«La mayoría juzga que nosotros los tiranos bebemos y comemos más placenteramente que los hombres ordinarios, creyendo ellos que comerían con más placer del plato servido a nosotros que del que se han servido ellos, porque lo que está encima de lo ordinario es lo que causa el placer; pero es por esta razón que todo ser humano anticipa con deleite los festines, menos el tirano, porque nuestras mesas rebosan siempre con tal abundancia que no podrían nunca tener más. Así que en el placer de esperar más, los tiranos siempre estamos peor que los hombres ordinarios».
–Hierón a Simónides
Dice Javier Sicilia que la fuerza del horror amputa la imaginación. En una entrevista reciente, platicaba sobre la tristeza de vivir sin empatía hacia los demás, y dijo que «este tipo de sistemas, que basan todo en el dinero, el consumo y la exclusión, generan eso: amputan la imaginación y a fuerza de horror inhiben las reacciones saludables, y logran que la gente deje de imaginar que lo que sucede a alguien es algo que le compete a todos. Cuando ya no puedes imaginar el dolor de otro –y con imaginarlo me refiero a hacerlo tuyo– estamos en el Infierno». Creo que ésta es una descripción excelente de lo que ocurre en la vida inmersa en el poder. En el mundo humano la tiranía ha existido siempre, y no parece que los amores que son propios del tirano puedan desaparecer de la faz de la Tierra; si desaparecen, probablemente sea porque ya no hay más hombres en los cuales crezca la ambición. Es, sin embargo, sumamente triste hacer esta observación e interpretarla como que lo más natural es que el hombre domine a los demás, que los mantenga a raya con el horror que pueda convocar, y que el más pleno de luces y capacidades es el que más poder logra obtener.
La historia cuenta multitud de ocasiones en las que se vivió bajo los caprichos de un tirano –o de una organización tiránica–, y la mayoría de las veces lo cuenta repudiándolo mientras con vanidad se alza el cuello por los grandes logros de nuestras naciones democráticas (en este lado del mundo, por lo menos). Entre las voces protestantes y de los llamados activistas (que sospecho que también han existido siempre) uno encuentra para cada uno de estos accesos de orgullo democrático liberador, diez impugnaciones airadas. Suelen ser planas, arrojadizas, ácidas y sin mucho que decir más que la expresión de descontento, inconformidad, o sincera indignación; pero muestran a veces caras horrorosas de nuestras organizaciones actuales. Una recurrente, por ejemplo, es la observación de que una vez abolida la esclavitud en las palabras, las condiciones de vida esclava no solamente se siguen dando sino que se han aguzado. Otra es la de que los hombres poderosos de nuestros tiempos desatan sus deseos tanto o más violentamente que los grandes reyes de antaño. Otra más es que la capacidad de hacer guerra sigue siendo la más sólida base con la que las superpotencias (o sea, los que tienen superpoderes) mantienen la «paz» donde les conviene que haya paz, mientras que conquistan las tierras que les conviene que estén en guerra. La respuesta más cínica ante quien levanta la voz para decir estas cosas clama: «se quejan los que no pueden dominar, no porque haya nada malo en el gobierno del horror, sino porque les gustaría a ellos tiranizar así a otros; pero son débiles, cobardes y mezquinos con este coraje que no es otra cosa que deshonesto. Se consuelan como los niños cuando se soban un golpe, dorándose con palabras como prendas, y por eso dicen ser muy justos y de alta dignidad: porque no les queda más remedio que dolerse cuando se les hace una injusticia, mientras envidian el poder y desean ellos mismos poder hacérsela a alguien más».
Esta respuesta no sólo no es nueva, sino que es tal vez de las cosas más viejas dichas jamás. Sin embargo, no es lo que públicamente dicen los poderosos nunca en nuestras ciudades de ahora. La demagogia tiene en nuestro país una lamentable quasi omnipresencia en el discurso público. Y creo que la razón es que la forma en la que vivimos es un tipo muy especial de gobierno del horror. Uno que da a cada quien suficiente ambición del poder como para que se sienta tirano de sus propios asuntos, para que se queje sólo por cuánto le falta, pero que tenga en sus miras la posibilidad de ascender y ascender y seguir ascendiendo hasta estar encima. Uno, como dice Sicilia, en el que se nos amputa la imaginación y dejamos de poder mirar al otro y reconocerlo. Nuestro tirano no es un hombre, sino una organización muy compleja de miles de caras y miles de voces, y es una que ensalza al poder como a un ídolo de ojos que nadie ni nada puede evadir. Y este poder, que tanto todos quieren y que tanto todos prueban en pequeñas medidas, especialmente imaginándolo todo el día entre los planes económicos y la codicia del progreso personal, nos atrapa aún más en la violencia de la que queremos escapar. Pensando en la severa acusación cínica del poderoso: hay casos que hacen parecer que acierta en lo que dice. Ya lo he escrito antes, cuando un narcotraficante o un político encuentra un fin muy violento, tanto o más que lo que él mismo solía propiciar a sus víctimas, muchísimos se pronuncian a favor del infortunio como si un gran bien hubiera venido de que un pobre hombre (y escribo pobre con todo propósito) haya terminado descarnándose así; pero cuando las noticias de los lujos con los que viven los narcos o los corruptos se propagan, estos mismos indignados se pronuncian a favor de los lujos con todas las ganas de tenerlos ellos. Con este constante pensamiento aprendemos a enfurecernos cuando alguien «de los nuestros» es lastimado, pero no ansiamos el bienestar, sino la retribución. Aprendemos a desear lastimar a «los otros» cuando no son «los nuestros», y además, mientras más tiempo pasamos dominados por esta combinación del horror que debilita el alma y la indignación que la ciega, más se achica el círculo de quiénes consideramos «los nuestros». No se puede ascender sin dominar. Nuestra tiranía es como las telarañas que más tensan su red mientras más se agita la mosca.
Estas palabras, «amputar la imaginación», si bien son dichas acerca de una realidad lamentable, me parecen por eso tan bellamente dichas. Porque un tirano, en la época que sea, debe poder hacerse insensible al sufrimiento ajeno; su dominio depende de ello. Debe obrar con crasa ceguera a la humanidad de los demás, si quiere ejercer su poder. Pero esta insensibilidad no es natural, y quizá más importantemente, no es deseable para nadie. No decimos de este dominio del horror que es «corrupción» gratuitamente, porque es menoscabo, pérdida, enfermedad. Es una amputación. ¡Pero vivimos como si lo único que impidiera nuestra corrupción fuera que no tenemos los medios para conseguirla! No se me ocurre cosa más triste que una educación que provoca a uno desear ser corrompido. Las palabras de los cínicos amantes del poder no se refutan con un discurso, se refutan en la vida: éste que estamos viviendo es su mundo, nosotros somos los hombres que viven de acuerdo a lo que ellos declararon que era lo más natural, lo más humano. Ya nadie habla públicamente con este cinismo, porque ahora a todos se nos ofrece la oportunidad de dominar. Si acaso «abolimos» la esclavitud, lo hicimos del peor modo posible: nos educamos para que todos seamos tiranos en la medida de lo posible, y para que gobernemos lo poquito que tenemos con horror, sufrimiento y un olvido enfermo de los demás.