Sildenafil para el alma
Ya no doy conferencias. Políticamente derrotado y socialmente difamado, los micrófonos públicos sólo se me prestan por lástima. Si vuelvo a hablar en público sólo será como un vaporoso fue o un nostálgico pudo ser; ya no, por cierto, como un es. Mi vida pública es la de un fantasma. Entre los fantasmas que alberga este fantasma, uno se ha aparecido insistentemente en la memoria durante los últimos días. Siempre quise hacer dos bromas en las conferencias. La primera no la hice porque hace dos años descubrí que me la había ganado don José de la Colina; ¡y es insensato pretender igualarse a ese genio que admiro tanto! La segunda, en cambio, nunca tuvo su ocasión. Convencido de que el idiolecto de los profesionales imposibilita la comunicación en las conferencias y que buena parte del público sólo espera ansioso su solemne participación única (los aplausos) y que sólo por ese momento justifican su estancia (no quiero que se piense que subestimo al público de las conferencias, al contrario, reconozco la importancia de su labor: por los aplausos nos enteramos del cambio de conferencista, recirculamos el aire pestilente del auditorio y marcamos el ritmo del ciclo circadiano de los presentes, indispensable para la salud de la concurrencia y por ello para el desarrollo del país, la democracia y nuestro padre el PRI que todo lo ve y todo lo oye), siempre quise escribir un discurso intencionadamente incoherente, premeditadamente disparatado y evidentemente absurdo, pero con lenguaje sofisticado, un riguroso aparato crítico, citas en siete idiomas (sin que falte el francés, por supuesto), y, obviamente, múltiples menciones al intelectual de moda entre la prole kitsch del Pedregal. No esperaba una reacción airada (un profesional no puede airarse por una idea, pues es tolerante a priori; si acaso, sólo se permite airarse por el capitalismo, la explotación de los obreros desconocidos y los cachorritos abandonados) o un severo desenmascaramiento (un intelectual que se respete nunca enfrenta a otro, pues de lo contrario podría perder la oportunidad de que alguien en un futuro rasque su espalda), pues mi experiencia me aseguraba que eso no pasa entre civilizados universitarios del tercer mundo. En conferencias insulté a mis talentosos compañeros de mesa y me burlé de mi atento auditorio… nunca pasó nada. Más de una vez, conferenciando, espeté afirmaciones falsas… nadie objetó nada. (Te confieso, lector, que incluso en mi tesis de licenciatura adjudiqué intencionadamente una conocida frase de un reconocido escritor a un erróneo e igualmente reconocido escritor… nadie, que yo sepa, lo notó… nadie, que yo sepa, lo ha notado… nadie, que yo sepa, lo notará). Sólo una cosa hubiese esperado con mi broma: confirmar mi sospecha. Sospecho que las conferencias son exitosas porque son un apapacho al ánimo de los universitarios, el caldito de pollo a su resfriado existencial, o, más exactamente, su sildenafil intelectual.
Esterilizados por la educación tecnocrática de las universidades, los profesionales pueden copular en cuanta página se encuentren y con cuanto autor que se descuide tengan a la mano, sin lograr nada. Impotentes para parir ideas o disfrutar la espontaneidad creativa del pensar en lo oscuro de la noche, se intentan lucir con el kamasutra del buen citar, la luz de neón de la especialidad y los fallidos piropos del lenguaje técnico. Solitarios en su vanidad, les importa más deleitarse con su voz que con sus ideas, asumen sin problema que en un mundo indiferente su voz pública es música de fondo para no pensar en serio. Se atiborran de materia intelectual como quien pone toda su esperanza en el viagra… y al final acaban precoces en la autocomplacencia de un Onán espiritual. ¡Y a nadie le importa!
No hice aquella broma, ni intenté asumir el papel de la farsa, porque al final sólo hubiese recibido aplausos. Pero yo sí creo en el pecado, y estoy convencido que la pornografía no es buena para el alma. Por eso ya no puedo ser profesor.
Námaste Heptákis
Coletilla. Ayer, en el diario Milenio, Rafael Pérez Gay publicó “Breve historia de mi madre” que comparto a continuación.
Debe ser la edad. Siempre detesté el Día de la Madre, su cauda de frases cursis, su estela de fotografías de ancianas venerables. Pero de un tiempo a esta parte, la celebración me recuerda mi orfandad incurable, es decir, me trae a mi madre del polvo en que la convertimos resuelta en memoria. La memoria es el Dios de los ateos. Viene mi madre durante el temblor a decirme que salga de inmediato, que me tardo, que soy una barbaridad, que siempre he sido un tarambana, un ojo alegre, el vivo retrato de mi padre.
Viene mi madre a buscarme a la escuela primaria José Mariano Fernández Lara. Llega tarde, una hora de tortura en el patio escolar después de que ha sonado el timbre de salida. El retraso me desvencija y lloro. Por fin llega mi mamá y yo le reclamo con una rabia desconocida:
—No llegabas.
—¿Tú crees que yo te dejaría abandonado?
—No.
—Entonces, ¿por qué lloras?
—No sé —le respondo aliviado desde mis ocho años.
Mi madre y el hígado encebollado forman un capítulo de novela. Ella vivió convencida de que el hígado proveía de una fuerza física impresionante y que estimulaba la inteligencia. Cuando me sacaba un diez en materias difíciles, ella sabía el secreto:
—El hígado nunca falla —decía orgullosa de la alimentación con que me volvía un niño fuerte e inteligente.
Muchos años después, la medicina desacreditó al hígado de res y lo remitió a la lista de alimentos peligrosos. Según esto, el hígado consiste en una bomba de triglicéridos capaz de estallar el corazón de un adolescente enamorado. Mi madre se hundió en el desaliento y luego desconfió:
—No saben nada, inventos, mentiras, propaganda —cuando mi madre descalificaba seriamente algo siempre utilizaba la palabra propaganda.
La verdad es que el hígado vino a menos en casa y en la propuesta nutritiva, un día simplemente desapareció de nuestra dieta. El pescado cotizó altísimo, el omega tres y la manga del muerto, pero ¿quién compraba entonces huachinango? Moros con cristianos, sí, base de nuestra dieta.
Mi madre iba y venía por un departamento sin muebles. Mis hermanas asistían a la escuela y yo acompañaba a mamá. Se daba tiempo para leer a Freud. Lo digo en serio, mi hermano, que estaba loco, le daba libros de Freud: Tres ensayos sobre sexualidad infantil, La etiología de la histeria. Si recuerdo bien, mi mamá avanzó en la lectura de La interpretación de los sueños. Le decía a mi hermano mayor:
—Yo no creo que todo en la vida se deba a algo sexual. Freud exagera.
Mamá tuvo razón, pero no voy a meterme ahora en esa camisa de once o doce varas. Cuando mi madre estaba descorazonada se ponía una pañoleta en la cabeza, me tomaba de la mano y me llevaba a la iglesia de la Coronación. Las mujeres aún se tapaban para entrar al templo, no sé en estos tiempos qué se usa, ¿un velo? La iglesia estaba en el Parque España, en la colonia Condesa. De rodillas, mamá hablaba con Dios o con quien atendiera en ese momento allá arriba. Tiempo después dejó de creer en todo lo que le enseñaron en su casa. Sólo hasta la más alta vejez volvió a creer “en algo superior”. Rumbo a sus noventa años me decía que algo más fuerte que nosotros decidiría en nuestras vidas el momento de la muerte. Yo la molestaba:
—Tú nos has enseñado que sólo la Cafiaspirina puede salvarnos.
Niña de mil años, como escribió Paz, mamá se reía y me llamaba la atención:
—¿No crees en nada?
Me gustaba desarmarla con un toque melodramático, una confesión de amor, un reconocimiento ante sus ojos:
—Sí creo: en ti.
Sabines escribió páginas hermosas sobre su madre. Se trata de un poema de XXIV piezas titulado Doña Luz. En esa prosa poética Sabines escribe que tercas y dolorosas, las imágenes de la agonía de su madre se repetían en sueños sin permitirle dormir. A todos nos ha pasado igual en el adiós a nuestra madre.
Mamá regresó con el tiempo, más allá de la agonía. Cada vez que vuelve, ni ella ni yo sabemos quién es el fantasma. Sabemos sí, que es extraño el sueño de la vida: el patio escolar, el hígado encebollado, Freud, el templo de la Coronación y la agonía.
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