El silencio que mata al diálogo se impone, pero este silencio es muy especial, porque se impone mediante el ruido. Hay tanto ruido a nuestro alrededor que nos volvemos sordos hasta para lo que decimos nosotros mismos.
Hace tiempo, se podía decir con cierta confianza: la simple presencia del otro basta para iniciar una conversación, de alguna manera al estar nos expresamos. Pero, la indiferencia ante lo que se expresa impide comunicación alguna en tiempos en los que se habla de grandes avances respecto a la posibilidad de comunicar.
Cuando se empieza a hablar sobre estas cosas la ironía no se hace esperar, el cinismo tampoco, y las falsas preocupaciones menos. Quienes dicen escuchar no cesan de hablar y de tejer redes con todo lo que dicen, sus dedos siempre están levantados para aprobar o descalificar lo que otros intentan decir; los cínicos hablan y reconocen abiertamente que lo que dicen no tiene valor, como tampoco lo tiene para ellos quien se detiene un momento para escucharlos; y los que se preocupan falsamente se dedican a hablar sobre la incapacidad de los otros para dialogar sin notar sus propias carencias.
En medio de tanto ruido no ha de extrañarnos que el silencio se imponga, que la presencia del otro ya no importe y que las cosas importantes se digan mediante tratados plagados de hablantes y no con diálogos que pecan de sencillos y que permiten al que escucha iniciar una verdadera conversación.
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