las que malgastamos las horas caen a plomo sobre el suelo. Nunca nos sentimos tan auténticos, tan conscientes y tan frágiles como cuando bordeamos esas fronteras humanas. Nuestro corazón se desconecta del mundo exterior y vive a un ritmo ajeno una experiencia intensa y tan íntima que nos absorbe por completo, dice Rosa Montero. Y su descripción es tan exacta como los 24 días en el hospital.
Miré los ojos de mi madre, verdes a veces y cafés otras, pero siempre grandes y bien abiertos para percibir la belleza en los ojos de los otros. Observé sus manos que se doctoraron en ternura y me regalaron, a los siete años, Los titanes de la literatura infantil, mi primer libro, y luego cientos de sorpresas. De su boca escuché las primeras canciones y los primeros cuentos. En nuestra casa nunca hubo abundancia material, pero se inventaba la felicidad todos los días. En las navidades o cumpleaños el reino de la imaginación se apoderaba del espacio sin regateos. Los fines de semana, las bohemias en casa terminaban cuando callaban las guitarras al amanecer… Su lugar favorito era el salón Riviera y después el Siqueiros pianobar donde un día encontró a García Márquez, corrió a su casa por un ejemplar y luego volvió feliz con una dedicatoria.
A mi madre se le agudizó el sentido del oído. A distancia podía escuchar los latidos del corazón de los otros, así adivinaba la tristeza ajena o el secreto feliz. Nos ayudó a reconocer lo que cada uno tiene de excepcional para trabajar a partir de ello con libertad. Nos puso alas y nos ayudó a recogerlas cuando se desarmaban, con un tequilita, una sopa y un consejo inteligente.
Su fortaleza resistió capítulos tristes de su niñez, la muerte de una hija de seis años, la pérdida de mi padre luego de medio siglo juntos o la de su querido hermano hace tres meses. Y ni los dolores físicos o las batallas del alma pudieron quitarle nunca el brillo en los ojos, la sonrisa, una dulzura a prueba de todo, las ganas de bailar, de escuchar un buen trío o de adorar, sin límites, a sus hijos y nietos.
Por eso, en la despedida, Roberto, Pamela y yo tomamos sus manos, la miramos a los ojos, le dimos las gracias y le dijimos que podía descansar en paz, que estaremos bien con ella, que nos enseñó a celebrar la vida, dentro de nosotros. Aunque la añoranza duela, porque como dice Arnoldo Kraus, “nunca hay una buena edad para ser huérfanos”.
En su Diario de invierno, Paul Auster cita a Joubert: Hay que morir inspirando amor (si se puede) y comenta: “Probablemente no exista mayor logro humano que merecer amor al final”. Y vaya que Adelina, “La Neneka”, lo logró.

La vieja estatua

En sus ojos de piedra

miré una tierra extraña

y un corazón familiar.