El banquete literario

Muchas veces celebramos por medio de un banquete. Con algún motivo especial el anfitrión reúne una amplia variedad de alimentos para convivir con sus invitados. Se prepara la mesa y la comida adereza de la conversación. De modo análogo ocurre con otros festejos. Por ejemplo, para los lectores se organizan ferias de libro. Cada año miles de lectores son convocados para acercarse a las editoriales, éstas alistan sus productos y dan a conocerse a aquéllos. Asimismo se organiza un programa cultural que sirva como punto de encuentro para ellos mismos y los autores (conferencias, presentaciones de libros, etc.). No es difícil ver, entonces, que la fiesta está dedicada al libro.

Para las editoriales la feria es una extensión de las librerías. Algunas veces (en realidad muy pocas) ofrecen descuentos a sus mercancías, otras veces acuden para presentar en sociedad a sus nuevos retoños. Al final de cuentas, la feria es una gran oportunidad para seguir sustentándose. Si tal vez la economía no las ha favorecido en el último año, en un par de semanas pueden reponerse. El éxito en la asistencia de las editoriales se refleja en las posibles ventas cercanas o lejanas (cuando sus retoños ya hayan crecido). Podemos suponer que ocurre de igual modo con la digitalización. Los entusiastas de la manzanita alegan que el libro digital se libra del duro peso del papel: son amistosos con el medio ambiente y facilitan la accesibilidad a los lectores. Sin embargo, siendo un poquito más sinceros, ¿no será que la digitalización nos ahorra el papel y la distribución de los libros?

Las editoriales son una empresa más y el dinero es crucial para ellas. Siempre tendrán mayor preferencia por el retoño que traiga más dinero a la casa. Lo dañino está cuando esa preferencia termine por relegar en el olvido al resto de los hijos. Alguna vez un amigo mío me dijo que los best sellers eran necesarios, en un país con pocos lectores traen el alimento necesario a la familia. No obstante el problema aparece cuando las ventas se vuelven el criterio de publicación. La grandeza de los best sellers puede acabar aplastando a los libros más modestos (entre los cuales puede haber algunos muy buenos). Ese criterio puede que no sea exclusivo de las editoriales, incluso otros socios comerciales se involucran en dicha lógica. Leer diariamente 20 minutos es una medida lenta para evitar que Pepe y Toño de los libros desaparezcan.

Aparentemente esto resulta un triunfo para la comunidad de lectores, sin embargo no es así. Cabe pensar que el origen de los cultos se encuentra en este hecho. Quien lea más obras se erige frente a otro, el culto deslumbra al iniciado en la lectura. El supuesto triunfo para la comunidad es una derrota, el grupo de lectores termina por desintegrarse. De este modo el libro se vuelve cualquier adorno, la feria puede correr en la misma vertiente. Aunque los banquetes propician compartir el pan y saborearlo del mejor modo, en ocasiones acaban por atragantarnos.

La Bomba

Lo que nadie sabe es que la bomba fue arrojada en el mismo instante en el que se imaginó. Su devastación fue imperceptible pero contundente. Creímos que aniquilaría nuestros cuerpos… pero calcinó nuestra alma.

Gazmogno

Aprender a callar

Llega la silenciosa noche, nos tumbamos en el sillón mullido, y encendemos la televisión para que la voz de un periodista –según el gusto de cada quien– comience a darnos cuentas de los sucesos mortales del día, o de quien se peleó con quien, o de quien ya no tiene amigos influyentes, noticia que no sería nada sin la imagen del siniestro, suspiramos hondo y nos callamos gracias al impacto que han recibido nuestros ojos y oídos. ¡Malditos!, dirá uno, cada día estamos peor, suspirará otro, después de lo cual callamos otra vez.

Y es que hemos aprendido tan bien de nuestros profesores, que no se nos puede culpar por callar. Callamos porque algo nos ha impresionado, algo con su fuerza nos ha dejado sin palabras. ¡Cállate y no hables –le dice el profesor al alumno– para que pongas atención! Es la voz enérgica del profesor, junto a sus ademanes exagerados, los que han disminuido una voz. Ahora el alumno sabe que aprender es estar callado y que la educación está en manos de quien tenga una voz fuerte para rebajar al otro. ¿Cómo hablar en tal caso? Hay dos posibilidades: una es hablar (con miedo) esperando que el otro no nos calle; y la otra es la que efectúan los más listos: hablar con la voz de un especialista o escritor, así cuando llegue el reproche por su participación, podrá decir: ‘lo dijo el otro que no soy yo’.

Pero acaso hayamos entendido mal a los profesores, ellos no buscan que bajemos la mirada o el ánimo de aprender, lo que ellos buscan es que guardemos la lección del día. Guarda silencio, no anotes, escúchame a mí, le pide algún maestro al estudiante, y es que sólo guardamos lo más valioso, lo que más nos importa, y lo que más le importa al estudiante es aprender. ¿Qué no hemos visto que por guardar lo más importante se producen guerras? Sí, precisamente por esto necesitamos toda la fuerza posible; al acto de poner toda la fuerza del espíritu para guardar silencio, se le ha llamado contemplar, lo cual no sería posible si la fuerza de lo cotidiano o de los profesores no nos alertara de algo importante.

A la mañana siguiente, después de leer el diario, después de guardar silencio, quizá comencemos a notar que sí tenemos algo que decir.

Javel

La carta (primera parte)

Escribir una carta es una actividad actualmente infravalorada. Antes, según veo cartas de décadas pasadas y me cuentan las personas de varias décadas, era muy común escribir cartas, así como escoger el papel adecuado para hacerlo, pensar qué se iba a decir y cómo sería la mejor manera de expresarlo; según cuentan, algunas misivas eran perfumadas amorosamente. La escritura era casi un ritual, un momento especial cuando se confiaba en que las palabras llevarían algo de una a otra persona; no era difícil usar horas enteras en dicha actividad.
En la actualidad preferimos teclear. Aunque pudiera ser más cómodo escribir en computadora, celular, tablet, etc., parece que es una tortura, pues hasta tenemos contados los caracteres para escribir. Pero esto no hace conciso nuestro recuadro tecleado, sino que lo vuelve incompleto; lo escrito con prisa está pensado con prisa y no lo podemos evitar porque presurosamente exigen, al menos así creemos, nuestra respuesta. Nuestro vicio por el tecleo breve nos dificulta el escrito extenso, pues al extender la idea de los pocos caracteres la reiteramos sin explicarla (véanse los comentarios a los escritos del periódico colgados en la red). Si no atendemos pacientemente la explicación una idea, mucho menos nos detendremos a imaginar qué sentirán las personas al leernos; nuestras palabras son escritas y leídas sin mucha pasión o con confusas pasiones. La carta también podía sufrir las mismas presurosas carencias, pero los trazos y dobleces propios de aquélla podían expresar, quizá reforzado con lo escrito, subrepticias pasiones. ¿La tecnología nos condena a la inexpresividad? ¿No más bien nos altera incontrolablemente nuestras trémulas pasiones? ¿No estará escrito todo esto sin una gota de sangre?

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No te miento

«No te miento», dicho por una persona sumergida en conversación con su cuate, mientras viajan en un tren del Metro de la Ciudad de México, es tan cotidiano como tropezarse. Es una muletilla, en realidad, o se hace muletilla pronto. Naturalmente uno la sigue con detalles escandalosos, increíbles, o sumamente cómicos en el clímax de la anécdota, porque lo que viene después de esa introducción ya se pintó con los colores de lo que, por inusitado, probablemente se tildará de mentira; se impregnó del aroma que azuza la curiosidad por esas cosas verdaderas que son también de lo más inverosímiles. Que se use tanto podría explicarlo que, como dice Agatón, es muy probable que pasen muchas cosas improbables. La frase, pues, sirve para dar muy buenos énfasis, o por lo menos me imagino que así empieza a ser usada, con algo semejante a «no te miento: dos horas sin detenerse balbuceando estupideces ¡y todos los que lo rodeaban asentían en cada oportunidad!» o «había más de tres mil quejas en su contra, muchas oficialmente corroboradas, hasta habían iniciado procesos penales, ¡y aun así ahora es representante de…». Cosas por el estilo.

Y como decía, se hace muletilla pronto. En varias conversaciones aparece quien invoca esta clase de juramento de sinceridad, «no te miento» o su variante más dramática «no te voy a mentir», tan sólo para ganar un respiro y no tropezar sus sílabas. Esto, fuera de serle molesto a algunas personas especialmente quisquillosas y quejumbrosas, no parece más ofensivo que una manía. Me refiero, por ejemplo, a quien parpadea furiosamente mientras habla, como si sus ojos estuvieran escribiendo con una clase arcana de taquigrafía; o a quien no puede evitar entre frase y frase retraer los cachetes haciendo involuntariamente una mueca engañosamente parecida a la sonrisa; y de ninguno pensamos que merezca reproche por ello. Tan sólo de lejos me atrevo a señalar el extraño tejido de causas que podrían desembocar en que estos movimientos repetitivos, ya tan involuntarios como la respiración o la digestión, lleguen a arraigarse en la vida de alguien. Probablemente el primer movimiento fue voluntario, no lo sé, y tal vez la imitación de éste, repetida un sinnúmero de veces, hace que la imitación se transforme, de ser obvia a ser transparente, invisible. O –e insisto: no quiero ni asomarme al fondo tenebroso en el que quizá haya una explicación bastante de los tics y las compulsiones–, tal vez, por un deseo ferviente de expresar algo que no se pudo completar bien, repitiéndose muchas veces, se asila en el alma el movimiento que sólo recuerda vagamente alguna intención ya ocultada por la rutina. Ocurre lentamente, como cuando cambia el curso de un río, que el continuo empuje del agua por donde al principio no hay camino, termina por hacer uno. En cualquier caso, la recurrencia acaba por disfrazar estas acciones de plena normalidad. Otras transformaciones semejantes nos ocurren con las posturas de la espalda, la manera de sentarnos, el modo de asir objetos, en fin: termina por grabarse tanto nuestro modo de hacer las cosas y de estar, que al que le hacen la observación sobre su mala posición suele sentirse más incómodo con la forma correcta que con su propia chuecura.

Las muletillas a veces pueden ser casos como éstos. En algún sentido, nosotros somos nuestras piernas, nuestras manos, nuestros ojos: la forma en la que ocurre el anquilosamiento gradual de sus movimientos se debe a lo que nosotros hemos hecho, a lo que hemos sido con todos nuestros hábitos, costumbres y carácter. Obviamente no me refiero aquí a accidentes o a enfermedades, sino a lo que interpretamos como el curso normal de las cosas. El modo de caminar cotidiano de alguien es también la expresión de cómo ha caminado toda su vida, así como también la manera en la que agita la cabeza cuando enfáticamente niega algo muestra cómo ha estado negando, toda su vida, cuando rebate. Y cuando hablamos, también enseñamos quiénes hemos sido. «Costumbre» es una palabra muy problemática, pero digamos en el sentido más acostumbrado de «acostumbrar», que nos acostumbramos a nosotros mismos tanto por los modos en los que actuamos como por las acciones que elegimos. ¿Y qué acción es más predominante entre las personas, por lo común, que hablar? También nos acostumbramos en nuestra voz a decir ciertas cosas, a decirlas en unas maneras –si bien personales– recurrentes hasta la transparencia. Caminamos y conversamos, cada quien a su muy peculiar paso; y así como ya es casi imposible dejar de cojear para el que toda su vida dobló mal las rodillas, también el que enchueca las palabras no puede mucho más que seguir deformando el habla.

Sin embargo, una cosa es tartamudear, farfullar, balbucir, y demás; y otra cosa enviciar el lenguaje. Al igual que con las manías, éstos primeros son defectos que parecen merecer más nuestra compasión que nuestro reproche. Hay quienes dicen «no te miento» como el tartamudo dice dos o tres veces una misma sílaba, y porque cayó en suerte que ésta les fue conveniente y no otra frase (como «dice: no, dice» o «lo que viene siendo»); pero hay para quienes «no te miento» es la expresión de la costumbre de mentir. Aunque no lo destaquemos mucho, en verdad hay una diversidad grandísima de placeres en la conversación, así que también hay profusas direcciones a las que puede inclinarse el gusto de un hablante. Es probable que lo que más complazca a alguien mientras platica sea también lo que más repetidamente haga, cuando tiene oportunidad. Es fácil notar diferencias extremas: hay a quien le gusta demasiado su propia voz, el tímido que se complace mientras todos los demás hablan, a quien le encantan las discusiones veloces, al que goza con la calma de elegir muy precisamente cada pedacito de palabra, etcétera. Algo dulce de hablar con un amigo es que uno ya sabe cómo se escucha y lo disfruta. Por la misma causa (aunque en un curso distinto), hay quienes se deleitan más que en otra cosa recibiendo respuestas que indiquen que se les cree. Un asentimiento ajeno es para ellos como el agua fresca para un rabioso. Esto tiene algo de justificación: solemos apreciar la verdad cuando alguien más pretende hablarnos sinceramente, y entonces también nos gusta ver que los demás piensan que estamos siendo sinceros con ellos. El problema resalta apenas pensamos que no hay modo humano de convencer a todo tipo de persona de todo tipo de cosa. No existe manera, fuera de la vida ermitaña, de evitar encontrarnos con quienes serán (intransigentes o con buenas razones) contrarios a lo que queremos decirles. Quien prefiera ser sincero (intransigente o con buenas razones) seguramente tendrá que aguantar el sinsabor de enfrentar a quien no le cree. Quien, por otro lado, prefiere que se le vea siempre como quien dice la verdad, en cualquier contexto, dirá lo que sea. Seguramente se volverá muy hábil para juzgar qué quiere cada quien escuchar, como se dice por ahí que el cocinero debe ser juez de lo que más place a la lengua y no de lo que mejor nutre.

«No te miento» deja de ser una frase para estas personas, y se convierte más bien en una herramienta. Es un tipo de cuña o llave maestra. El que escucha a alguien así participa de todos los gestos que le conducen a acceder a lo que se le dice (que, claro, era lo que quería escuchar), y en ello aparece una excelente constatación de que están ambos de acuerdo en lo que opinan. Que este hábil sacasonrisas asegure en todo momento que no le va a mentir muestra que está acostumbrado a hablar de este modo. Exagerando un poco con una dramatización, él está diciendo: «lo que estás por escuchar, tengo que decirlo porque es verdad, aunque sé que es muy difícil que la gente lo acepte»; y cuando el que oye eso, después constata lo que él mismo pensaba, concluye: «¡qué maravilla! ¡Yo tenía razón contra toda probabilidad!». Para muchos descuidados, una idiotez escuchada en otro lado toma la forma de verdad. De pronto todo está patas arriba: la manifestación de nuestro gusto por ser testigos de quien habla con verdad es precisamente la que el simulador aprovecha para fingir en todo sitio y aprobando cualquier sinrazón, que nadie hay más honesto que él; la apariencia del más sincero, el que siempre está dispuesto a decir las verdades más duras, el único que en todos los círculos puede enfrentar la realidad con las palabras correctas, y toda la agradable reputación admirable que gana con ello (cosa que fue el principio de su costumbre) la amasa y persigue el que más acostumbrado está a mentir. Por supuesto, la muletilla es sólo una marca de la costumbre. Muchos tienen otras y no sólo expresadas por la lengua, también en los gestos y en toda la complicada urdimbre de movimientos que usamos para hablar. La disposición a hablar asegurando decir toda la verdad, se diga lo que se diga, se vuelve señal de una supuesta futilidad en la conversación y termina por destruir todas las bases de la confianza en la palabra.

Algunas muletillas1 sólo son invisibles para el que se recarga en ellas, mientras que resaltan a los demás; pero otras se hacinan tanto en nuestra vida pública que empiezan a translucir para todos. Horas después de estar en un cuarto ahumado por cigarros uno ya no nota el humo. Hace falta mucha fuerza y cuidado para volver a resaltar una muletilla que por imitación tras imitación ha empezado a parecer tan genuina como la constancia de la naturaleza. La conversación torcida del que no tiene voz más que para darse el placer de lucir una simulada excelencia, en nuestra sociedad de competencias y progresos, es tan abundante que da la apariencia de ser toda forma posible de diálogo. Obviamente, esto sería de lo más descorazonador para el que, pensando un poco, razonara que entonces el diálogo es imposible y toda palabra es o erística o paliativa. Sin embargo, esto es falso; o cuando menos, es una conclusión sacada erróneamente. Por más inverosímil que nos parezca, por los modos en los que nos hemos acostumbrado a vivir, la disposición a conversar diciendo la verdad o admitiendo la equivocación es el principio por el que todavía nos es posible darnos cuenta de que frases como «no te miento» son deformaciones del diálogo. No es verdad que nos reunamos a hablar creyendo con toda seriedad que todo lo dicho será mentira, a menos que haya alguna cláusula especial que indique lo contrario. Ni tampoco lo es que estemos tan indefensos ante las palabras de los demás, que no podamos por nosotros mismos intentar constatar si lo dicho es, o no, cierto. Lo natural no es que nos engañemos; tal vez lo es que nos equivoquemos (y para nada son lo mismo). Después de todo, nadie en quien confiemos y que de verdad quiera hablar con nosotros necesita recordarnos que, en esto que está por decir, no nos va a mentir.


1 Dicho de paso: muletilla, etimológicamente, es algo así como un doble diminutivo. Primero, muleta viene de pensar en una mula pequeña, para nombrar la herramienta que da alivio o apoyo para quien no puede andar bien, como si ésta lo llevara a cuestas. Y después, muletilla es también diminutivo, de muleta. Es como si el eufemismo se hubiera quedado corto y necesitáramos un eufemismo del eufemismo para no decir, con todas sus letras, que nos apoyamos en estas acostumbradas palabras como quien en vez de caminar solo, requiere que lo lleve cargando una mula.

Traición política

Traición política

Tradición es traición, dice el apotegma de la traducción. El traidor lo mismo lleva y trae, quita y da, cambia y conserva. La traición parece creativa y destructiva a la vez. Los traductores son los traidores tradicionales. Lo que no se puede decir de otro modo, lo que ya no se puede explicar, lo que es forzoso, al mismo tiempo de ser intraicionable es intraducible. El resto, aquello de lo que sí puede darse razón, es el mejor sentido de la tradición: traducción y traición. Lo importante es traducir de buen modo, traicionar bondadosamente. La traducción, como acto traidor, es poner a la tradición punto y aparte.

El santo patrono de los traductores es San Jerónimo, pues fue él quien trajo la sabiduría bíblica a las letras latinas: abriendo la razón romana al pensamiento judío, permeando la virtud romana de virtud cristiana, haciendo del hombre sabio un hombre piadoso. San Jerónimo, como atestiguan numerosos pasajes, creó con la Vulgata el mundo en que todavía vivimos. San Jerónimo es, quizás, el padre de la Iglesia que más cuida a la razón; a pesar de ser un eremita que a ojos de la mayoría llevó una vida irrazonable. Su cuidado por la razón lo llevó a la polémica más lógica de la historia de las traducciones: la polémica con Rufino. Rufino y Jerónimo, los grandes traductores de la Antigüedad tardía, disputaron por las consecuencias prácticas de las ideas teológicas de Orígenes. El descubridor del concepto de consciencia originó en los traductores la conciencia de la traducción. Y es de la polémica entre Jerónimo y Rufino donde podemos aprender de buena manera cómo se involucran tradición, traición y traducción, con el esfuerzo siempre loable de salvar la posibilidad de dar razón. Llegar a la polémica, empero, sólo nos será posible cuando encontramos algún sentido en cuidar nuestra relación con el Texto Sagrado, cuando creamos que la razón sólo se salva con la fe –con anfibología consciente, cual debe entender el lector-. Pero eso es otro punto y aparte.

De entre las traducciones de Orígenes que hizo Rufino hay una notablemente creativa, inigualablemente traidora y pocas veces comparable por su savia tradicional: la del Comentario al Cantar de los Cantares. Entre las creaciones del traductor Rufino se encuentra en ese texto algo que los latinistas ya dan por sabido: que homo viene humus, por lo que el sentido latino del nombre que se dio al hombre es el de un ser apegado (u originado) en la tierra. Rufino señala la “etimología” de homo tras haberla inventado en su traducción del Protréptico de San Clemente de Alejandría. Clemente intenta explicar, en griego, por qué el segundo relato de la Creación en el Génesis plantea que el hombre proviene del barro. Para explicarlo, Clemente tuvo que relacionar gen con aner, para lo que el traductor al latín necesitó relacionar humus con homo. Si bien gen y aner tienen como raíz común al sánscrito nar (que nombra a la fuerza vital que distingue al hombre de los otros seres, presente todavía en el griego andreia), humus y homo sólo tienen la relación mentada hasta que la inventa Rufino traduciendo a Clemente y confirma su invención traduciendo a Orígenes (humus y homo, sin embargo, provienen de la raíz indoeuropea dhghem, de donde derivan términos tan disímiles como: camaleón, humilde y homenaje). Y al traducirlos, traicionándolos, Rufino no sólo creó una metáfora válida y bella, sino que estableció una etimología que los eruditos ahora dan por válida.

No darán por válida, empero, una traición más arriesgada, aunque a mi juicio mejor traducida. Con corrección de erudito Rufino vierte polis en civitas, y nadie encuentra problema con ello. Sin embargo, atina para politeuma el latino conversatio, al que glosa como: “género de vida”. En griego clásico, politeuma nombra a una comunidad política como unidad étnica que la distingue del resto de la ciudadanía; así fueron calificados los judíos tras la diáspora. Aristóteles distingue entre politeia y politeuma, señalando que la actividad pública caracteriza a la segunda respecto del tipo de régimen que nombra la primera. Politeuma era el nombre de una comunidad política, por ende de un género de vida. La innovación de Rufino es que de la ambigua “ciudadanía”, lleva politeuma a la certera conversatio: el género de vida propio del ciudadano es la conversación. El giro que Rufino hace evidente en latín fue creado en griego por San Pablo en Carta a los Filipenses 3:20. (Dicho sea de paso, en la Vulgata Jerónimo toma la invención de Rufino). Pablo, sabedor de la “ciudadanía” judía en el régimen romano, debe buscar la catolicidad del cristianismo, debe llevar más allá de las fratrías y las ciudadanías la conversación que es conversión, la conversión conversada que se llama cristianismo. Ser cristiano, nos descubre el traductor-traidor Rufino, es conversar sobre la fe y mantenerse conversando sobre ella. La fe cristiana es el esfuerzo por dar razón posible antes de la necesidad. La fe cristiana salva a la razón. ¿Cómo lo hace? Eso es punto y aparte.

Importante sería que algún traductor de la traducción de Rufino encuentre el buen modo traidor de recuperarnos ese sentido politeumático de la fe que encuentra en la discusión razonada una razón de ser. Importante sería que los fieles y creyentes asumieran el logon didonai como modo de vida genuinamente cristiano. Que llevando la fe con buena razón nos libramos de los místicos fáciles, de los políticos falaces y los retóricos inmoralistas. Quizá necesitamos una gran traición.

 

Námaste Heptákis

Garita. Se engañan quienes creen que la carta que Marcelo no ha jugado espera una curul. Su carta viene del 94. Su juego es ganar perdiendo y perder ganando. ¿Adivinas, lector, qué carta es?

Escenas del terruño. El caso de los 42 desaparecidos de Ayotzinapa ha tenido tres detalles importantes. Primero, el drama del equipo forense argentino que presenta conclusiones no forenses como forenses, y con ello contribuye al sospechosismo. Segundo, las vestiduras desgarradas en la ONU, que pronto se perderán en una deformación de la ley de víctimas. Tercero, el nuevo cardenal mexicano que, claridoso, denuncia la manipulación evidente del caso. Lo peor de todo es que en el ambiente público ya no está a discusión el caso, sino que cada uno parece haber aceptado su propia verdad histórica como explicación completa. Quizás Ayotzinapa nos exhibe nuestra afición por las fórmulas fáciles.

Coletilla. Un 21 de febrero, pero de 1801, nació John Henry Newman, importante teólogo inglés del que hoy, por inicio de cuaresma, te comparto, lector, un parrafito de 1849.
Nadie ofende a Dios sin justificarse ante sí mismo con algún pretexto. Todo hombre se siente impulsado a hacerlo porque no es como los animales. Tiene dentro de sí un dón divino llamado razón que le obliga a explicar sus acciones como en presencia de un tribunal. No puede, por tanto, actuar al azar. Haga lo que haga, debe obrar según un criterio. De otro modo, se sentirá turbado e insatisfecho consigo mismo. No es que sea muy exigente sobre si debe aducir una buena o mala razón; pero alguna razón ha de invocar. De aquí que a veces encontremos hombres que abandonan todo deber religioso, e invocan la conducta defectuosa de personas devotas conocidas o de ministros sagrados o fieles, como excusa –bastante trivial, por cierto- de su negligencia. Otros alegan el hecho de vivir lejos de la iglesia, o estar tan ocupados en casa, quieran o no, que les resulta imposible servir a Dios como deben. Otros dicen que es inútil hacer más intentos, que han ido a la confesión una y otra vez, y tratado de evitar el pecado sin conseguirlo; e interrumpen así un esfuerzo que juzgan estéril. Otros, al caer en pecado, se excusan con la observación de que simplemente siguen a la naturaleza; que los impulsos de ésta son muy fuertes, y que no puede ser malo secundar las inclinaciones naturales que Dios nos ha dado. Otros, más audaces, se desprenden completamente de la religión, niegan su verdad, llegan a negar incluso la providencia de Dios sobre sus criaturas. Rechazan con desenfado la existencia de una vida después de la muerte, y así las cosas, serían ciertamente unos necios si no buscaran ahora el placer y no aprovecharan lo mejor posible esta pobre vida. Hay otros que buscan infundirse paz a sí mismos con el pensamiento de que algo ocurrirá que les libre de eterna ruina, aunque de momento continúen negligentes de Dios. Se dicen que falta todavía mucho camino hasta la muerte; que dispondrán de numerosas ocasiones favorables para rectificar; que desde luego se arrepentirán a su debido tiempo, cuando se acerque la vejez; que, por supuesto, piensan convertirse; que, tarde o temprano, sanearán su situación espiritual; y –si son católicos- añaden que se cuidarán de morir con los últimos sacramentos y que, por tanto, no necesitan preocuparse más por la cuestión.

Flores en invierno

Flores en invierno

Creo, firmemente, que el peor enemigo del hombre no es el hombre, sino el miedo. Antes de sonar como apologista del placer, quiero defenderme diciendo que lo a que más le teme el hombre no es del todo a su muerte, sino, en cierto sentido, a vivir. Y antes de sonar como un nihilista o un gurú de consulta telefónica, tengo que aclarar que hablo del miedo a resultar expuesto, ignorante e igual a “la masa”.

Y también creo, para seguir el tono, que eso no es algo que pueda justificarse por la línea del “amor propio” ínsito en el corazón de los hombres. Creo que nos hemos hecho así. El escenario del miedo es amplio: abarca la profundidad y la periferia de las relaciones públicas y privadas. Hablo, al menos, por lo que veo en este país. No sé, de todos modos, cómo vivan los hombres en otro lado, aunque estoy seguro de que sus problemas no son tan distintos. Todos, por ser hombres, tienen, en alguna medida, capacidad de amar, de irritarse y de indignarse. Sin embargo, a nosotros nos gusta negar la parte más sencilla de lo que hace hombre al hombre: que somos ignorantes e iguales, y que por eso hablamos entre nosotros.

Al estar tan seguros del éxito personal, y de la naturalidad de la vanidad y el orgullo, se borra la humildad de las relaciones terrenales que fundan la verdadera democracia. El resultado de ello es el siguiente: nuestra conversación, convencida de que debe ser útil y nada más que útil, es estéril por ello mismo. La democracia se convierte en “fuerza de la mayoría”. La conversación se debilita al no ceder nada al otro: al no experimentar el brillo deslumbrante de la humanidad por creer que es “cotidiano”. Miedo a vivir no es miedo sólo a amarnos todos como en el paraíso hippie (con lo cual no estaría más que degradando el amor al otorgarlo, abstractamente, a todos), sino miedo a aceptar, con cualquiera de sus cualidades, la experiencia del alma humana, mediante el habla. Que la democracia se bautice con la tolerancia exquisita, o la degradación de la opinión, es cosa totalmente compatible con el sereno triunfo, tan celebrado, de la fuerza, la astucia, y la palabra como instrumento del deseo personal, porque no importa de verdad el otro. Nuestra igualdad es una pantomima para disfrazar nuestra cobardía para amar con fuerza de verdad.

Tal vez no haga falta decirlo, pero nunca está de más: algún vínculo debe tener este menosprecio del hombre con nuestra política decaída y con nuestra lamentación por la incultura. Si la cultura no sirve para enseñarnos a hablar entre nosotros, no es cultura, sino una mentira. Y hombres que temen a la verdad, porque los expone, no pueden jamás entrar en una conversación decente. Esos vínculos no se pueden sacrificar por querer hacer florecer al país económicamente, pues sólo causaría flores decadentes. El principio que produjo al dinero fue el “acuerdo”, no sólo la ambición y el poder. Ese miedo ha demostrado ser más nocivo que la desestabilización económica o que el cáncer más brutal, porque no tiene remedio definitivo.

 

 

Tacitus