El engañador

El engañador no celebra el mal que le hace al engañado. No, el engañador se complace con otros placeres. Él goza solo, sonríe en secreto, se cautiva consigo mismo y, mientras, teje y teje en la obscuridad de sus escondites largos tapetes que cuelga por el mundo para que los miren los cándidos y se queden absortos. Se ríe de ellos, pero no por sus errores. El engañador se ríe del yerro ajeno porque lo admira como acierto suyo. “Qué grande soy –se dice el engañador–, ahora que he disminuido tanto a los otros”. Celebra la desventaja que inventó para los otros. Se alegra de mirar por encima y apartar su lugar sólo para él, y no compartirlo nunca. Saborea su soledad como un manjar para el que nadie más tiene afinado el gusto. Se mira carcajeándose en silencio mientras finge mirar a los demás. Su palabra es para él su libertad y el asentimiento ignorante su imperio. Arroja su brazo como quien hace creer a un perro que lanzó una pelota, y sonríe. Se complace de inventar y se ufana de su fuerza. “Soy quien funda el poder –se dice el engañador–, soy quien cimienta los muros y dentro de ellos gobierno”. Con su brazo mide las distancias del mundo y cuenta cuántos brazos suyos llegan al cielo, y cuántos al fondo del mar. El engañador es muy diverso. A veces roba al ciego, y se aplaude como aplauden las masas al prestidigitador; a veces traiciona al confiado, y se aplaude como aplauden las masas al estratega exitoso; y otras veces hunde la ilusión del esperanzado y se aplaude como aplauden las masas morbosas al adivino maníaco que augura la caída de la civilización. El engañador hace mal al engañado, pero cierra sus oídos al sufrimiento mientras disfruta su codicia como la marca de su superioridad. El engañador más perfecto se engaña incluso a sí mismo, y se disfraza cuando está solo para evadir su propia vista, para evitar que se derrumbe el reino que erigió a lo largo de la tierra, y para nunca tener que reunir el valor que hace falta para admitir que nunca ha hecho nada; para admitir que sus amigos son fantasmas y sus palabras balbuceos incoherentes, y que a su poder lo sostiene un delgado hilo urdido sólo con una hambrienta y miserable cobardía.