Si suponemos, entregados a la belleza de la fantasía sólo un momento, que fuera posible dialogar substancialmente sobre algunos de los principales cambios que la educación merecería sufrir en nuestro país para mejorar, una de las cuestiones imprescindibles serían los exámenes. Hay que discutir los exámenes porque pocas cosas son peor entendidas entre los involucrados en las escuelas y sistemas evaluativos, y pocas más abarcadoras. Para la mayoría, y esto incluye a los profesores que fueron educados también con este tipo de pruebas especiales, los exámenes son hojas de papel (o alguna otra forma más inovadora de presentación, quizá) con preguntas sobre lo que se vio en el curso que se está examinando. Lo más común es que se sumen los puntos, contando los aciertos del que responde, y de allí se otorgue una calificación que nos da por llamar «aprobatoria» o «reprobatoria». ¿Y qué conoce el examinador cuando este proceso termina? ¿Quién aprueba qué cosas, y cuál es la base de su aprobación?
Lo importante de un examen recae en quien está examinando. El punto es averiguar algo sobre una persona que se quiere probar. El buen examen consistiría en poder determinar, no en «pasar» a todos los que se pueda, quiénes aprendieron, qué cosas y qué tanto. Estamos acostumbrados a escuchar que quien realizó un excelente examen es quien lo contestó, pero esto es haber malentendido el propósito. Si alguien hizo un excelente examen debe haber sido quien lo fraguó para darlo a los estudiantes, o a quien sea que estaba bajo su investigación. Lo que el examen pretende hacer, por lo menos en su intención original, es dar conocimiento al observador sobre el observado, específicamente dentro de los salones de clases, dar una muestra al maestro de algo que quiere conocer sobre su estudiante. Pensar así ofrece al examinador una nutrida fuente de posibilidades: debe ser ingenioso para mirar lo que quiere, y puede hacer intentos de toda naturaleza, según sea su meta. No tiene por qué atenerse ni a hojas de papel ni a lineamientos de inspectores que desconocen al estudiantado. No tiene por qué pensar en «reactivos» (espantoso uso de esta pobre palabra), sino más bien en acciones. Nuestros tipos de exámenes, con las clases de preguntas que nos hemos acostumbrado a responder (relación de columnas, opción múltiple, escribir sobre la línea, etcétera) sólo son un vehículo, un medio sin cara o forma, si no tienen a quien conoce qué cosas son las que estas pruebas ponen al descubierto.
El examen es contemplación de quien pretende descubrir algo, nuestras escuelas deberían poder tener por lo menos una noción cercana a esto en los examinadores. Lo que necesitaríamos discutir es qué queremos que los estudiantes aprendan, y cuáles son los modos en los que se podría confiar para saber si están aprendiendo lo deseable. Es vergonzoso usar «evaluaciones» como sinónimo de exámenes, no porque haya algo malo intrínsecamente en hacer una evaluación de algo, sino porque revela que no se ve diferencia entre conocer cómo es alguien, poder averiguar qué sabe, qué ha aprendido, si ha mejorado o no; y otorgar una cifra para una boleta que se canaliza en una colección de números más despersonalizada que las gráficas de la bolsa de valores. Los exámenes tampoco deberían ser un arma para asustar a los perezosos, o una prueba final que los obligue a memorizar días u horas antes. Para esto, si se requiere, seguro habrá otros medios. Pero, ¿cómo van a servir los exámenes para los estudiantes, y cómo para los docentes que también pasan por pruebas igualmente insensatas, si lo más que llegan a mostrar es la aptitud para retener lo indicado con las guías? (Problema similar es el título universitario que, antes que demostrar que uno es apto para su profesión, demuestra que uno es diligente para hacer trámites). No debería ningún sistema educativo permitir que sean las enseñanzas las que se convierten en el juego que depende de las reglas que proporciona el mismo sistema, porque esto es síntoma de que no está enseñando nada fuera de la misma escuela: la que decide qué dicen los programas, los da a los docentes en guías, ellos las dan a los alumnos, se examina con hojitas si se aprendieron lo que dicen las guías, y que al final decide qué tanto los alumnos re-escribieron lo que decían los programas. No es lo mismo saber de los crímenes de Victoriano Huerta que saber que un libro cuenta sobre Victoriano Huerta. Es de fundamental importancia para el educador poder distinguir a quien sabe lo que las guías quieren enseñar de quien sabe nomás lo que las guías dicen.
Habría mucho más que decir, habría que estudiar a fondo qué pueden hacer de bueno los exámenes, no sólo para los estudiantes, sino también para todos los enojosos y recursivos sistemas que nos hemos empeñado en anudar en torno al trabajo de los docentes. Habría mucho que poner a prueba y mucho que examinar. ¿Cómo podríamos mejorar si no podemos examinarnos? No debería sernos ésta una cuestión frívola, porque no es nada fácil decidir qué examen está bien hecho, no es fácil saber cuándo se ha observado bien lo que se quiere conocer. Una prueba dura y constante debería estar haciéndose de los discursos que circundan las instituciones educativas, precisamente porque la dedicación a la enseñanza debe incluir siempre el honesto escrutinio. El examen más duro y más responsablemente realizado debería ser el del sistema de educación. Y no me refiero a evaluaciones, ni a otras tomadas de pelo semejantes: ésas son juegos de estadística que pretenden aumentar algunos números inventando los mismos modos en los que éstos suben o bajan. Cómo deseamos educar, por qué, a quién; estas preguntas merecen un diálogo, un examen, constante. Lástima que esta otra noción tan opaca de lo que es un examen esté fundida en la mera médula de cómo hacen todas las cosas en el gran y complicado sistema de educación. Pero bueno, estas consideraciones eran para imaginar, en un mundo de fantasía, cuánto provecho sacaríamos de un diálogo inteligente y substancial en un lugar en el que, hermosa suposición, hubiera apertura para practicarlo.