La vida en pasmo
Discrepancia mayor entre los hombres es la que se muestra en la realización de sus proyectos. A veces podrán coincidir en el diagnóstico o en los objetivos, pero no siempre concordarán en su evaluación de la práctica. Dos hombres pueden ser los más preocupados por la educación, pueden acordar que es un tema importante porque es claro que algo anda mal con ella, pueden convenir en que su objetivo en común es mejorarla, pero al final puede que no coincidan ni los modos ni los tonos en que el mejoramiento planeado podría realizarse. Porque si el diagnóstico y el proyecto puede llegar a planearse objetivamente, los modos y los tonos de la ejecución sólo son asequibles en la subjetividad. Podemos sentirnos igualmente mal ante una tragedia, aunque no por ello todos nos pongamos a llorar; podemos alegrarnos similarmente ante una gran victoria, aunque no por ello todos nos iremos a celebrar. Los modos y los tonos distinguen a los hombres, aunque la distinción sea difícil de notar.
La dificultad para notar la distinción es el punto débil de toda política educativa: los modos y los tonos de la educación dependen de la maestría del educador y de la maestreabilidad del educando. Lo sencillo, en la planeación educativa, es establecer metas burocráticas; lo complicado, es la educación. Creo que un excelente ejemplo de esto se encuentra en el juicio más cruel que José Vasconcelos hizo sobre Pedro Henríquez Ureña. En carta a Alfonso Reyes del 28 de noviembre de 1923, el apasionado Vasconcelos dice: “Para Henríquez Ureña, y quien sabe si sea yo injusto, la vida social se reduce al establecimiento de clubs y sociedades literarias de crítica y murmuración, pero trabajo efectivo jamás ha desempeñado aquí […] El intelectual se ve a sí mismo, pero nunca el bien ajeno, y no piensa en la obra que está ejecutando sino en la consideración que le puedan dar […] Del mismo Pedro debo decirte lo que tal vez tú has sospechado y lo que todo el mundo afirma aquí, aunque yo fui el último que llegó a convencerse de ello, y es que no nos puede ver, que está lleno de pequeños y grandes rencores […] Creo que también le lastima no haber llegado a alcanzar una posición social de importancia, pero no reflexiona que para lograr esto le hubiera sido necesario sacrificar algo de sus comodidades […] No sé lo que tú pienses, pero sí recuerdo algunas frases tuyas en una carta confidencial de hace más de dos años en que te referías a cierta esterilidad de la obra de Pedro y yo te contesté que a mi juicio dependía de que Pedro no tenía fe en ningún ideal”. La carta es, a pesar del evidente descuido con el que Vasconcelos las redactaba, un retrato fiel de un tipo de hombre que juzga con severidad a otro tipo de hombre. Note el lector la estrategia del mexicano para incordiar a Reyes con su amigo dominicano. Lo importante para Vasconcelos es disminuir la importancia de la labor socrática de Henríquez Ureña, y su estrategia tiene tres pasos: descalificar los clubes de lectura fundados por el dominicano, inhabilitar la intención de Pedro y reivindicarse tras la caída del denostado. Nótese que el primer paso depende de la validez de los otros dos, y que los otros dos exigen la complicidad de Reyes para que no sea Vasconcelos el único que, por “rencor”, lo dice. Así, aquello de “debo decirte lo que tal vez tú has sospechado” y “no sé lo que tú pienses, pero sí recuerdo algunas frases tuyas en una carta confidencial de hace más de dos años” está presente para que a ojos del lector no se crea que Vasconcelos es cruel, sino que hasta el caballeroso Alfonso Reyes coincidiría en el juicio. Considérese, además, que es propio de los hombres rencorosos y envidiosos atacar de ese modo indirecto: recriminar con un pasado sacado de contexto y distorsionar el pasado compartido para justificar la situación presente. Considérese, respecto a este punto, que la acusación presentada por Vasconcelos sobre Henríquez Ureña es que en realidad lo único que le importaba era la fama, y si acaso se la pasaba fundando clubes de lectura, no era por algún alto ideal, sino para incrementar su fama. No se olvide, por cierto, que lo dice el Ministro de Educación que pronto fue llamado “Maestro de América”, que lo dice un hombre realmente famoso y de muy altos ideales; no se oculte que presenciamos una lucha de titanes de los altos ideales, no de un estercolero que se ufana del absurdo y regodea con la crueldad. Pero volvamos a nuestro asunto.
La acusación de José Vasconcelos contra Pedro Henríquez Ureña es que de nada sirve fundar clubes de lectura, pues ahí sólo se benefician los asistentes, y públicamente el beneficiado es el fundador, quien aumenta su fama y prestigio social. Frente a ello, sabemos, está la intensa campaña por la lectura que desde la capital del país organizaron José Vasconcelos y Julio Torri, y que en el interior del país realizaron personajes como Carlos Pellicer y Daniel Cosío Villegas. De un lado, el dominicano hacía círculos de lectura; del otro, el mexicano distribuía libros al por mayor y daba cursos rápidos de lectura. Públicamente, Henríquez Ureña no se manifestó contra la política de Vasconcelos. Lo puesto en cuestión, por Vasconcelos, son los clubes de lectura. ¿En verdad un club de lectura sólo es una versión universitaria de la vida social y beneficia únicamente en términos de reconocimiento a su fundador?
Buscar una respuesta a la pregunta anterior nos pide que indaguemos las razones por las que Pedro Henríquez Ureña anduvo por el mundo fundando clubes de lectura, y mientras no conozcamos una declaración explícita de su parte, tendremos que reconstruir la actitud que perfilaba la acción del dominicano. En una página testimonial de 1946, año en que ya no eran amigos, Julio Torri nos informa de las principales actitudes de Pedro Henríquez Ureña: “era de una bondad inagotable”, pues dedicaba atención al pensamiento y a la obra de sus amigos, sacrificando incluso sus horas de sueño; tenía una “inteligencia clarísima, de primer orden”, pues solía aconsejar y comunicar lo bueno; “era muy aficionado a formar por pasatiempo listas”, pues no todo le daba lo mismo y consideraba bueno y útil para sus amigos que pudieran distinguir lo mejor de lo peor; “era la sociabilidad misma. Nadie gozaba como él de los problemáticos placeres que procuran las reuniones y tertulias”, pues intentaba conciliar, subir de nivel la conversación, reflexionarlo todo y desprenderse de lo anecdótico; “era muy hábil en dirigir a los jóvenes y en despertar en ellos anhelos de mejoramiento intelectual. Después de conversar con él, aceleraba uno el ritmo de sus lecturas”, pues educaba con la presencia al más puro estilo socrático. De los cinco rasgos presentados, es el tercero el que más nos ilumina la respuesta a nuestra pregunta: Vasconcelos distinguía entre libros que leía de pie y libros que leía sentado, Henríquez Ureña entre libros que hacían bien y libros que hacían mal; el criterio del primero era personal, el del segundo ameritaba ser discutido; el primero quería levantar a los lectores, el segundo quería beneficiarlos. Y creo que ahí se encuentra la gran diferencia. Ningún lector que se respete creería que se puede ser indiferente a las lecturas, pues uno de los primeros descubrimientos en toda experiencia lectora es el gusto y el disgusto; sólo cuando el lector comienza a volverse sabio es capaz de distinguir las lecturas que le hacen bien de las lecturas que le hacen mal; clubes de lectura para solamente promover la lectura pide la lista de libros de Vasconcelos, pero clubes de lectura que buscan hacer bien a los convidados piden la bondad inagotable de Henríquez Ureña.
Sin embargo, asumir la posición de Pedro Henríquez Ureña es sospechoso a la mirada de la mayoría. Los igualitarios le negarán la capacidad de juicio: ¿quién es él para ponerse a clasificar en listas a los mejores poetas, a los mejores filósofos o a los mejores escritores? Los nihilistas negarán la posibilidad del juicio. Los utilitarios verán perversas intenciones en la clasificación e inocularán a los demás de recelos virulentos sobre los beneficios ocultos que recibe el clasificador. Pero quizá la peor de las sospechas sobre la posición de Pedro Henríquez Ureña viene de quienes contraen la acrimonia de la envidia por su incapacidad para comprender el juicio. Sobre estos últimos, Julio Torri nos hace ver que el dominicano los tenía tan presentes que “sus omisiones eran desgraciadamente siempre deliberadas y cuidadosamente establecidas”, por lo que “cerca de sí no había sino devotos y maldicientes”.
El ejemplo más claro del juicio de Pedro Henríquez Ureña, y de lo deliberado y cuidadoso de sus omisiones, se encuentra, al mismo tiempo, en su más bello fruto y en su mejor cosecha. El 12 de abril de 1914, Henríquez Ureña publica un artículo intitulado “El poeta del día en México”, donde reconoce a Enrique González Martínez como poeta mayor, posterior a 1910, en México. Un año más tarde, y como prólogo a Jardines de Francia, Henríquez Ureña describe el Parnaso poético de México del siguiente modo: “Seis dioses mayores proclama la voz de los cenáculos: Gutiérrez Nájera, Manuel José Othón, muertos ya; Salvador Díaz Mirón, Amado Nervo, Luis G. Urbina y Enrique González Martínez. Cada uno de los poetas anteriores tuvo su hora de influencia. González Martínez es la hora del presente”. Obviamente, el juicio fue leído por los discípulos de don Pedro, y a más de uno seguramente impresionó que del Parnaso excluyera al poeta del Ateneo: Alfonso Reyes. Un año más tarde, en mayo de 1916, Julio Torri extendería el juicio del maestro y afirmaría: “López Velarde es nuestro poeta de mañana, como lo es González Martínez de hoy, y como lo fue de ayer Manuel José Othón”. El maestro censuró inexplicablemente la afirmación del discípulo, que no hacía sino glosar una afirmación del dominicano. Su exclusión en la lista del maestro y no ser señalado como el poeta del futuro en la página del mejor amigo, seguramente tuvo en Alfonso Reyes un efecto abrasador. Mas el efecto, planeado por Henríquez Ureña, dio fruto al paso de unos años. La primera pista la dio en 1922, año de la publicación del primer libro de poesía de Reyes, volviendo a hablar de González Martínez como el poeta mayor y lamentándose que la decadencia de su influencia por un “mexicanismo de fina emoción y colores pintorescos”; es decir, Alfonso Reyes no logra cubrir con su primer libro de poesía las necesidades espirituales de la poesía mexicana. La segunda pista la da el 2 de julio de 1927, afirmando: “Al fin, el público se convence de que Alfonso Reyes, ante todo, es poeta. Como poeta empiezan a nombrarlo las noticias casuales: buena señal. Buena y tranquilizadora para quienes largo tiempo defendimos entre alarmas la tesis en cuyo sostén el poeta nos dejaba voluntariamente inermes”. Henríquez Ureña se refiere a la recepción de Pausa, el segundo libro de poesía de Alfonso Reyes, que saliera un año antes y fuese rápidamente celebrado por su mejor amigo en carta del 3 de septiembre de 1926: “Mi caro Alfonso: ¡Muy precioso tu libro Pausa! Eres demasiado inteligente y, con todo, poeta”. El poeta mayor, Enrique González Martínez, saludaría así el nuevo libro el 22 de julio de 1926: “Mi querido Alfonso: Ayer fue un día marcado con piedra blanca, día de “pausa” interior, clara, bella y reconfortante. El poeta alzó la mano y el tráfico del alma se detuvo. Por la calle pasan sólo ritmos que danzan y eternas voces musicales. La vida en pasmo oye y contempla…” Mientras que el maestro daría por buena la lección aprendida advirtiendo al todavía discípulo: “el hombre que prueba el sabor salado del pan ajeno hace su camino entre ímpetus y desfallecimientos. Cayendo y levantándose, acaba por confiarse a la vida […] Se hace dura la vida; pero en mitad de las tormentas sobrevienen días puros, días alcióneos, de cielo diáfano, de aire tibio, sin el rumor y el ardor de la primavera”. Extraña pedagogía la que no confía en los ímpetus de las grandes voluntades o lo deja todo a la suma de los azares; la que busca enseñar a llevar la vida con examen, atendiendo más a lo modos y a los tonos, desconfiando de las burdas simpatías de todos y ahondando las reales diferencias entre pocos. Eso va más allá de la fama, la vida social y un simple club de lectura. Creo que eso es la educación.
Námaste Heptákis
Escenas del terruño. El nacionalismo de la patada ha puesto de moda como eslogan de defensa de los ritos porriles afirmar #Todossomosputos, creyendo que así se disfrazará la intención homofóbica que la extranjería dice ver en los gritos nacionales. ¿Cuántos de todos esos activos twitteros que hoy escriben #Todossomosputos nos sorprenderán la próxima semana con las mofas habituales a la marcha del orgullo gay? No muy distinto de ellos, un político capitalino que se anda precandidateando con los verdes para 2018 ha levantado la mano para inaugurar la marcha, al tiempo que asociaciones de derechos de la comunidad gay lo denuncian por tolerar la creación de la base de datos de homosexuales que practican cruising en el Metro. Bazar de imposturas y galería de falsedades.
Obituario. El pasado 12 de junio falleció Serge I. Zaïtzeff, investigador canadiense que durante muchos años trabajó incansablemente para recuperar, ordenar y presentar, buena parte de la historia intelectual del México ateneísta. No vi en la prensa mayor mención de la lamentable pérdida, ni he encontrado un listado mínimo de su gran contribución. Al morir, trabajaba en la edición de la correspondencia de Carlos Pellicer desde Tierra Santa. Va un listado primario (en orden cronológico), para que algún completista termine algún día el trabajo.
- Julio Torri, Diálogo de los libros, México, Fondo de Cultura Económica, 1980.
- Ricardo Gómez Robelo y Carlos Díaz Dufoo Jr., Obras, México, Fondo de Cultura Económica, 1981.
- Serge I. Zaïtzeff, El arte de Julio Torri, México, Oasis, 1983.
- Rubén M. Campos, Obra literaria, Guanajuato, Gobierno del Estado de Guanajuanto, 1983.
- Roberto Argüelles Bringas, Lira ruda, Veracruz, Universidad Veracruzana, 1986.
- Julio Torri, El ladrón de ataúdes, México, Fondo de Cultura Económica, 1987.
- Recados entre Alfonso Reyes y Antonio Castro Leal, México, El Colegio Nacional, 1987.
- De casa a casa. Correspondencia entre Manuel Toussaint y Alfonso Reyes, México, El Colegio Nacional, 1990.
- Con leal franqueza. Correspondencia entre Alfonso Reyes y Genaro Estrada, volumen I, México, El Colegio Nacional, 1992.
- Con leal franqueza. Correspondencia entre Alfonso Reyes y Genaro Estrada, volumen II, México, El Colegio Nacional, 1993.
- Con leal franqueza. Correspondencia entre Alfonso Reyes y Genaro Estrada, volumen III, México, El Colegio Nacional, 1994.
- Alfonsadas. Correspondencia entre Alfonso Reyes y Rafael Cabrera 1911-1938, México, El Colegio Nacional, 1994.
- Javier Icaza y sus contemporáneos epistolares, Xalapa, Universidad Veracruzana, 1995.
- Julio Torri, Epistolarios, México, UNAM, 1995.
- Carlos Pellicer/Alfonso Reyes. Correspondencia [1925-1959], México, Ediciones del Equilibrista, 1997.
- Carlos Pellicer, Correo Familiar, México, Factoría Ediciones, 1998.
- Algo de la experiencia americana. Correspondencia entre Alfonso Reyes y Germán Arciniegas, México, El Colegio Nacional, 1998.
- Cortesía norteña. Correspondencia entre Alfonso Reyes y Artemio de Valle-Arizpe, México, El Colegio Nacional, 1999.
- Una amistad porteña. Correspondencia entre Alfonso Reyes y Roberto F. Giusti, México, El Colegio Nacional, 2000.
- Grito de auxilio. Correspondencia entre Alfonso Reyes y Juana de Ibarborou, México, El Colegio Nacional, 2001.
- Correspondencia entre Carlos Pellicer y Germán Arciniegas, México, Conaculta, 2002.
- Correspondencia entre Alfonso Reyes, Raimundo Lida y Ma. Rosa Lida de Malkiel, México, El Colegio de México, 2009.
- Alfonso Reyes y Arnaldo Orfila Reynal, Correspondencia (1923-1957), México, Siglo XXI, 2009.
- México es cosa mía. Epistolario de Germán Pardo García con Alfonso Reyes, Gabriela Mistral y Germán Arciniegas, México, El Colegio Nacional, 2011.
- 20 epistolarios rioplatenses de Alfonso Reyes, México, El Colegio Nacional, 2008.
- Julio Torri, Obra Completa, 2011.