Progreso y competencia
El progreso personal ha tomado la expresión “competencia” como designación principal de la actividad que asegura el éxito, y con ello la bonanza económica. Así, los planes de estudio de las instituciones educativas se organizan por competencias, con lo que quieren nombrar al desarrollo de las habilidades básicas para triunfar en la vida. La publicidad de las escuelas particulares promete la producción de profesionales competitivos. Y el argot mercadológico llama competente al que tiene ganas de competir para “salir adelante”. Competencia es el nombre que ahora se da al progreso personal. Sin embargo, no siempre fue así.
Competencia lo mismo puede provenir del verbo competer que del verbo competir, diferencia no desdeñable cuando ante el uso contemporáneo de la competencia nos encontramos. El Vocabulista de Fray Pedro de Alcalá (1505) señala un origen común para cópeter (convenir), competer (reñir), cópetir (competir de igualdad), sin explicar la diferencia en los significados. Diez años antes, Antonio de Nebrija había señalado que competer y competir provienen del mismo verbo latino (competo), pero señalando pertenencia como significado del primero y “competir de igualdad” para el segundo, con lo que no consigue una definición; sin por ello explicar cómo es que se bifurca el original en ambos verbos castellanos. Juan Pallet, en su Diccionario muy copioso de la lengua española y francesa (1604), da la que quizás es la primera definición de competir: entrar en concurrencia; aunque no distingue con una definición a competer. En 1611, don Francisco del Rosal, en su Origen y etimología de todos los vocablos originales de la lengua castellana, afirma que competer y competir provienen del latín competere, guardando la propiedad de petere, que es pretender, “como se conoce en la palabra competidor, que es compañero en pretensión”; con su señalamiento confirmaríamos el origen común, aunque todavía falta explicar por qué se formaron dos verbos diferentes. Y el diccionario de la Academia, desde 1780, da como clara la diferencia entre los dos verbos y señala su similitud como un uso antiguo.
En cuanto a la definición propia de competir, es importante señalar un cambio importante. En aquella edición de 1780 la Academia definía competir como “contender dos o más sujetos entre sí; aspirar unos y otros con empeño a una misma cosa” como primera acepción, y “concurrir en una persona, o cosa, o en muchas cualidades igual con ella” como segunda acepción. Y es la segunda acepción la que cambió en 1884, cuando la concurrencia quedó de lado y se definió como “igualar una cosa a otra”. Claro es que convenir y concurrir no es lo mismo que igualar, y que la comprensión de competencia como riña o contienda se ve modificada al tiempo que se pierde la noción de competencia como propiedad o conveniencia. El enigma, por tanto, se origina en la bifurcación de petere.
Peto, presente de la primera persona del singular de petere, no tiene una etimología definida. En primer lugar, puede derivarse del latino bito (marchar), a partir de la forma beto, que a su vez deriva del griego baino (caminar), por lo que se explicaría la intencionalidad del movimiento que el latino parece describir. En segundo lugar, puede provenir del griego potheo (desear, requerir y echar de menos), camino por el que se explicaría la tendencia que caracteriza al movimiento nombrado. En tercer lugar, puede provenir del sánscrito pátati (vuela), que a su vez proviene de la raíz indoeuropea *pet, que tiene un doble significado: precipitarse y volar. Aunque esta última parece distante y se ven más claras las opciones griegas, la raíz *pet con sufijo nā produjo en latín penna, que lo mismo nombra a las plumas o a las alas de las aves. Del lado griego, la raíz *pet produjo pteron, que es el equivalente a penna y que conservamos en términos como coleóptero, helicóptero y quiróptero. Otra derivación en griego de la misma raíz produjo pipto que significa caída y de donde procede nuestro término síntoma. Vocalizado en o, en cambio, *pet produjo potamos que se traduce como río y nombra al agua corriente (y que conservamos en términos como Mesopotamia e hipopótamo). Y aunque potamos parece dejarnos muy lejos de peto, en realidad nos acerca, pues por la raíz indoeuropea podríamos encontrar el camino por el que competer y competir se nombraron en los inicios del castellano como confluencias.
La raíz indoeuropea *pet produjo una palabra más en latín a partir de su unión con el sufijo –yo: propitius, que se conoce vulgarmente como propicio. Lo propitius nombra, en primer lugar, una condición: aquella por la cual algo “se precipita hacia…”, lo que da, por la física aristotélica, “lo bien dispuesto hacia”, que también puede llamarse lo que confluye en, lo que compete.
El latino peto lo mismo forma en español el verbo pedir que el adjetivo petulante, que no nombra al presumido sino al que pide algo con insolencia. Con la preposición ad forma apetito y su verbo apetecer, que conserva el dirigirse hacia y añade un objeto específico. Forma ímpetu con preposición in para intensificar el tender hacia. Y perpetuo con preposición per para nombrar al movimiento continuo y sin interrupción, v.g. el cosmos en la física de Aristóteles, que no puede ser eterno en tanto totalidad del tiempo, sino perpetuo en tanto totalidad del movimiento. También da en español despedir, que derivado del expeto latino significa “pedir licencia para marcharse”. Obviamente, nuestros rebuscados competer y competir se forman con la preposición cum; pero todavía no nos deja claro el caso.
Por la rareza del caso, la relación entre competer y competir puede clarificarse a partir de su negativo correspondiente. ¿Cómo se llama a aquel que no le compete un asunto? Incompetente. ¿Cómo se llama a aquel que no puede competir? Incompetente. ¿Qué hace incompetente al incompetente? La imposibilidad de confluencia: que lo querido no caiga en sus posibilidades, que lo intentado no sea acorde con su naturaleza. Y aquí es donde encontramos lo iluminador de la raíz indoeuropea. Para casi cualquiera precipitarse y volar son movimientos contrarios, pues el primero parece nombrar una caída a causa de la fuerza de gravedad y el segundo el efecto de un trabajo para sobreponerse a dicha fuerza; es más, en la medida en que se iguala la fuerza de gravedad y la fuerza del trabajo, se mantiene el vuelo. Sin embargo, todo parece indicar que esos no son los sentidos que da el indoeuropeo. La lluvia, al igual que los ríos, se precipita, y por precipitar se nombra al movimiento por el que el agua tiende a su lugar natural; una de las primeras frases que toca traducir a todo estudiante primerizo de sánscrito es la siguiente: Vṛṣṭirmeghebhyaḥ patati, que de la literalidad de “la lluvia cae desde las nubes” ha de llevarse al sencillo “llueve”. De manera semejante, volar es deslizarse por el aire como los peces en el río, esto es, precipitarse en el aire (así lo ve Aristóteles cuando explica la semejanza del medio transparente). Precipitarse y volar son acciones tan semejantes que sólo las distingue la naturaleza de quien las ejecuta: la lluvia se precipita porque no puede volar, las aves no se precipitan mientras vuelan e Ícaro… Ícaro se vuelve la mejor imagen de la educación moderna. Que lo entienda el competente.
Námaste Heptákis
Coletilla. “Las pasiones pasan respetuosamente cerca de ti como pasajeros, entran en casa humildemente como huéspedes, y allí se afirman como amos”. Talmud