Caducidad
Hay verdades indiscutibles. Así como las hay que salen de la discusión. Y algunas ocasiones hasta pueden reducirse a enunciados que nos recuerdan la experiencia misma de la verdad. Hay quienes piensan, lastimeros, que la experiencia de la verdad siempre es trágica. Así como otros entienden de mejor modo al dolor y no ven siempre en la verdad una sombra de tragedia. Y algunos, incluso, hasta experimentan la verdad con satisfacción. Hay quienes confunden la verdad con el destino, pensando de él como una fatalidad. Así como los hay que viven la verdad como destino, pensando de él como una finalidad. Y la mejor de las veces los fatalistas hasta pueden llegar a vivir la verdad como finalidad: así descubren la alegría.
Por si no lo ha notado el lector, hablo aquí de la verdad práctica, de la verdad de los asuntos cotidianos, de esos que algunos llaman políticos, de esos que los afortunados pueden hablar con sus amigos. Obviamente, rara vez esas pláticas giran en torno a las verdades que son indiscutibles; así como es raro que se interesen tanto por sus asuntos, por sus amigos y sus vidas, como para que tenga algún sentido sentarse a discutir. Realmente es difícil encontrarse con alguien que tome su vida tan en serio como para exponerla a discusión, para ponerla en duda, para que vista a la luz del otro la propia vida cambie, en fin: para que la experiencia de la verdad en la discusión de la propia vida arraigue en el pudor.
Pudor y verdad son la raíz de la vida ética, los únicos que permiten un auténtico diálogo sobre los asuntos políticos y morales. Una sociedad que no se avergüenza de sus crímenes y los exhibe por la palabra hasta conmoverse plenamente por la verdad de su miseria, es una sociedad que renuncia a la política y que se engaña a sí misma. Diálogos “amistosos” que no buscan cambiar la propia vida para hacerla mejor, que exhiben nuestras impudicias y presumen nuestras habilidades, que sólo nos sirven para compensar el ánimo del solitario, no son diálogos ni se fundan en la amistad: son modos gregarios de agregar tiempo a una historia conjunta. Odiar al otro, no ser su amigo, pide tanto la indiferencia moral de quien no lo quiere hacer mejor, como la desidia de quien le dice que sí cambiará, que sí está muy preocupado, que sí comparte la desesperación por el mal del mundo, pero ahorita no tiene tiempo para hacer otra cosa, ahorita es víctima de sus circunstancias, que ya llegarán mejores tiempos en que todo se solucionará sin la necesidad de que nada en nosotros cambie: es vivir la verdad como destino y el destino como fatalidad. Recibir del otro las palabras honestas que desde la vergüenza cambian nuestra vida es, por el contrario, vivir la verdad como destino, pero el destino como finalidad: abrirnos a la posibilidad de corregir el rumbo.
Hay en la vida ocasiones de enmendar nuestras acciones. Algunos creen que hay caducidades que no nos permiten el arrepentimiento. Y hay algunos locos que van por la vida abriendo posibilidades a la par de sus brazos, haciendo de la vida arrepentimiento y del arrepentimiento consuelo: son el único consuelo en esta vida; son nuestra última oportunidad; deberían ser nuestros amigos; en ello deberíamos ocuparnos la vida.
Námaste Heptákis
Garita. Hace dos semanas comenté aquí que Diana Sánchez Barrios se había registrado como precandidata a la delegación Cuauhtémoc, y que su registro significaba una prueba a las ideas progresistas del PRD. Hasta donde sé, mañana se hará pública la candidatura oficial a la delegación Cuauhtémoc de una exdelegada de Coyoacán. Los progres no quisieron arriesgar su señorío en la segunda de las delegaciones con más electores; la real politik se impuso sobre el ideal de igualdad.
Escenas del terruño. En cuanto al caso de los 42 desaparecidos de Ayotzinapa, los ánimos son cada vez menos propicios a la conciliación y a la búsqueda de la verdad. El procurador Murillo ya expresó con claridad su opinión: los normalistas están muertos; y la única evidencia que puede aportar es la declaración de los sospechosos, quienes no deberían ser declarados culpables si las pruebas se consumieron por el fuego. Los padres de los normalistas, por su parte, han asumido la versión que incrimina al ejército; ellos también carecen de pruebas, e incluso se niegan a exponer cuáles son las evidencias que permiten sospechar alguna culpabilidad del ejército. Los compañeros de los desaparecidos parecen los más desinteresados en la verdad, pues no han hecho pública la causa por la que aquella noche del 26 de septiembre habían robado los camiones y se encontraban en Iguala. Los familiares de los policías de Iguala y Cocula detenidos bajo sospecha de colaboración en la desaparición exigen, con justa razón y ante la falta de pruebas, la liberación de sus consanguíneos. Los adherentes de la protesta en Guerrero siguen en su empeño de evitar las elecciones, aunque ninguno ha tenido el valor de explicar cómo es que la cancelación de las elecciones contribuye de algún modo a arreglar el asunto. Los profesores de Oaxaca siguen utilizando como pretexto la desaparición de los normalistas para llevar su propia agenda. La Asamblea Interuniversitaria sigue culpando al Estado desde las escuelas públicas (juar, juar), sin que deje de ser una pena que los universitarios del país no tengan más que consignas y panfletitos para declarar sobre el caso. Y en el peor de los ridículos, los partidos de izquierda se lavan las manos de la llegada al poder de los políticos que gobernaban Guerrero e Iguala y culpan al gobierno federal de lo acontecido. No hay, pues, voluntad entre las partes para hablar en serio sobre el caso.
Coletilla. “La nuestra es una época en la que los actos más sanos y los más insanos pueden tener las mismas motivaciones”. René Girard