Vivir de amor

Vivir de amor

Los románticos seductores afirmaron que el amor era la voz más fuerte de la libertad. Algunos tiranos terminan deshechos en llanto, al ver su corazón lleno de grietas y callos por creer que el valor hay que otorgárselo a la mano dura, huyendo por conveniencia o siendo audaces para no sufrir. En ambos, el amor destruye la ciudad, ya sea porque el mal se imagina, o porque ablanda la inteligencia y su relación con la voluntad o porque la incendia, consumiéndola. El amor es hermano de la pena, en ambos casos.

Efectivamente, amar es sufrir inevitablemente, pero se sufre porque nunca es suficiente. Los que lloran por ello se olvidan de algo: ya nos habían avisado que el sufrimiento era inevitable. Los que se rinden olvidan que la verdad es lo que hace al hombre perfecto; y la verdad, como el amor, a veces duele. Duele más cuando nos habíamos rendido sobre ella. Duele más cuando los falsos somos nosotros. Lo que destruye es la hipocresía, sutil y engañosa compañera.

Exagerar la experiencia del deseo, es fuente de falsedad; ser imperialista también. Ello es así porque no atinan a ver que lo que funda la comunidad es precisamente una relación natural que no puede explicarse geométricamente en un esquema, porque es algo misteriosa. La comunidad no es tal si no hay comunión. Sufrir por ella es amarla porque hay hombres, no porque mi imperialismo disfrazado de pacifismo liberal se frustre. Es cierto: el amor no es algo que entre en el diccionario para definir las “asociaciones políticas”; tal vez con ello podamos explicar nuestra obsesión por el divorcio, o por el sexo, hermanas gemelas ambas. Un amigo, precisamente, me ha enseñado constantemente que vivir de las migas que nos da nuestra vida amorosa moderna es ser un cobarde.

Cobarde es aquel que cree vivir inflamado en la llama de la pasión, cuando en realidad sólo se ha tiznado las yemas de los dedos, presumiéndolo a los demás. Actuamos como ese loco cuando aceptamos que el amor incendia nuestra casa sin remedio. Somos ese loco cuando nos hastiamos de pensar, como si fuera un regalo dionisíaco. Vivimos como ese loco cuando creemos que nuestra política es cosa anerótica. Ese loco sí puede decir que ha producido la felicidad.

Tacitus