Perdón y olvido

Lo que nos mueve a perdonar es la confianza en que aquel que nos ha causado algún mal puede arrepentirse y cambiar. Debemos perdonar por procurar la mejor vida de quien nos ha causado algún daño y no por mantener nuestro buen ánimo; el perdón es parte de la vida en comunidad. Pero, perdón nunca es olvido. El olvido evita el perdón. Para quien se arrepiente de haber dañado y es perdonado, el perdón otorgado permanece presente; para quien, sin otorgar el perdón, sólo pretende olvidar, quizás olvide, pero también olvidará perdonar –incluso cuando uno es quien debe darse el perdón, aunque sea menos noble que cuando lo obtiene de alguien más.

El perdón debe ser otorgado en lo íntimo, siempre de uno a uno, igual que la amistad. La caridad es hacer bien a quien no lo merece (se da en lo íntimo); dar lo que merece a quien merece recibirlo es justicia. Cuando alguien falta a la costumbre de una comunidad, por justicia debe recibir lo que merece. La falta que ha cometido es pública y ahí no cabe el perdón, como no cabe el orgullo en la intimidad –no hay orgullo entre amigos.

Perdonamos al amigo en la intimidad y muchas veces guardamos silencio por evitar el orgullo y la humillación pública, para no hacer público lo privado. Pero en otras ocasiones, cuando, o la falta es pública o no hay aquella intimidad, no hay más que la justicia. Ahí se hace más claro que perdón no es olvido. Pues aunque el perdón sea otorgado a quien cometió la falta, cuando la falta es contra la costumbre, y por lo mismo pública, debe recibir lo que merece. El perdón, en lo íntimo, puede ser otorgado por quien recibió el daño, pero el daño público no puede ser sanado con caridad, sino pagado con justicia.

En estos días el vacío humano que nos cubre es, en gran medida, por la falta de caridad y perdón. Pues a falta de éstos, anhelamos olvidar y la justicia no es otra cosa que venganza. Con facilidad se aceptan 140 años de cárcel a los secuestradores, quizá por la confianza en que aquél que actuó mal haya en ello su modo de ser, cancelando la posibilidad de arrepentirse: «si ha de encontrar rencor y resentimiento, mejor que sea encerrado». Es la manera en que se intenta dejar en el olvido quien ha hecho daño.

El perdón va más allá, requiere el esfuerzo de evitar el rencor y la venganza, requiere aceptar el sufrimiento y el dolor para no sacrificar lo más humano que tenemos.

Alí Agca fue quien jaló el gatillo, lo hizo varias veces, y de manera casi simultánea tres balas salieron de aquella pistola. Éstas cruzaron rápidamente sobe la gente y dieron cada una en su objetivo: en la mano, en el brazo y en el abdomen. Fue el 13 de mayo de 1981 cuando, en la Plaza de San Pedro, Alí Agca le disparó a Juan Pablo II.

Dos años después, en diciembre de 1983, Juan Pablo lo visitó en la cárcel de Rebibbia, donde Alí cumplía su condena. Tras conversar con él, otorgó el perdón a su atacante. Pasó 27 años encarcelado antes de pagar su condena: fue puesto en libertad en 2010, aunque el perdón le había sido otorgado 27 años antes. Para ambos cambió la vida.