La culpa unánime

La culpa unánime

Algunas unanimidades son sospechosas, no porque lo común sea el disenso, sino porque es difícil la claridad. Algunas unanimidades son sospechosas de confusión. Y de entre ellas, las que más son las políticas. Una unanimidad en la actual vida política es seguramente una confusión no confesada. Lo extraño es confesar, reconocer los propios actos, romper la regularidad demagógica y dejarnos sin elementos para orientar la evaluación del momento político. “Nunca se mintió tanto como en nuestros días”, advirtió Alexandre Koyré en Réflexions sur le mensonge, pues “el hombre moderno –el hombre totalitario- está inmerso en la mentira, respira mentira, está sometido a la mentira en todos los momentos de su vida”. Por ello, lo irregular es confesar los propios actos, pues no sabemos qué hacer ante la confesión. Por ello, cuando surge una unanimidad ante la confesión de los actos, lo mejor es sospechar de la confusa unanimidad. Hasta en la casa de los espejos hay unas imágenes más originales que otras.

Sospechosa me parece la unanimidad que expresa el linchamiento público de la diputada federal perredista Purificación Carpinteyro. Es una unanimidad sospechosa por la coincidencia de los extremos políticos. Es una unanimidad sospechosa por la convicción del problema ético que el caso Carpinteyro plantea a la política. Es una unanimidad sospechosa porque exige una superioridad moral que se elimina de base en el resto de los temas políticos que van haciendo escándalo en nuestros días.

En el lapso del último mes, por ejemplo, se discutieron en la plaza pública temas polémicos tales como: la prohibición de animales en los circos, la discriminación a las parejas homosexuales a partir de la creación de la comisión senatorial sobre la familia y la posible prohibición del grito de “Eh Puto” en los estadios de futbol. En ninguno de los tres temas hubo unanimidad. En la prohibición de los animales en los circos los extremos políticos fueron irreconciliables: de un lado se atentaba contra la libre empresa, el trabajo y la diversión familiar, del otro se atentaba contra los derechos de los animales y los niños. Cinco derechos estaban en disputa y nadie lo presentó como un problema ético, ni mucho menos ostentó su superioridad moral para discutirlo; al contrario, para la evaluación se apeló a los expertos y la aprobación se logró por mayorías. En cuanto a la comisión senatorial que promovió un panista, y en la que se desconocía la validez legal de los matrimonios entre personas del mismo sexo, nadie cuestionó el problema ético de la comisión; la derecha evaluó conveniente la comisión porque, evidentemente, conservaba la base de la sociedad, mientras que la izquierda la consideró inconveniente porque, evidentemente, minaba la libertad del individuo. Y frente a la disyuntiva individuo-sociedad que una propuesta como la del senador José María Martínez plantea, nadie encontró un problema ético, sino que con facilidad se aceptó que es asunto de preferencias y tolerancias. Que yo sepa, sobre el caso hubo una sola referencia a la autoridad moral, y no fue para afirmarla sino para negarla en cualquier caso: la demanda de la organización Agenda LGBT contra Paz Fernández Cueto por su columna del 6 de junio en Reforma. Y finalmente en el carnaval de progres y retros que se convirtió la discusión del “Eh Puto”, la libertad de expresión mantuvo a los extremos políticos en su respectivo redil, a la ética callada ante el bullicio de la grada y a la superioridad moral olvidada detrás de la camiseta verde. Si en tres temas políticos tan importantes y polémicos no se logró unanimidad, y la discusión se mantuvo con sus ritmos habituales, ¿cómo podemos explicar que el caso de Purificación Carpinteyro llame tan fácilmente a la unanimidad?

Algunos podrían decir que la unanimidad es fácil de conseguir ante la evidencia de las pruebas. Sin embargo, varios hechos políticos recientes tienen pruebas evidentes y no convocan a unanimidad alguna: Andrés Manuel López Obrador aminoró la realidad de la delincuencia en la ciudad cuando hace diez años descalificó la marcha ciudadana contra la misma; las mentadas de madre de un alcoholizado Emilio González Márquez no causó resquemor entre la mayoría de los panistas; no creo que valga la pena buscar algún ejemplo en el PRI. Otros más podrían decir que la unanimidad es fácil de lograr cuando el país se enfrenta a un caso evidente de corrupción. Pero aquí nuevamente nos desdice el pasado reciente: las ligas de René Bejarano no indignaron a los lopezobradoristas y perredistas; el PAN ha desdeñado los señalamientos sobre los “moches” que el diario Reforma ha hecho contra algún diputado de su bancada. Y en el extremo de ambos casos, la tragedia de la guardería ABC, nos muestra como una sociedad dispuesta a tolerar la corrupción y a dilatar las evidencias, antes de asumir la culpa pública por la proclividad a la negligencia que nos distingue. En la política, muy pocas cosas quedan tan claramente expuestas como para explicar las unanimidades.

Sospecho, en cambio, que la unanimidad se logró porque más que el conflicto de intereses, más que las reformas en telecomunicaciones, más que la recia personalidad de la diputada Carpinteyro, estamos ante un linchamiento: ¡hemos encontrado un chivo expiatorio! ¿Qué culpas permite limpiar Purificación Carpinteyro? Las que ocultó el Pacto por México: la imposibilidad de ponernos de acuerdo en asuntos políticos, esto es, la disolución de la vida política. Tenemos que linchar a una diputada que confiesa públicamente velar por su futuro particular, porque eso rompe nuestro pacto de normalidad: los acuerdos personales han de hacerse pasar por acuerdos públicos. Tenemos que linchar a una diputada que acepta públicamente la búsqueda del interés privado porque rompe la normalidad de la mentira política. Tenemos que linchar a quien nos muestra cómo somos para ocultarnos lo que somos. La confesión pública de Purificación Carpinteyro rompe el esquema de los tratos oscuros, de los intereses ocultos, de las mafias de poder y nos deja ante la realidad de nuestra política… no soportándolo, la despedazamos para reivindicar nuestra “superioridad” moral.

Námaste Heptákis

 

Coletilla. “Pecado es la estupidez superior de los expertos en realidad”. Rüdiger Safranski

Intimidación social

He pronunciado ya en varias ocasiones que estamos viviendo un exceso de tolerancia en la opinión pública. Exceso al encomiarla, exceso al ejercerla, y exceso al promocionarla con propaganda que hasta parece de candidatura política por lo apantallante. No solamente lo he escrito aquí, lo he hablado en presencia de pronunciados partidarios de la tolerancia y nunca he causado mayor revuelo. Los niñitos tímidos muchas veces no objetan algo que les parece erróneo porque la seguridad de la adultez puede mostrarse intimidante, y en un alma suave una opinión fácilmente se marca por imposición antes que por convicción. Los adultos tímidos son iguales, sólo que ya no es la intimidación directa la que revela esta transformación de su seguridad, sino algo como, en este caso, la persuasión teórica de que hay que respetar toda idea que se exprese con el mismo respeto. Esta persuasión puede haber sido instaurada por una educación intimidante. En nuestra generación abundan los niñitos tímidos y sus contrapartes adultas, y su apariencia es la de personas respetables que promueven la tolerancia entre sus congéneres.

Desafortunadamente, como decía, nunca he tenido que defender esta idea demasiado porque se me ha tolerado que la exprese sin problema. Tanto, que incluso en esta sociedad tan preocupada por mantener una libertad de expresión completamente tolerante, tales discursos pueden pasar desapercibidos sin escandalizar a nadie. Claro, mostrar que la expresión de esta idea es intolerable en público le daría la razón: probaría que hay cosas que, por más respetuosamente que se digan, merecen ser juzgadas con cuidado antes que admitidas. Querría decir que, en efecto, hay excesos para la tolerancia, que puede ser perjudicial. En cambio, si es verdad que «cada cabeza es un mundo», que todo lo que alguien opine es respetable, no hay fuerza humana capaz de poner en duda nada que se exprese. Por supuesto, esto incluye la pronunciación contra la tolerancia. Así, pues, el mismo planteamiento de nuestra sociedad es incapaz de negar que la tolerancia que vivimos es excesiva y hasta ridícula. O tengo razón porque todos deben tolerar que lo que opino es respetable, o tengo razón porque lo que opino no es tolerable.

Alguien puede argumentar que éste es un bucle lógico o un engaño. Peor, podrían replicarme que sólo tengo una razón parcial, en lo que concierne a mí mismo, porque como cada quien ve la verdad como cada quien puede, a mí me parece verdadero esto que digo –y eso es muy respetable–, pero ellos no están de acuerdo en que sea así. Sin embargo, preveo con cierta tristeza que más bien ya no existe el tipo de comunicación que me permitiría enfrentarme a ningún argumento. No tendré que defenderme de ninguno de estos puntos. Ya no existe (o está oculto y adormecido) el tipo de comunidad de la palabra que puede intercambiar, hablar y escuchar con verdadero respeto. Me refiero con éste a la disposición abierta a que el otro tenga la razón y haya visto mejor las cosas que uno mismo, y por supuesto, a admitir en tal caso que la verdad es aquélla y no la que uno creía al principio. Nos han intimidado tanto que se nos desvanece la comunicación. Nos quedamos callados mirando hacia el suelo, o murmurando frustrados centenares de cosas en voz tan bajita que nadie escucha. ¿Cómo voy a hacer común algo que pienso si no puedo mostrarle nada a nadie? Por más escandaloso que sea alguien, anunciando plena confrontación de una idea con la de otra persona, nada sucede. Parece que se ha perdido la capacidad de sentirse conmovido por la posibilidad de que las palabras hablen bien, de que digan algo verdadero. Así, cada quien con sus propias muy respetadas opiniones, seguros de que todos pueden tener la razón, aunque sean diferentes o de plano incompatibles, somos una sociedad de niñitos tímidos de dientes para afuera, y de una arrogancia atroz de dientes para adentro. Y además, contradictorios en el más risible sentido, porque esta gigantesca propaganda que nos hace ineptos para comunicarnos no nos impide vivir como siempre ha vivido la gente: actuando en contra de cosas de las que no estamos de acuerdo. Nomás que no sabemos decir por qué no estamos de acuerdo, por qué actuamos así o por qué seguimos a quien seguimos hasta donde lo sigamos. Dígase lo que se diga sobre la tolerancia y la libertad de expresión, es bien obvia la falsedad de sus supuestos beneficios sin más consideraciones, al ver con un poquito de atención lo que ocurre todo el tiempo: por ejemplo, que no muchos mexicanos están a favor de que a algún político cínico se le escape expresar su opinión sobre la ineptitud del pueblo, la facilidad de aprovecharse de él y la necesidad de manipularlo con cuentos.

Entre el fuego y el agua

Bajo el calor del sol ardiente y junto al agua que da la vida, se encuentra, cual caña mecida por el viento, el hombre: siempre sediento, siempre necesitado, a veces solo y casi todo el tiempo estéril. El calor abraza y el agua refresca, y de momento parece más deseable la segunda respecto del primero, pero quitando al calor, el frío, que convierte en piedras a los corazones, no se hace esperar y el agua se estanca, y endurece tanto como las rocas, se requiere de ambos para que el hombre viva y pueda sentir la brisa que lo mece suavemente y le permite ver que no está solo, que hay otras cañas esperando para dar fruto.

Es muy difícil aceptar la fragilidad y la necesidad, en especial cuando lo que parece gobernar al hombre es su carácter individual. Sin embargo; a pesar de estas dificultades hay quienes consiguen moverse con el viento y cantar a los demás sin que ese movimiento exija abandonarse en medio del bullicio que hay en un mundo solitario.

Me parece que El Bautista, fue uno de esos pocos que se atrevieron a cantar al otro desde una soledad muy distante al individualismo, mostrando con su vida que el hombre vive entre el fuego del sol ardiente y el agua que da la vida, sufriendo calor y sed y aliviándose con la refrescante esperanza de que algún día el desierto dará fruto en abundancia.

 Maigo

 

 

La vida en pasmo

La vida en pasmo

Discrepancia mayor entre los hombres es la que se muestra en la realización de sus proyectos. A veces podrán coincidir en el diagnóstico o en los objetivos, pero no siempre concordarán en su evaluación de la práctica. Dos hombres pueden ser los más preocupados por la educación, pueden acordar que es un tema importante porque es claro que algo anda mal con ella, pueden convenir en que su objetivo en común es mejorarla, pero al final puede que no coincidan ni los modos ni los tonos en que el mejoramiento planeado podría realizarse. Porque si el diagnóstico y el proyecto puede llegar a planearse objetivamente, los modos y los tonos de la ejecución sólo son asequibles en la subjetividad. Podemos sentirnos igualmente mal ante una tragedia, aunque no por ello todos nos pongamos a llorar; podemos alegrarnos similarmente ante una gran victoria, aunque no por ello todos nos iremos a celebrar. Los modos y los tonos distinguen a los hombres, aunque la distinción sea difícil de notar.
La dificultad para notar la distinción es el punto débil de toda política educativa: los modos y los tonos de la educación dependen de la maestría del educador y de la maestreabilidad del educando. Lo sencillo, en la planeación educativa, es establecer metas burocráticas; lo complicado, es la educación. Creo que un excelente ejemplo de esto se encuentra en el juicio más cruel que José Vasconcelos hizo sobre Pedro Henríquez Ureña. En carta a Alfonso Reyes del 28 de noviembre de 1923, el apasionado Vasconcelos dice: “Para Henríquez Ureña, y quien sabe si sea yo injusto, la vida social se reduce al establecimiento de clubs y sociedades literarias de crítica y murmuración, pero trabajo efectivo jamás ha desempeñado aquí […] El intelectual se ve a sí mismo, pero nunca el bien ajeno, y no piensa en la obra que está ejecutando sino en la consideración que le puedan dar […] Del mismo Pedro debo decirte lo que tal vez tú has sospechado y lo que todo el mundo afirma aquí, aunque yo fui el último que llegó a convencerse de ello, y es que no nos puede ver, que está lleno de pequeños y grandes rencores […] Creo que también le lastima no haber llegado a alcanzar una posición social de importancia, pero no reflexiona que para lograr esto le hubiera sido necesario sacrificar algo de sus comodidades […] No sé lo que tú pienses, pero sí recuerdo algunas frases tuyas en una carta confidencial de hace más de dos años en que te referías a cierta esterilidad de la obra de Pedro y yo te contesté que a mi juicio dependía de que Pedro no tenía fe en ningún ideal”. La carta es, a pesar del evidente descuido con el que Vasconcelos las redactaba, un retrato fiel de un tipo de hombre que juzga con severidad a otro tipo de hombre. Note el lector la estrategia del mexicano para incordiar a Reyes con su amigo dominicano. Lo importante para Vasconcelos es disminuir la importancia de la labor socrática de Henríquez Ureña, y su estrategia tiene tres pasos: descalificar los clubes de lectura fundados por el dominicano, inhabilitar la intención de Pedro y reivindicarse tras la caída del denostado. Nótese que el primer paso depende de la validez de los otros dos, y que los otros dos exigen la complicidad de Reyes para que no sea Vasconcelos el único que, por “rencor”, lo dice. Así, aquello de “debo decirte lo que tal vez tú has sospechado” y “no sé lo que tú pienses, pero sí recuerdo algunas frases tuyas en una carta confidencial de hace más de dos años” está presente para que a ojos del lector no se crea que Vasconcelos es cruel, sino que hasta el caballeroso Alfonso Reyes coincidiría en el juicio. Considérese, además, que es propio de los hombres rencorosos y envidiosos atacar de ese modo indirecto: recriminar con un pasado sacado de contexto y distorsionar el pasado compartido para justificar la situación presente. Considérese, respecto a este punto, que la acusación presentada por Vasconcelos sobre Henríquez Ureña es que en realidad lo único que le importaba era la fama, y si acaso se la pasaba fundando clubes de lectura, no era por algún alto ideal, sino para incrementar su fama. No se olvide, por cierto, que lo dice el Ministro de Educación que pronto fue llamado “Maestro de América”, que lo dice un hombre realmente famoso y de muy altos ideales; no se oculte que presenciamos una lucha de titanes de los altos ideales, no de un estercolero que se ufana del absurdo y regodea con la crueldad. Pero volvamos a nuestro asunto.
La acusación de José Vasconcelos contra Pedro Henríquez Ureña es que de nada sirve fundar clubes de lectura, pues ahí sólo se benefician los asistentes, y públicamente el beneficiado es el fundador, quien aumenta su fama y prestigio social. Frente a ello, sabemos, está la intensa campaña por la lectura que desde la capital del país organizaron José Vasconcelos y Julio Torri, y que en el interior del país realizaron personajes como Carlos Pellicer y Daniel Cosío Villegas. De un lado, el dominicano hacía círculos de lectura; del otro, el mexicano distribuía libros al por mayor y daba cursos rápidos de lectura. Públicamente, Henríquez Ureña no se manifestó contra la política de Vasconcelos. Lo puesto en cuestión, por Vasconcelos, son los clubes de lectura. ¿En verdad un club de lectura sólo es una versión universitaria de la vida social y beneficia únicamente en términos de reconocimiento a su fundador?
Buscar una respuesta a la pregunta anterior nos pide que indaguemos las razones por las que Pedro Henríquez Ureña anduvo por el mundo fundando clubes de lectura, y mientras no conozcamos una declaración explícita de su parte, tendremos que reconstruir la actitud que perfilaba la acción del dominicano. En una página testimonial de 1946, año en que ya no eran amigos, Julio Torri nos informa de las principales actitudes de Pedro Henríquez Ureña: “era de una bondad inagotable”, pues dedicaba atención al pensamiento y a la obra de sus amigos, sacrificando incluso sus horas de sueño; tenía una “inteligencia clarísima, de primer orden”, pues solía aconsejar y comunicar lo bueno; “era muy aficionado a formar por pasatiempo listas”, pues no todo le daba lo mismo y consideraba bueno y útil para sus amigos que pudieran distinguir lo mejor de lo peor; “era la sociabilidad misma. Nadie gozaba como él de los problemáticos placeres que procuran las reuniones y tertulias”, pues intentaba conciliar, subir de nivel la conversación, reflexionarlo todo y desprenderse de lo anecdótico; “era muy hábil en dirigir a los jóvenes y en despertar en ellos anhelos de mejoramiento intelectual. Después de conversar con él, aceleraba uno el ritmo de sus lecturas”, pues educaba con la presencia al más puro estilo socrático. De los cinco rasgos presentados, es el tercero el que más nos ilumina la respuesta a nuestra pregunta: Vasconcelos distinguía entre libros que leía de pie y libros que leía sentado, Henríquez Ureña entre libros que hacían bien y libros que hacían mal; el criterio del primero era personal, el del segundo ameritaba ser discutido; el primero quería levantar a los lectores, el segundo quería beneficiarlos. Y creo que ahí se encuentra la gran diferencia. Ningún lector que se respete creería que se puede ser indiferente a las lecturas, pues uno de los primeros descubrimientos en toda experiencia lectora es el gusto y el disgusto; sólo cuando el lector comienza a volverse sabio es capaz de distinguir las lecturas que le hacen bien de las lecturas que le hacen mal; clubes de lectura para solamente promover la lectura pide la lista de libros de Vasconcelos, pero clubes de lectura que buscan hacer bien a los convidados piden la bondad inagotable de Henríquez Ureña.
Sin embargo, asumir la posición de Pedro Henríquez Ureña es sospechoso a la mirada de la mayoría. Los igualitarios le negarán la capacidad de juicio: ¿quién es él para ponerse a clasificar en listas a los mejores poetas, a los mejores filósofos o a los mejores escritores? Los nihilistas negarán la posibilidad del juicio. Los utilitarios verán perversas intenciones en la clasificación e inocularán a los demás de recelos virulentos sobre los beneficios ocultos que recibe el clasificador. Pero quizá la peor de las sospechas sobre la posición de Pedro Henríquez Ureña viene de quienes contraen la acrimonia de la envidia por su incapacidad para comprender el juicio. Sobre estos últimos, Julio Torri nos hace ver que el dominicano los tenía tan presentes que “sus omisiones eran desgraciadamente siempre deliberadas y cuidadosamente establecidas”, por lo que “cerca de sí no había sino devotos y maldicientes”.
El ejemplo más claro del juicio de Pedro Henríquez Ureña, y de lo deliberado y cuidadoso de sus omisiones, se encuentra, al mismo tiempo, en su más bello fruto y en su mejor cosecha. El 12 de abril de 1914, Henríquez Ureña publica un artículo intitulado “El poeta del día en México”, donde reconoce a Enrique González Martínez como poeta mayor, posterior a 1910, en México. Un año más tarde, y como prólogo a Jardines de Francia, Henríquez Ureña describe el Parnaso poético de México del siguiente modo: “Seis dioses mayores proclama la voz de los cenáculos: Gutiérrez Nájera, Manuel José Othón, muertos ya; Salvador Díaz Mirón, Amado Nervo, Luis G. Urbina y Enrique González Martínez. Cada uno de los poetas anteriores tuvo su hora de influencia. González Martínez es la hora del presente”. Obviamente, el juicio fue leído por los discípulos de don Pedro, y a más de uno seguramente impresionó que del Parnaso excluyera al poeta del Ateneo: Alfonso Reyes. Un año más tarde, en mayo de 1916, Julio Torri extendería el juicio del maestro y afirmaría: “López Velarde es nuestro poeta de mañana, como lo es González Martínez de hoy, y como lo fue de ayer Manuel José Othón”. El maestro censuró inexplicablemente la afirmación del discípulo, que no hacía sino glosar una afirmación del dominicano. Su exclusión en la lista del maestro y no ser señalado como el poeta del futuro en la página del mejor amigo, seguramente tuvo en Alfonso Reyes un efecto abrasador. Mas el efecto, planeado por Henríquez Ureña, dio fruto al paso de unos años. La primera pista la dio en 1922, año de la publicación del primer libro de poesía de Reyes, volviendo a hablar de González Martínez como el poeta mayor y lamentándose que la decadencia de su influencia por un “mexicanismo de fina emoción y colores pintorescos”; es decir, Alfonso Reyes no logra cubrir con su primer libro de poesía las necesidades espirituales de la poesía mexicana. La segunda pista la da el 2 de julio de 1927, afirmando: “Al fin, el público se convence de que Alfonso Reyes, ante todo, es poeta. Como poeta empiezan a nombrarlo las noticias casuales: buena señal. Buena y tranquilizadora para quienes largo tiempo defendimos entre alarmas la tesis en cuyo sostén el poeta nos dejaba voluntariamente inermes”. Henríquez Ureña se refiere a la recepción de Pausa, el segundo libro de poesía de Alfonso Reyes, que saliera un año antes y fuese rápidamente celebrado por su mejor amigo en carta del 3 de septiembre de 1926: “Mi caro Alfonso: ¡Muy precioso tu libro Pausa! Eres demasiado inteligente y, con todo, poeta”. El poeta mayor, Enrique González Martínez, saludaría así el nuevo libro el 22 de julio de 1926: “Mi querido Alfonso: Ayer fue un día marcado con piedra blanca, día de “pausa” interior, clara, bella y reconfortante. El poeta alzó la mano y el tráfico del alma se detuvo. Por la calle pasan sólo ritmos que danzan y eternas voces musicales. La vida en pasmo oye y contempla…” Mientras que el maestro daría por buena la lección aprendida advirtiendo al todavía discípulo: “el hombre que prueba el sabor salado del pan ajeno hace su camino entre ímpetus y desfallecimientos. Cayendo y levantándose, acaba por confiarse a la vida […] Se hace dura la vida; pero en mitad de las tormentas sobrevienen días puros, días alcióneos, de cielo diáfano, de aire tibio, sin el rumor y el ardor de la primavera”. Extraña pedagogía la que no confía en los ímpetus de las grandes voluntades o lo deja todo a la suma de los azares; la que busca enseñar a llevar la vida con examen, atendiendo más a lo modos y a los tonos, desconfiando de las burdas simpatías de todos y ahondando las reales diferencias entre pocos. Eso va más allá de la fama, la vida social y un simple club de lectura. Creo que eso es la educación.

Námaste Heptákis

Escenas del terruño. El nacionalismo de la patada ha puesto de moda como eslogan de defensa de los ritos porriles afirmar #Todossomosputos, creyendo que así se disfrazará la intención homofóbica que la extranjería dice ver en los gritos nacionales. ¿Cuántos de todos esos activos twitteros que hoy escriben #Todossomosputos nos sorprenderán la próxima semana con las mofas habituales a la marcha del orgullo gay? No muy distinto de ellos, un político capitalino que se anda precandidateando con los verdes para 2018 ha levantado la mano para inaugurar la marcha, al tiempo que asociaciones de derechos de la comunidad gay lo denuncian por tolerar la creación de la base de datos de homosexuales que practican cruising en el Metro. Bazar de imposturas y galería de falsedades.

Obituario. El pasado 12 de junio falleció Serge I. Zaïtzeff, investigador canadiense que durante muchos años trabajó incansablemente para recuperar, ordenar y presentar, buena parte de la historia intelectual del México ateneísta. No vi en la prensa mayor mención de la lamentable pérdida, ni he encontrado un listado mínimo de su gran contribución. Al morir, trabajaba en la edición de la correspondencia de Carlos Pellicer desde Tierra Santa. Va un listado primario (en orden cronológico), para que algún completista termine algún día el trabajo.

  • Julio Torri, Diálogo de los libros, México, Fondo de Cultura Económica, 1980.
  • Ricardo Gómez Robelo y Carlos Díaz Dufoo Jr., Obras, México, Fondo de Cultura Económica, 1981.
  • Serge I. Zaïtzeff, El arte de Julio Torri, México, Oasis, 1983.
  • Rubén M. Campos, Obra literaria, Guanajuato, Gobierno del Estado de Guanajuanto, 1983.
  • Roberto Argüelles Bringas, Lira ruda, Veracruz, Universidad Veracruzana, 1986.
  • Julio Torri, El ladrón de ataúdes, México, Fondo de Cultura Económica, 1987.
  • Recados entre Alfonso Reyes y Antonio Castro Leal, México, El Colegio Nacional, 1987.
  • De casa a casa. Correspondencia entre Manuel Toussaint y Alfonso Reyes, México, El Colegio Nacional, 1990.
  • Con leal franqueza. Correspondencia entre Alfonso Reyes y Genaro Estrada, volumen I, México, El Colegio Nacional, 1992.
  • Con leal franqueza. Correspondencia entre Alfonso Reyes y Genaro Estrada, volumen II, México, El Colegio Nacional, 1993.
  • Con leal franqueza. Correspondencia entre Alfonso Reyes y Genaro Estrada, volumen III, México, El Colegio Nacional, 1994.
  • Alfonsadas. Correspondencia entre Alfonso Reyes y Rafael Cabrera 1911-1938, México, El Colegio Nacional, 1994.
  • Javier Icaza y sus contemporáneos epistolares, Xalapa, Universidad Veracruzana, 1995.
  • Julio Torri, Epistolarios, México, UNAM, 1995.
  • Carlos Pellicer/Alfonso Reyes. Correspondencia [1925-1959], México, Ediciones del Equilibrista, 1997.
  • Carlos Pellicer, Correo Familiar, México, Factoría Ediciones, 1998.
  • Algo de la experiencia americana. Correspondencia entre Alfonso Reyes y Germán Arciniegas, México, El Colegio Nacional, 1998.
  • Cortesía norteña. Correspondencia entre Alfonso Reyes y Artemio de Valle-Arizpe, México, El Colegio Nacional, 1999.
  • Una amistad porteña. Correspondencia entre Alfonso Reyes y Roberto F. Giusti, México, El Colegio Nacional, 2000.
  • Grito de auxilio. Correspondencia entre Alfonso Reyes y Juana de Ibarborou, México, El Colegio Nacional, 2001.
  • Correspondencia entre Carlos Pellicer y Germán Arciniegas, México, Conaculta, 2002.
  • Correspondencia entre Alfonso Reyes, Raimundo Lida y Ma. Rosa Lida de Malkiel, México, El Colegio de México, 2009.
  • Alfonso Reyes y Arnaldo Orfila Reynal, Correspondencia (1923-1957), México, Siglo XXI, 2009.
  • México es cosa mía. Epistolario de Germán Pardo García con Alfonso Reyes, Gabriela Mistral y Germán Arciniegas, México, El Colegio Nacional, 2011.
  • 20 epistolarios rioplatenses de Alfonso Reyes, México, El Colegio Nacional, 2008.
  • Julio Torri, Obra Completa, 2011.

La escalada

Por primera vez desde hacía horas, el escalador miró hacia arriba y observó una notable diferencia. Por fin había llegado a la cima. Los demás no tardarían en llegar. Como era su ritual personal, exhaló abruptamente con una gran sonrisa, dando gracias a la naturaleza, y dio en tierra dos sólidos puñetazos con el costado de las manos cerradas. Se sentó sintiendo la fuerza inimaginable del viento: cuando estás abajo, no tienes idea de qué quiere decir el empuje del aire. Antes de sacar las viandas, de secar su sudor, antes de hacer cualquier otra cosa, se sentó a meditar. Los demás no tardarían en llegar. Pero algo muy extraño le ocurrió mirando desde la altura la extensión casi inusitada de los páramos y, muy en lontananza, de la diminuta ciudad. Nunca se había dado cuenta de que desde arriba no se notaba casi nada. Nada de lo que tenía nombre se podía ver desde allí. Si acaso, las nubes y los astros. Miró con atención absorto. Esos eran árboles, se miraba el verdor extendido con su sombra vegetal obscura amenazando a los caminantes que se adentraran en los cerros; sin embargo, no se distinguía un solo árbol. Lo mismo los edificios, lo mismo los caminos, los despeñaderos, los sembradíos, todo. Todo allá arriba era indistinguible. Entonces se dio cuenta de que todo lo que había visto subiendo, y todo lo que sus dedos le decían adoloridos, y todo lo que sus brazos extendidos y tensados habían comprendido en su faena, había ocurrido en su imaginación. Lo supo con claridad: sus mapas y los mapas en los libros de los hombres encerrados divagando con sus mentes silenciosas, eran los mismos.

Entre cruces y manzanas

Hay imágenes tan bellas que al presentarse ante nuestros ojos cambian para siempre lo que somos, algunas nos deslumbran con su apariencia y nos pierden: Eva cambió el paraíso por la apariencia apetitosa de un fruto que encierra a la muerte. Pero, otras imágenes son humildes y en lugar de cegar a quien las ve le devuelven la vista, pues en su humildad están llenas de luz verdadera: tal es el caso de la imagen que se presenta ante nosotros, cuando contemplamos al fruto que da vida desde el árbol que es la cruz, esta imagen convierte y mueve al hombre para que abandone una vida vacía y la cambie por la belleza que trae consigo la santidad.
Tal pareciera que el poder de las imágenes es considerable, pero éste depende de nuestra capacidad para entenderlas y vivirlas, no faltará quien vea una manzana en el fruto prohibido, y por ende nada de malo en comerlo, y tampoco lo hará quien vea a un hombre sufriente e ignorante en el crucificado, y por lo mismo incapaz de dar vida eterna al hombre, la cual a su vez es mal entendida.
La imagen sólo cambia a quien puede verla como tal, así como la palabra sólo es entendida por quien puede oír y reconocer que lo hace.

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De otra gota categórica

De otra gota categórica

Es sencilla la explicación mecánica: los brazos extendidos permiten que la sangre circule más libremente y en mayor cantidad, al tiempo que el movimiento de los brazos libera el pecho que se compensa recibiendo mayor cantidad de aire, lo que estimula la circulación, aumenta la irrigación cerebral, estimula la producción de serotonina y dota al abrazo de ese sentimiento tan agradable que el común de la gente llama felicidad. Pero al tiempo que sencilla, es falsa: no todo abrazo es liberador. Los abrazos diplomáticos son un chaleco apretado; los familiares, una almohada pachona; los amorosos, una tersa frazada… no todo abrazo es liberador.

Es sencillo desperdiciar los abrazos, deshilacharlos hasta hacerlos palmadas, aligerarlos hasta convertirlos en papalotes de la presencia. Pues el abrazo, claramente, toma su densidad de la misma presencia, de la sola presencia de los abrazados. Por eso los hay tan pesados como un balde de agua, o densísimos como lágrimas que se filtran hasta los pies. No todo abrazo es pesado, pero sólo el abrazo pesado, el realmente pesado, es liberador.

Es complicada la mecánica espiritual del abrazo liberador. Pide, en primer lugar, una seria congoja en el pecho: un nudo en el hilo del aliento. Exige, en segundo lugar, que nuestros ojos sean enormes presas que amenacen la aridez del valle de la cotidianidad. Y en el tercer momento, pide que el encuentro de las dos congojas desanude el nudo del llanto para liberar las presas que nos permiten sabernos acompañados en este valle de lágrimas. El abrazo es disolución del diluvio individual en el mar de la amistad.

Námaste Heptákis

Coletilla. “Explicar es perdonar; la explicación es el perdón mismo”. John Maxwell Coetzee