Se habla tanto sobre el diálogo, que pocas veces nos detenemos a escuchar con atención todo lo que sobre éste se dice. A veces lo vemos como la panacea capaz de remediar todos los males que aquejan a la humanidad: los conflictos bélicos, sentimentales o los problemas de salud pública se remedian mediante el diálogo, de ahí que se busque en todo momento abrir mesas y organizar congresos en los que muchos hablan y nadie escucha. Hablamos tanto sobre el diálogo que ya no nos detenemos a pensar en lo que éste es, y sin darnos cuenta vamos diluyendo la diferencia entre la conversación y la perorata carente de sentido.
Dialogar no es hablar sobre cualquier cosa, dos discursos sólo se pueden encontrar uno frente al otro cuando existe posibilidad de desacuerdo, y el hombre sólo puede sentir la fuerza de la discordancia cuando ésta afecta de manera importante su vida, así pues no tiene caso llamar diálogo a un cúmulo de palabras soltadas a las redes tejidas en el viento, y menos cuando éstas voces sólo están ahí para mostrar que algo es del gusto o del disgusto de los hablantes, el cual puede cambiar tan pronto como sale a relucir alguna nueva imagen lista para ser evaluada. Las palabras expresadas mediante deditos alzados o con frases como me gusta acaban perdidas entre el ruido que nos impide escuchar realmente lo que en verdad nos importa, o lo que siquiera decimos que nos importa.
Las líneas anteriores seguramente alegrarán a quienes consideran, un tanto simplonamente, que el diálogo es aquel que se lleva a cabo sin el uso de los medios de comunicación que ahora nos rodean; que para dialogar es necesaria la presencia del otro, pues sus palabras no son suficientes para que éste se muestre tal cual es. Pero las charlas de café o de cantina, tampoco suelen ser diálogos, en vivo también es posible perderse en medio del ruido generado por preocupaciones vanas y lejanas a la concordia o la discordia que enfrenta el verdadero dialogante. Un discurso sobre la superioridad de un aparato respecto a otros, o sobre el sabor que deja en la boca una copa de vino deja de lado el carácter humano del hombre y lo pierde en medio de la necesidad de consumir, quien habla sobre estas cosas no se juega a sí mismo en lo que dice y tampoco siente la necesidad de escuchar al otro, por lo que lo evita lo más posible hablando mucho más.
Considerando lo anterior, parecería que no es tan fácil encontrar dialogantes, pocos se juegan lo que son al aventurarse a hablar sobre lo que los mueve en la vida, parece que menos aún son los que hablan sintiéndose comprometidos con lo que dicen, cuando sólo se habla de gustos el compromiso es mínimo, pero cuando se habla de las creencias que nos hacen ser como somos ya no es tan fácil alejarse del juicio desfavorable de los demás. Sin embargo, estas dificultades no cancelan por completo la posibilidad de diálogo. Para hacerlo sería necesario cancelar la posibilidad de que el hombre sea lo que es, habría que dejar que éste se condene a un silencio incapaz de escuchar; y que una vez condenado se deje llevar por las ondas de mares inquietos y peligrosos; tal y como lo haría una tabla vieja y hueca, capaz de flotar, pero insuficiente para sostener cualquier cosa que merezca la pena ser salvada del naufragio al que nos enfrentamos.
Maigo