Un incómodo desorden

Un incómodo desorden

La historia nos empuja maldiciendo
en una mesa de un café.

Indignados ante la corrupción de los administradores públicos, varios individuos emprenden la insurgencia urbana y adoptan la vía de la violencia para modificar radicalmente la vida pública de México. En primer lugar, granjeándose la popularidad de muchos desilusionados de la pluralidad democrática, los insurgentes secuestran a los líderes de los tres principales partidos políticos del país y días después exhiben públicamente sus cadáveres. En segundo lugar, y para desmentir la información oficial sobre la inexistencia de una subversión organizada, los insurgentes hacen estallar simultáneamente veinte estaciones del metro del Distrito Federal. En tercer lugar, en una inesperada conferencia en la Facultad de Ciencias Políticas de la UNAM, se presentan al público como el grupo de Los Leopardos reunidos alrededor de la marca de Artemisa, resignificando la “A” anarquista para identificar a su movimiento y con ello dando comienzo a su leyenda. Pronto, corren por internet videos de la conferencia de Artemisa. Pronto, los noticieros especulan a favor y en contra de Artemisa. Pronto, Artemisa gana simpatizantes secretos y públicos detractores. La violencia indignada irrumpe en la vida pública bajo la seducción de Artemisa. La magistral descripción de la irrupción la realiza Israel Terrón Holtzeimer [Veracruz, 1982] en su turbadora novela Artemisa café [Tierra Adentro, 2012].

Narrada en anacronía y conformada de segmentos que simulan la seminconsciencia narcótica, Artemisa café nos muestra el desapasionado enamoramiento que un agente de inteligencia federal llamado Federico experimenta hacia una jovencita de intrincada historia personal y heroinómana vida cotidiana llamada Diana. Por retazos de la vida y la memoria que bullen antes de administrarnos la ficción, Terrón Holtzeimer nos va introduciendo en el amor enfermizo que se desencanta en nihilismo. Por acumulación de atrocidades y bajezas, el autor nos muestra que incluso cuando más bajo se ha caído, las diferencias son imborrables. En medio de la saña violenta y la barbarie de Ciudad Juárez o la Ciudad de México, o bien en medio de una habitación que es refugio perfecto para escaparnos del mundo en un pinchazo, o bien ante la crueldad que se siente en carne propia o se avista con azoro, o incluso en medio del desierto creciente, hay diferencias. Hasta los últimos hombres llegan a oír sobre el amor… hasta los nihilistas parpadean. Artemisa café es una novela que nos permite reconocer la barbarie, incluso a la mitad de la tragedia; una novela que, cuando creemos haber caído bajo, nos puede mostrar que hasta en la caída hay modos y en lo bajo bajezas.

Combatiendo la indiferencia en un ambiente proclive a ella, la novela de Terrón Holtzeimer nos permite entender la estructura interna de la degradación de nuestros días. Los Leopardos, el grupo criminal que se emboza bajo la A de los anarquistas y que es liderado por Artemisa, tienen un principio político en que se funda la violenta destrucción que en política se conoce como insurgencia urbana: “para purificar al mundo no importan los justos caídos, sino los pecadores muertos”. Ante el nihilismo, el sacrificio no tiene sentido; la destrucción es la única expresión genuina de la voluntad. Para este grupo que se escuda en una A, la justicia es imposible; la violencia, el único camino. Para los seguidores de Artemisa, a los pecadores los juzga la voluntad poderosa. Para Los Leopardos, sus víctimas y sus detractores, la destrucción es degradación; pero para los primeros, la degradación no tiene nada de malo.

El principio político de los anarquistas de la novela tiene un fundamento metafísico que tras un pinchazo es declarado explícitamente por Artemisa: “después que comienza la destrucción, todo, incluso la regeneración, es movimiento”. O dicho de otro modo, la destrucción violenta es la asunción del propio sino, la resolución de la vida frente a la indiferencia del cosmos y la ininteligibilidad del movimiento. Todo se mueve, nada permanece, la destrucción es generación como es regeneración: Heráclito sin Logos. Cancelación de la palabra y el pensamiento para dar lugar a la destrucción violenta del intelecto: primacía de los discursos vanos, instrumentalidad de la retórica, misticismos fáciles cuanto falaces, el derecho del más fuerte como canción de cuna.

Si hemos llegado al principio político de Los Leopardos por creer el principio metafísico de Artemisa, ¿qué vida nos queda en este tiempo contado de nuestra destrucción? La excelente novela de Israel Terrón Holtzeimer nos da respuesta. Frente a una espectacular tragedia, mientras Artemisa duerme el sueño de la heroína tirada en la cama de un cuarto de hotel y con M&M´s desperdigadas por entre las sábanas, Federico se mantiene despierto, pues sabe que de tan sólo cerrar un momento sus ojos Artemisa se irá, y él perderá la esperanza de felicidad. No poder dormir ante la destrucción y junto a la decadencia es la última esperanza aniquiladora: saberse viviendo una larga agonía. Quizá Federico colaboró tanto como Artemisa para llegar a esa situación, pero mientras ella se entrega fácilmente a no soñar nunca lo mismo, él se condena a un torturante insomnio por asirse a una esperanza. Quizá las autoridades que niegan la existencia de Los Leopardos y que llaman solemnemente a la normalidad para reinventarse como país contribuyeron en mucho al presente estado; pero su negación al sacrificio es mucho más cercano a la inconsciencia heroinómana de Artemisa que a la testaruda esperanza de Federico. Quizás todos hemos contribuido por igual a la decadencia, pero no todos están dispuestos a una larga agonía. ¿Por qué aceptarla? Porque hasta en la derrota hay a quienes no les han aniquilado la esperanza.

Námaste Heptákis

Numeralia. El número de muertes violentas en el país, durante la semana comprendida entre el jueves 4 y el miércoles 10 de diciembre, se incrementó respecto de la semana anterior registrando 192 ejecutados. El estado con más muertes violentas fue Chihuahua, con 22; seguido de Guanajuato y Veracruz, con 16 cada uno (resalta que en Veracruz esta semana hubo un dispositivo especial de seguridad por la Cumbre Iberoamericana); Guerrero, Sinaloa y Jalisco registraron 12; Michoacán 11; Coahuila y Morelos 10. En el DF, la mitad de las muertes violentas no accidentales fue de estudiantes. En Puebla, esa misma mitad lo fue de mujeres jóvenes cuyos cadáveres se encontraron en situaciones similares. El 62.5% de los victimados murieron por un ataque con arma de fuego. 16 fueron acuchillados. 16 fueron asesinados a golpes. 15 cuerpos se encontraron en fosas clandestinas. 10 personas murieron asfixiadas. 9 fueron calcinadas. Hubo 3 decapitados. Además de 3 desollados. Parece que no hay fin a la desgracia.

Escenas del terruño. La semana pasada referí aquí los reportajes de Animal Político sobre el fracaso de la intervención de la administración federal al albergue de Mamá Rosa. Ayer, tras recibir del presidente Peña Nieto el Premio Nacional de Derechos Humanos, Juan Manuel Estrada afirmó: “Mamá Rosa está activa, está de vuelta y no lo vamos permitir. Eso significa un reto. Ella está recibiendo gente en su casa de Zamora. Abrió otro albergue. Lo acabamos de descubrir; lo está haciendo sin permisos ni nada. Al parecer tiene ocho personas”. Interesante que frente a Enrique Peña Nieto, el presidente de la Fundación FIND juega a las culpas que disculpan las ineptitudes oficiales. Qué bien le ha de saber su premio.

Coletilla. El pasado lunes, en su columna de Reforma, Jesús Silva-Hérzog Márquez encontró el nombre correcto de nuestro régimen político y, quizá con ello, contribuyó enormemente a la comprensión de nuestro estado. Comparto su texto a continuación.

La crisis de México es, también, el mayor desafío para la crítica del poder. Las categorías, las ideas, los cuentos que nos hemos hecho para entender nuestro presente no parecen útiles para comprender la dimensión de nuestro aprieto histórico. Hay que pensar de nuevo. La crisis que vivimos no se detiene en el desplome de la credibilidad de un presidente, no es simplemente un brete del gobierno, es, estrictamente, una crisis de régimen. El arreglo político que emergió de una larga secuencia de reformas electorales, eso que llamamos «la transición» parió una criatura grotesca que hoy resulta inaguantable. Es cierto que el paisaje cambió: el partido hegemónico perdió elecciones, los gobiernos locales se liberaron del control central, la izquierda gobierna desde hace lustros la capital de la república, se expandió en ciertos lugares la crítica. Nada de eso es espejismo y, sin embargo, nada de eso es suficiente para lograr una política que asiente la paz, que permita convivencia y que se controle a sí misma.

El encendedor de las elecciones no fue suficiente para implantar un régimen que merezca calificativo de democrático. Tal vez ahí estuvo nuestra ingenuidad. Creer que la alfombra electoral puede extenderse en una casa sin piso. Desenrollar el tapete de las elecciones sobre el vacío del Estado, la burla de la ley y el paño roto de la comunidad. Llegamos a la competencia partidista sin haber cimentado un orden basado en el derecho. Las rivalidades partidistas han instaurado una disputa cínica o bárbara por los dividendos de la política. Dejo el plural para asumir la primera persona del singular al hablar de la ingenuidad de la película imaginada. Pensé que el dispositivo de la competencia instalaría una dinámica virtuosa que tarde o temprano reacomodaría el poder para servir a los electores y para limitar los abusos. No imaginé el paraíso pero sí el ensanchamiento de la representatividad y el control. Ahora entiendo que lo que veía como tareas pendientes de la democracia mexicana eran en realidad, defectos de nacimiento.

Pluralismo sin ley, competencia sin contrapesos, arbitrariedad descentralizada, poderes sin responsabilidad, plutocracia alternante. ¿Qué nombre describe el régimen que padecemos? Dexiocracia, tal vez. Siguiendo la pista de Gabriel Zaid, quien imaginaba para gloria de México una ciencia de la corrupción, podríamos nombrar con esa palabra nuestro acomodo político contemporáneo. Si democracia viene del griego, este régimen puede tomar prestadas palabras del mismo idioma: dexis: mordida; cratos: gobierno. El gobierno de la corrupción, del soborno, de la ilegalidad, de la confusión de los intereses. Y la corrupción, naturalmente, como el nido donde se aparean crimen y gobierno.

Después de siete décadas de ejercer un poder sin restricciones institucionales, el PRI heredó una estructura carcomida por la ilegalidad. Lejos de ser un monopolio empleado para fincar Estado, el autoritarismo mexicano sirvió para propagar complicidades. Una política dedicada a alimentar la ilegalidad. La perversa herramienta de gobierno se volvió régimen, regla y hábito. La política mexicana no se sirve de la trampa, sirve a la trampa. Como el régimen porfiriano, el priismo tejió amistades para no construir instituciones. Al dejar el poder, los priistas entregaron al PAN un calendario de extorsiones por vencer. Los panistas pagaron puntualmente la cuota, dando segunda vida al régimen de la corrupción. Lo llamo régimen para subrayar que envuelve a la sociedad y al gobierno, a la izquierda y a la derecha, a la federación y al municipio. La ruptura que no hubo fue esa: la corrupción ha sido la cuerda intocada de la política mexicana.

La salida de esta crisis no está en la «superación de dolor» como dijo el presidente Peña Nieto. No está tampoco en la aceleración de sus reformas. Está en la instauración de lo elemental que es, entre nosotros, inédito: la ley. Y como la ley ha de colocarse como tabla de confianza, debe empezar por el principio, por lo ejemplar. Para ser creíble, debe comenzarse por la activación de los canales institucionales que la complicidad ha tapado. El Congreso mexicano debe refundar su legitimidad asumiendo su función democrática. Establecer ya las comisiones de investigación que aclaren o castiguen el conflicto de interés en el que, presumiblemente, está envuelto el Jefe del Estado mexicano. Si ellos quieren pasar página, habría que exigir que, primero, se lea completa. La salvación de nuestro precario pluralismo está en el conflicto.