Jaló el gatillo. El estruendo se asemejó a la primera explosión que originó todo. La del principio. La que dicen que inició el cosmos. Gracias a la que seguimos en expansión. Y así, en expansión, se desató la pólvora empujando la bala a través de la carne, girando, abriéndose paso a través de los nervios, los cartílagos, los huesos, consumiendo la vida como se consume una vela, llevándola al vacío, mandándola a la nada. O al menos eso creía. Quería aniquilarlo, pulverizarlo. Juntó toda su angustia, toda su desesperación en aquel disparo. Nunca antes había sentido tanta rabia contra alguien. Nunca antes había sentido tanto odio contra sí mismo. Pero se había decidido a terminarlo de una vez. Si el mundo no le daba una respuesta, una posibilidad, entonces aniquilaría al mundo. No había escapatoria, lo sabía. Lo había sabido desde siempre. Desde que dejó de ir a la iglesia. Desde que dejó de mirar las estrellas. El tiempo se había terminado. Su tiempo y el de los suyos, nosotros, nuestros tiempos. Tiempos cobardes que no daban opción ni salida, que acorralaban. Tiempos en que reina el espanto. Tiempos perdidos. Pero si nuestros tiempos estaban quebrados todavía había una salvación, aunque no fuera una opción permitida. Aunque ni siquiera fuera una opción: aniquilarlo todo. Había decidido acabar con el que lo había empezado todo. Con un disparo. Con una bala. Con toda su fuerza apuntó a la cabeza y jaló el gatillo. El cuerpo se derrumbó al instante. Había logrado su objetivo. “Suicidio” quedaría en el acta de defunción. Pero en su conciencia quedaría como el asesinato más terrible, más cruel. Asesinato del mundo y de los tiempos. Asesinato de dios. Sin embargo, lo que no pensó fue que en la explosión del arma estaba el germen de la expansión. El germen originario que lo comienza todo. En el disparo, en la explosión de la conciencia comenzaba la conciencia misma. Una y otra vez. Eternamente. Alfa y Omega.
Gazmogno