La santidad inicia en el corazón de quien reconoce el mal que en sí mismo habita, porque ese reconocimiento da lugar a arrepentirse y a cambiar el rumbo de una vida extraviada. El buen ladrón se salva porque se reconoce como pecador, mientras que el mal ladrón se pierde al no sentirse necesitado del perdón de Dios y menos de pedir perdón al mundo. Pero santo también es quien vive sin mancha, cumpliendo en todo momento con su deber para con Dios antes que con los hombres, lo que exige recordar que su deber es amar y servir al hombre antes que a sí mismo y al prestigio que el mezquino pretende alcanzar mediante el reconocimiento público de todo lo que hace.
El pecador y el siervo siempre fiel a Dios pueden ser santos en tanto no olviden lo que son, y en tanto no dejen de ver en el otro a la imagen de quien siendo rey y creador del mundo se hizo hombre para nacer en una fría cueva y morir en el suplicio de una cruz.
Por desgracia para nosotros, el ruido de las campanas tañendo sobre las campanas nos lleva a olvidar que somos pecadores y nos conduce a pensar que somos merecedores de todos los bienes materiales del mundo, sin que se quede fuera el bien inmaterial que viene en el reconocimiento y la gloria de quien gusta sentirse bueno porque una sola vez al año se acuerda de quien materialmente tiene menos.