Primero no quise creerle nada, aunque era muy extraño que Ricardo estuviera inventando cosas así. Digo, normalmente era un tipo muy serio. Es más, hasta diría que era despistado cuando una situación llamativa requería de él un poco de imaginación extra-rutinaria. Con todo y eso, no quise creerle nada. Preferí pensar que algún vapor de la ciudad inhalado por descuido lo estaba haciendo colorear las cosas más de la cuenta. Según recuerdo, fue porque me apretó el hombro muy fuerte que quité mi sonrisa para invitar la posibilidad de que estuviera diciendo la verdad, y eso tomó su buen tiempo. Sus ojos reemplazaron ya desde ese momento en mi memoria toda otra ocasión en que reparé en ese par gris. Lo que sí perdí ya por siempre es su primera descripción. ¿Qué palabras habrá usado? Sé que no me imaginé las cosas tal cual, porque no hay buen modo de ponerlo; pero no sé con qué palabras me lo dijo cuando me asaltó esta noción tan absurda. Probablemente me dijo que su cajón estaba cantando.
Decidí acompañarlo a su casa, allá cuando vivía en la Meseta. No tenía otra opción, la verdad. Me preparó un café con su “secreto”, que no era sino una rebanada de manzana amarilla en el filtro. ¡Qué contraste el descanso delicioso de ese calor con el calor insoportable del camino! Hace mucho que no bebo un café tan bueno, he de preparar uno así pronto. Ricardo estuvo un rato haciéndome la plática de tonterías. Sospecho que porque tenía el temor de estarse volviendo loco y quería aplazar ese diagnóstico cuanto más pudiera; pero yo tenía encendida la curiosidad lo suficiente como para detenerlo después de una o dos anécdotas de su hermana que no me interesaban en lo más mínimo. Así de inquieto andaba yo, que no quería saber nada de la hermana. Bueno, pues subimos a su recámara finalmente. En cuanto estuvimos en presencia del mueble él no hizo sino verlo fijamente y, cuando requerí de él alguna acción, alguna iniciativa cual fuera, sólo me señaló con la quijada y las cejas hacia él. Era una cajonera para ropa, de mi alto o un poco más bajita, y de una madera robusta, pesada. Ese café muy obscuro que refleja anaranjado bajo ciertas lámparas era el de su barniz, y las manijas eran chiquitas, de metal ennegrecido con pintura. Ya antes me había dicho que era el tercer cajón.
Abrí el cajón hacia mí y, solté un estrepitoso jadeo con el susto. De inmediato, volteé a Ricardo mientras me hacía la imagen de la tomada de pelo que me había puesto; pero él no estaba riéndose burlonamente como yo había anticipado. Seguía más bien inmóvil, con sus ojos grises bien abiertos. Creo que fue allí, cuando descarté que fuera una broma (una de Ricardo, por lo menos), que en serio me abrí a la posibilidad de creer en lo que estaba pasando: del cajón de vieja madera fluía el sonido de una flauta tocada con una dulzura enternecedora. Era clara, hasta potente. Además, la flauta no estaba sola: un oboe la acompañaba, y un fagot, y quién sabía cuántos más vientos venían de ese sitio recién abierto en un concierto deleitable. Le aseguré a Ricardo que yo también lo escuchaba (cosa que lo tenía sumamente preocupado), y volvió a decirme todo lo que ya antes me había dicho, nomás que ahora le puse mucha más atención. Esto había empezado a pasar recién, uno o dos días cuando más. Al abrir el tercer cajón, un nuevo conjunto de instrumentos tocaba una melodía distinta, siempre distinta, y todas las que escuchamos nos eran desconocidas. Sacamos toda la ropa, por supuesto, e incluso estando completamente vacío ese cajón seguía animándonos con sus melodías sacadas tan distintamente de su caja de madera como sé que con mi pecho y mi boca proyecto mi propia voz. Si uno sacaba el cajón del mueble, la música comenzaba a desvanecerse; era como las palabras de alguien que se va quedando dormido. El resto del mueble no tenía nada de especial, ningún otro cajón tenía ninguna gracia. ¡Y no es que no nos pusiéramos a experimentar!: reacomodamos la ropa, movimos el mueble, cambiamos los cajones… hicimos de todo, pero solamente cuando ese cajón estaba en su lugar, en el tercer lugar, y estaba abierto, cantaba con toda multitud de instrumentos. Nunca repitió nada de su repertorio, era como si hubiera alguien dentro siempre improvisando y siempre atinando interpretar de la manera más bella todo lo que se le ocurriera tocar. ¿Quién sabe cómo decidía qué cosas ensayar, y de qué maneras? ¿Podría haber sabido que tenía una audiencia? No pudimos encontrarle más sentido juntos que el que Ricardo le había hallado solo. Ya la segunda vez que fui, con toda la intención de escuchar al cajón, tuve que rogarle que me dejara oír. Lo perturbaba bastante.
Sé que no quieres creerme nada. No te culpo. Si supiera qué hizo el pobre de Ricardo con esa cajonera antes de mudarse… Tienes que entender que quedé con él de no decirle nada a nadie, y en ese entonces yo me tomaba las promesas muy en serio. Me imagino que él dejó de usar ese cajón, porque mientras más y más pensábamos en el raro suceso, más se aterraba él. Llegó un momento en que ya no quería hablar del asunto y al rato lo olvidó. O por lo menos hizo como si lo hubiera olvidado. ¿Yo qué sé?, tal vez hasta quemó el armatoste. Me pregunto si en estos últimos meses no habrá tenido la inquietud por escuchar esas preciosas flautas. Yo, por mi parte, sé que sí la siento, como un cosquilleo en los huesos, como un peso en el seño, que creo que ya no voy a poder acallar.