La escalada

Por primera vez desde hacía horas, el escalador miró hacia arriba y observó una notable diferencia. Por fin había llegado a la cima. Los demás no tardarían en llegar. Como era su ritual personal, exhaló abruptamente con una gran sonrisa, dando gracias a la naturaleza, y dio en tierra dos sólidos puñetazos con el costado de las manos cerradas. Se sentó sintiendo la fuerza inimaginable del viento: cuando estás abajo, no tienes idea de qué quiere decir el empuje del aire. Antes de sacar las viandas, de secar su sudor, antes de hacer cualquier otra cosa, se sentó a meditar. Los demás no tardarían en llegar. Pero algo muy extraño le ocurrió mirando desde la altura la extensión casi inusitada de los páramos y, muy en lontananza, de la diminuta ciudad. Nunca se había dado cuenta de que desde arriba no se notaba casi nada. Nada de lo que tenía nombre se podía ver desde allí. Si acaso, las nubes y los astros. Miró con atención absorto. Esos eran árboles, se miraba el verdor extendido con su sombra vegetal obscura amenazando a los caminantes que se adentraran en los cerros; sin embargo, no se distinguía un solo árbol. Lo mismo los edificios, lo mismo los caminos, los despeñaderos, los sembradíos, todo. Todo allá arriba era indistinguible. Entonces se dio cuenta de que todo lo que había visto subiendo, y todo lo que sus dedos le decían adoloridos, y todo lo que sus brazos extendidos y tensados habían comprendido en su faena, había ocurrido en su imaginación. Lo supo con claridad: sus mapas y los mapas en los libros de los hombres encerrados divagando con sus mentes silenciosas, eran los mismos.

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