Las nuevas metáforas

Hasta los más reacios a aceptar el valor de las obras de ficción, los hombres dedicados con todo su empeño a desdeñar cualquier expresión de la metáfora en la vida humana, están educados. Y hasta ellos, fieros defensores de un mundo sin “mentiras de una imaginación idealista” viven sumergidos en un mar de palabras en el que fuentes de imágenes brotan y hacen corrientes en todas direcciones en todo momento. Éstos no se zambullen, están ya hundidos a kilómetros de profundidad. Que no presuman de poder ver la superficie de estas aguas, ¡si la presunción es de la que están empapados! Que no pretendan no hablar como el resto de nosotros, ¡si nosotros somos quienes conocen el lenguaje de la pretensión! Los ávidos inventores de los nombres más precisos para cada pieza de la realidad se conciben a sí mismos como constructores; pero lo que construyen son metáforas. En esta época en la que cunde la ciencia ficción y todas las promesas de la Modernidad están puestas una y otra vez a cientos de pruebas en los dramas míticos de los poetas, los ejemplos que abundan en los artículos de rigurosa investigación (de los que se juran enemigos de los regadores de patrañas) son palabras heredadas de estas voces. ¿Qué dicen que es la memoria? Grabación de datos. ¿Qué dicen de la visión? Reconocimiento de patrones. ¿Qué de la palabra? Codificación y decodificación de información. ¿La vida? Un iteración de variables. Éstas son metáforas y metáforas y más metáforas. Bueno, ¿y qué es el hombre? Por supuesto, una especie muy complicada de robot. Todos hemos sido educados y ésta es la marca de una literatura abundante de nuestro tiempo (¿y por qué abunda esta literatura, no es también por la educación de los poetas?). No hay nada más tentador que la conquista de la muerte que ofrecen estas imaginaciones: el fin de la guerra, el hambre, la pobreza, la enfermedad e incluso, la vejez. Un sistema que reciba perfecto mantenimiento no tendría por qué corromperse, ¿no es cierto? Los engrandecidos pensadores piensan la vida entre computadoras, y se nota en sus discursos sobre conexiones, procesadores, inteligencia artificial, cálculos de valores, y demás descubrimientos que tarde o temprano abren paso al arte de la inmortalidad. Se llaman a sí mismos filósofos y se enorgullecen, los que describen con ojos brillantes de anticipación el advenimiento de una nueva época, en la que los seres humanos sean comprendidos por fin como las máquinas que son.

Que no se emocionen tanto estos tecnólogos de la ciencia, que todo sigue igual. Progresan las herramientas, avanzan las técnicas, se perfeccionan las artes; ¿y el hombre? El hombre sigue igual. Las ciudades siguen ora floreciendo, ora menguando. Los mercados crecen y disminuyen. Las modas siempre se mudan. No avanzan los estudios, aprenden los estudiantes (y siempre han sido pocos). ¿Cuál es esta Humanidad de la que tanto hablan los anunciantes de la nueva verdad? ¿Dónde está la Humanidad por la que Bacon y Descartes nos prometieron velar? ¿Cuándo llega esta Humanidad que estará lista para todas las mercedes de las nuevas ciencias? Nadie sabe. Las personas, ésas siguen igual: preguntan lo que más les interesa, platican, y se esfuerzan por vivir bien. Y así, esto sigue siendo cierto: no vale lo mismo el reloj que quien mide el tiempo. No importa si decimos que está alentado por un espíritu o que está trabajando con engranes y resortes, éstas son metáforas. Las personas viven entre gozos y tristezas, como siempre han vivido. También, siempre ha habido quien vive gobernado por sus deseos. Y como siempre los ha habido, hay ahora reacios a admitir que lo más bello es lo más difícil de conseguir, pues no hay nada que deseen más que tenerlo todo en este instante, lo más fácilmente que se pueda. ¡Ah, cuánto se burlan del pasado los modernos! Pero nuestros nuevos rigoristas no son menos alquimistas que los que podrían haber ofrecido su propia sangre a cambio de un pacto solemne: la garantía de que vivirán para hacerse de una substancia que les permita dominar todas las cosas y, por fin, gobernar sobre toda la naturaleza que han aprendido a través de generaciones y generaciones de educación, a detestar.