El silencio en el desierto

Por lo regular pensamos en el desierto como un sitio terrible: árido, frío durante las noches, excesivamente caluroso en las horas en las que más resplandece el sol y extremadamente seco. Quienes estamos acostumbrados a las comodidades que proporciona una buena sombra, y un árbol cercano del que podemos obtener cuanto fruto nos apetezca, no tenemos imagen más aterradora que la de un desierto creciente y capaz de hacernos perder entre sus inmensidades todo aquello que nos proporciona alguna seguridad.

Pero, no todo en esta vida son las sombras frescas y las aguas, a veces cristalinas y a veces cenagosas, que las alimentan. El desierto también tiene una peculiar belleza, posee una hermosura que pocos saben apreciar pues hay quien en el silencio del desierto siente la necesidad de ver hacia el cielo y de escuchar su propio silencio, tal como ocurriera con muchos anacoretas y santos; en su aridez ve su incapacidad para crear la vida que muchos pretenden poseer como sucede con quien se percata de los límites de su sapiencia;  y en los extremos de calor y frío, hay quien ve un reflejo claro de los movimientos que padece el alma, la cual entre amaneceres y ocasos se reconoce como un ser necesitado y ansioso por recibir una fuente de agua viva que no sólo apague su sed, sino que también cambie su vida.

Si dejáramos de temer tanto al desierto quizá prestaríamos más atención al desolador silencio que nos acompaña y nos perderíamos menos entre el ruido con el que fingimos estar escoltados.