Pensando al Sol de noche

«El mejor de todos sería quien por sí mismo todo contemplara,
bueno sería también aquél que acatara lo que está bien dicho.
Pero el que ni por sí mismo contemplara ni escuchando a otro
se llevara algo al corazón, éste sería un hombre inútil».

–Aristóteles citando a Hesíodo

La verdad es clara, no porque se vea fácilmente, sino porque tiene su brillo propio. No es su culpa que se nos opaquen los ojos. Algunas cosas resplandecen en la superficie, otras sólo reflejan como espejos, aún otras están dentro de las nubes pesadas de lluvia palpitando en instantes y apagándose de nuevo, o bajo días de arena sobre arena y tierra sobre tierra y piedra sobre piedra. Unas lucen suspendidas en el silencio de la noche. Muchas de ellas estarán quién sabe dónde, escondidas, esperando. Pero una de las mejor resguardadas refulge en el pecho de unos –muy pocos– que aman con tiempo y cuidado el ardor de buscar la claridad de la verdad. Y nosotros, de ojos opacos, por lo menos habríamos de aguzar los oídos y escucharlos. Pues no estamos exentos: hay también cierta opacidad de los oídos. Y nada, si no nosotros mismos, impedirá que también ésos se nos vuelvan romos entre tantas voces que resuenan sólo obscuridad.