Luotimo, el viejo, había sido voz en la comunidad toda su vida. Un día, un joven se enteró de que el padre de Luotimo había sido uno de los líderes del pueblo y que fácilmente su hijo habría podido asumir ese puesto a la muerte del señor hacía medio siglo; pero en vez de eso, lo había rechazado voluntariamente. Al escuchar estas desconcertantes palabras, sin perder tiempo el joven buscó en su casa al viejo y demandó tan pronto lo vio: «Luotimo, quiero saber por qué cuando pudiste ser líder de todos nosotros, rehusaste el cargo, si esto que he escuchado es verdad». El anciano preparó el té y esperó, según su costumbre, a que éste estuviera listo para que ambos bebieran. Entonces le respondió: «hacía ya mucho que no escuchaba esta pregunta, y sin embargo, nada ha cambiado demasiado. El tiempo invita a pensar que el mundo sigue siendo el mismo que siempre ha sido. ¡Qué difícil es ceñirlo mientras se mira tan alto como ven los reyes y señores! Miran tanto tiempo el brillo dorado en las nubes que olvidan las caras de los suyos. Verás, cuando era como tú y no se había adelgazado la carne de mis manos, tuve un sueño. Sólo los dioses felices pueden saber ahora si fui o no engañado como Agamemnón. Soñé con el Rey Ciro y una mesa amplia llena de manjares. Soñé música que ya olvidé y que todavía hoy me inflama el pecho. Soñé risas, riñas y el calor de cercanías. En mi sueño, Ciro estaba entre sus huestes y comía con ellas, tomando de la mesa el mismo pan. Fuera de la tienda todo era árido. Yo miraba al rey desde lejos, y aun a mi distancia escuchaba a la perfección cuando uno de sus parientes se acercaba desafiante donde él. ‘¿Qué haces, Ciro? –le preguntaba con escarnio en los dientes– ¿comes en común con el vulgo? ¿Será que rehuyes de la sazón de las comidas palaciegas porque tu paladar es débil? ¿O es que no sabes que lo justo es que cada quien coma con sus iguales?’, todo esto lo escuchaba yo muy bien, pero cuando Ciro respondía yo no alcanzaba por entero a hacerme de sus palabras. Me acercaba entonces, hasta oír lo que quedaba de su contestación. ‘Un buen gobernante –le decía–, puede diferenciar lo justo y lo bello’. Desperté para anunciar la decisión por la que inquieres hoy». El joven se fue antes de terminar su té, y Luotimo derramó el resto en la arena cuando se había enfriado.