Derribando murallas

En nuestra vida enfrentamos diversos problemas. Sean simples adivinanzas u otros de carácter existencial, éstos se presentan definiendo lo que vivimos. Algunos de ellos esperan ser resueltos, un modo de hacerlo es el bricolaje. Según Gabriel Zaid (Letras Libres, 193), «el bricolaje es la creatividad que aprovecha lo que está a mano para darle un uso imprevisto.» Además de rebotar, la pelota termina sirviendo para tapar un lavabo. Un libro puede detener a otro y fungir como sujetalibros. En medio de nuestra sed, una hoja de papel sirve para beber agua. En esos momentos un chispazo nos ha iluminado.

A pesar de lo súbito y repentino de la resolución, el bricolaje no es totalmente azaroso. No colocamos una pirinola para tapar un lavabo o una hoja de papel como sujetalibros. Optamos por la pelota al ver que su redondez puede obstruir perfectamente el agujero. En el momento creativo, lo que día a día usamos puede tener otra utilidad. Esta innovación surge en el hombre, él es quien abre camino donde no parece haberlo. Sucede como si fuera un tangram: la experiencia brinda las piezas y el hombre realiza nuevas figuras.

Todos pueden tener su momento de bricolaje, sin importar su condición material o intelectual. Por ejemplo, algunas serendipias han sido producto de esta creatividad. Trabajando con el caucho (un material tan frágil que se rompe en altas o bajas temperaturas), Charles Goodyear vertió accidentalmente azufre sobre él. Esta mezcla comenzó a endurecerse al estar en contacto con un horno. Así como nosotros, este hombre pudo brindar un nuevo uso. El caucho —ahora resistente— resultó útil para otras industrias (como la automotriz). El americano bautizó este proceso como vulcanización, dicho nombre provino del bagaje cultural de Goodyear al recordar al divino herrero Vulcano .

De modo semejante a lo técnico, esta creatividad alcanza a la vida práctica. Muchas veces deliberamos con lo que hemos aprendido de nuestras vivencias. A partir de la experiencia podemos orientar nuestras decisiones. En un caso más concreto, un buen soldado debe ser bastante hábil para poder actuar por sí mismo. Puede ocurrir que en algunas ocasiones las estrategias o formaciones militares no resulten suficientes, ahí la mejor arma del soldado será su experiencia en la guerra. Sea en actividades cotidianas o complejas, la creatividad está presente en la vida humana. A veces la realidad es más imaginativa que metódica.

Señor Carmesí

Gazmoñerismo #43

Si no supiera que esta nausea es tan sólo la consecuencia de una indigestión espiritual, me volvería existencialista.

Gazmogno

LAS PALABRAS EXTRAORDINARIAS

LAS PALABRAS EXTRAORDINARIAS

Hagamos un trato. No un contrato, pues éstos atentan contra las buenas costumbres. En un trato tú eres tú, y yo soy  yo: personas ordinarias y comunes, por cierto, ¿te has dado cuenta de cómo siempre estamos intentando salir de lo ordinario, de lo común, para que desde lo alto de nuestra montaña se nos reconozca nuestra salida del cementerio (lugar en donde todos están a ras de suelo)?

     Los que allá arriba se encuentran hacen contratos sin verse las caras, pues se creen tan iguales que sería una lástima advertir en el rostro del otro una desemejanza, ‘¡qué horror!’, pensará alguno: si denuncio su desigualdad, me revocarán todos mis derechos. Se calla para seguir iguales. Todos tienen derecho a llegar hasta su montaña, y acondicionarla según lo estipulado. Para gritar con una sola voz: es nuestro trabajo.

     Pero no es sólo eso lo convenido: las palabras también deben cambiar para que no se vea la desigualdad entre los hombres extraordinarios, las palabras también tienen la obligación de ser extraordinarias, y sólo se puede lograr esto sembrándolas en la tierra fértil que cada montaña se ha propiciado, así, cada vez que haya un nuevo congreso, se podrán presentar los logros obtenidos en el campo de cada uno, evidentemente sin la soberbia de creerse mejor que el otro pues su producto es tan bueno como el mío, por lo que ambos merecen el reconocimiento de todos, una vez hecho esto, la comunidad puede guardarse en el baúl hasta nuevo aviso. Pero antes de guardar todo ¿Qué ocurre allá al fondo? ¿Ya viste? Esos dos siguen platicando de no sé qué tonterías, no, seguro es algo importante, pero no puede ser tan importante como para quebrantar los acuerdos, ¡ve y diles que el congreso ya acabó!, ¡rápido, se están alejando!

     ¿Cómo que no los alcanzaste?, ¿y se dirigían a la capilla del cementerio hablando lengua muerta?, ¡pues qué soberbios!, seguro se han dejado seducir por la erudición, no valen la pena. ¿Y estás seguro de que lo que escuchaste fue?: Hagamos un trato. No un contrato… ¿el trato es tratarnos?

Javel

Ejemplar empolvado

Siempre que estoy en una librería buscando algún libro extenso, dividido en varios tomos, soy víctima de un malvado hado: el tomo uno no está. La explicación a tan terrible fenómeno no es nada misteriosa: alguien lo ha comprado o robado. Pero por qué las personas sólo se llevan el primer volumen, al menos la mayoría de las veces, es algo complicado de adivinar, pues los motivos son tan disparatados como diversos.

El primero que se me ocurre es que algún amigo o enemigo lo ha comprado. Si busco un título de manera afanosa, las personas que me rodean podrían creer que se trata de algo bueno o al menos valioso para mí. Mis amigos querrán leerlo, para después regalármelo o vendérmelo a mayor precio; mis enemigos disfrutarán viéndome buscar sin suerte, empolvándome en las librerías como el libro que me ganó se empolvará en su casa. Nunca he comprobado esta hipótesis, pero estén prevenidos, como yo, porque puede pasar.

Otra posible razón es que las personas se sienten motivadas al leer libros extensos. Un libro que excede las quinientas páginas infunde algún tipo de respeto, pues no es poca la paciencia que se requiere para pensarlo, escribirlo y editarlo. Los mortales contemplamos esa especie de logro editorial y, pese a que en ocasiones no nos parezca una buena obra, se nos vuelve un reto terminarlo. Lamentablemente el entusiasmo no excede, buena parte de las veces, la paciencia de los autores.

Pero lo que más me convence, porque lo veo y lo escucho, es que casi todos pensamos a retazos. No construyendo un interminable rompecabezas de la realidad, como algunos creerían, sino yendo y viniendo por un bello jardín que nos gusta soslayar, pisar y cortar por partes (no me imagino lo que sienten los jardineros cuando ven sus plantaciones tan maltratadas). Pensamos, a veces parece que con eso nos conformamos, en pedazos de la realidad porque es complicado apreciar toda su importancia; si es que la podemos apreciar, la apreciamos poco (rara vez más allá de un tomo), pues no necesitamos estimar la realidad para gozarla. De manera semejante, comprar sólo el primer tomo nos sirve para fingir que alguna parte importante de la realidad nos importa. Dejamos que nos vean leyendo el primer volumen, mientras bebemos café en algún establecimiento público, así la admirada clientela (que tampoco tiene los volúmenes restantes y quizá nunca los tenga) sospechará que tenemos los demás y que los leeremos.

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Un pensamiento sobre envidias

El otro día en el mercado pasé junto a una mujer que le explicaba a uno de sus hijos por qué no debía tener envidia del otro, que también estaba allí junto a ella. La explicación era sencillísima: no debía tener envidia porque a él y a su hermano siempre les compraba las mismas cosas. Por supuesto, estas razones no le bastaron al pequeño. No me cuesta trabajo imaginarme que alguien que crezca con este tipo de discurso aprenda lo contrario de lo que la bienintencionada señora quería: ¿cómo no envidiará después a cualquiera que tenga más que él, o algo diferente que él desea? Además, puede ser increíblemente frustrante para un envidioso así no poder comprar cada artículo de su larga lista de anhelos, como la mayor inteligencia de su hermano, o su suerte, o su audacia. «Pobres hermanos –pensé en ese momento–, si llegan a encontrarse envidiándose por todas las cosas, las que se compran y las que no». Si tuviera uno casi todos los bienes, excepto a alguien junto a él que pudiera llamar «amigo», ¿sería muy diferente su vida de la del peor entre los miserables?

La envidia, una clase de marchitez del alma, es especialmente penosa cuando se propaga en los lazos familiares y amistosos. Con una frecuencia que duele, las familias se desbaratan por quienes no pueden soportar el bien de los suyos. En realidad, acaba teniendo poco sentido llamarlos «los suyos», porque no veo qué siga habiendo de comunidad entre dos que no buscan algo juntos. Y eso es lo que logra la envidia, que alguien odie al otro por su bien, que se aflija –al contrario de lo que uno pensaría necesario para hacer comunidad– cuando no es él quien consigue el provecho. ¿Cómo puede esperarse que haga bien a otro quien no puede más que rabiar cuando no es él quien termina beneficiado? La envidia no sólo carcome familias y amistades, pudre también a la sociedad. Lo llamativo es que haya tanta. Enardece las almas con una fuerza que pocas otras pasiones consiguen, y fácilmente se persuaden los envidiosos de luchar por destruir a quienes tienen «más» que ellos. Quien tiene los ojos enrojecidos por la envidia se siente víctima de injusticia y se levanta con frecuencia contra sus iguales por creer que toda su furia tiene justificación, que está haciendo lo correcto. Nuestras ciudades parecen encismadas con tan tremenda propensión a esta enfermedad como la que tiene la fruta pasada a plagarse. Y además, hay tantas clases de envidia como hay diferentes bienes por los que la gente se encizaña. Tal vez sea más corriente quien se enemista con los suyos por pertenencias, herencias, pleitos de dinero y cosas como ésas –y en retrospectiva estas animadversiones son más tristes por cuanto es mucho más lo que vale alguien que cualquier cosa que pueda poseerse–, pero también hay envidias que pueden resultar mucho más peligrosas: por honores, por amores y por toda la variedad de fines que perseguimos en la vida. ¿De dónde nos vienen tantas penas como éstas? ¿Seremos torpes para esquivarlas, propensos, débiles? ¿No vemos la miseria en que vive el envidioso, o es que nunca podemos autodiagnosticárnosla? ¿Y no será, muchas de las veces, que nos ocurre como al par de niños del mercado y aprendemos, desde bien chiquitos, a imaginar que el placer es un comercio, que nuestro hermano es un competidor y que somos solamente la extensión de lo que poseemos?

La espina en el pecho

 

No es cierto que un credo

una a los hombres. No, una diferencia

 de credos une a los hombres,

mientras sea una diferencia clara.

 Una frontera une.

G. K. Chesterton

 

La utilidad más celebrada que se atribuye a las palabras es la del artificio militar: las palabras son un arma, una con gran poder. En las escuelas, sirven muy bien para librar batallas ridículas una vez que la verdad ha dejado de importar. Públicamente, sirven, sobre todo, para denunciar las arbitrariedades del otro: son el purgante ideal para lograr lo que nos imaginamos como democracia. En donde las bombas son exageración, las palabras dan elegancia. Yo prefiero creer que la palabra no tiene otra utilidad sincera que la del vínculo, más modesto, de la aspiración a la verdad que, creo, tienen o han tenido, de uno u otro modo, la mayoría de los hombres comunes y corrientes.

Esa aspiración no significa, como parecería, que todos los hombres estén en lo correcto. Lo que significa es que casi todos creemos estarlo. Eso no es nuevo, sino tan viejo como el hombre mismo. Ello es así porque el hombre es el único que se preocupa –aunque la dureza de las situaciones o la existencia de más de una opinión traten de disuadirlo- por algo así como la verdad. Eso es, desde mi punto de vista, una de las cosas que lo ennoblecen; esa es una de las joyas de su rústica y ligera corona. Puede que simplifique demasiado las cosas, pero a menudo me gusta pensar en que se le dio una lengua para más de un sólo motivo.

Si esto es algo que al parecer ennoblece al hombre, ¿por qué no podemos decir que los nuestras sean tiempos nobles? ¿Por qué parece que a veces no nos queda más que mirar al pasado, con un sabor a licor de melancolía? El hombre siempre será hombre, pero jamás en la historia se dijo que el hombre fuera esclavo de un sólo lado en una batalla que parece infantil: el bien y el mal.

Creo que creer que las palabras pueden revolucionar al mundo es un error. Pero, al mismo tiempo, no encuentro otra esperanza en este mundo que no esté bajo la capacidad iluminadora de la inteligencia y su vetusta asociación con la palabra. Creo, también, que las palabras no cumplen su función si no aceptamos que al hablar estamos guiados por lo que creemos que es bueno en cada momento. Una manera de ser valiente es hablando; es cierto. Pero un hombre que cree que la verdad no tiene sentido o que lo bueno, en realidad, ya no sirve para un mundo cabalgante hacia la realización de un enigma, ya no puede atreverse a vivir feliz hablando de una virtud que no entiende.

Si no se busca estar en lo correcto, se queda uno con eso que muchos admiran llamado: la razón del más grande. Si se cree que no hay motivos ni para hacer la guerra, habrá que llorar por no habernos dado cuenta de que Dios vino antes de lo contado: fue el primer hombre silencioso. Esta es una encrucijada que sólo se puede resolver si creemos que ambos caminos son falsos. Es un lugar que quizá pueda empeorar; de eso se trata escoger. Hablar no depende de formar un trinchera, sino de notar las diferencias para acotarlas o salvarlas, si es posible. Por eso el hombre no es cualquier animal.

 

Tacitus