El agua puede derramarse en dos modos: en corriente o en goteo. El primero es el impetuoso torrente que alcanza a golpear las rocas o nuestras manos en un día muy frío. Los temerarios disfrutan el desafío en esta clase de aguas, hasta se han reunido para hacerlo deporte extremo. El otro sólo cae, segundo a segundo.
Este último resulta molesto para algunos. Su paciencia se deshace como sucede en el goteo. Al nublarse densamente el cielo, alzan la vista y le reclaman al mismísimo Dios. Otros, frustrados, acaban aprisionados en medio de la autopista, con el rostro de aburrimiento recargan su cabeza en el cristal golpeado por la lluvia. Unos más refunfuñan al advertir el mínimo de agua proveniente de la llave averiada. Le dan un manotazo y se arrepienten de no haber comprado el de innovadora teconología (ese Helvex que sólo necesita un botón para controlar un potente chorro).
Por otro lado, igualmente el goteo puede resultar apreciado por las personas. Ocurre, por ejemplo, con el par de niños que juegan a ser caballeros por medio del pacto de sangre. Pinchan sus dedos y con las gotitas forman un lazo sanguíneo. O, también, cuando el rocío aparece sobre el césped como signo de frescura matinal. Después de una noche casi gélida o de sufrir una terrible pesadilla, nos encontramos gustosos en dicho escenario, como si fuésemos acogidos nuevamente en el Paraíso.
Señor Carmesí