Un día el rey mandó llamar al mejor citarista de toda su isla con la promesa de que quien lo complaciera con su música se llevaría una muy placentera recompensa. La voz recorrió los pueblos como si volara. Con todos los que acataron el llamado la corte hizo concursos, y jueces experimentados en todos los modos musicales del Este y el Oeste declararon un ganador para que el rey escuchara su instrumento. Así llegó el día en que el mejor músico llegó ante el rey, y tocó su cítara con admirable precisión. “¡Excelente! –exclamó el monarca–, tu música es un deleite para cualquier hombre que no tenga oídos salvajes. Cuando dejes mi corte, te habré recompensado con enormes riquezas. Pero, ¿tocarás para mí mañana?”. El músico, complacido y emocionado por la pretensión de oro y joyas accedió sin dudarlo.
El día siguiente, colmado de emoción, el músico se posó ante el rey e interpretó las más bellas melodías en su repertorio con una gracia inusitada. Incluso los maestros de música de la corte se quedaron boquiabiertos. “¡Bellísimo! –exclamó el rey–, tu música sólo es digna de reyes. Te mereces por igual una regia recompensa. Cuando dejes mi corte, tu fortuna será inigualable y a tu rededor escucharás siempre los suspiros que tu ventura inspirará en la gente de a pie. Pero, ¿tocarás para mí mañana, por última vez antes de volver a tu hogar?”. El músico, enormemente complacido pensaba ya en tierras, títulos y los goces de la nobleza, en la gente que conocía mirándolo hacia arriba como a un señor, y sonriendo sin contenerse, accedió de inmediato.
Toda la noche la pasó el músico componiendo la más divina pieza jamás interpretada bajo esos techos, y quizá bajo el Cielo entero, y al día siguiente la tocó entusiasmado ante el rey, con perfección y sutileza sobrehumanas. La corte entera se paralizó, e incluso el rey quedó mudo por un momento. Al tiempo exclamó: “¡Divino! Ésta es sin duda la música que escuchan los dioses en sus festines. Mañana, cuando dejes mi corte, te habré colmado de los más deleitables placeres que ha conocido tu imaginación y tu alma se desbordará por su abundancia”. El músico, complacido más allá de toda mesura, se agitó y aplaudió triunfante. Conteniendo la risa hizo una reverencia y volvió a su habitación soñando despierto con toda la fama, honor y poder con que antes no se hubiera atrevido a soñar.
Al salir de nuevo el Sol llegó el día del pago, y el músico expectante se hincó frente al rey. Después de unos segundos, éste le dijo: “Vete ahora”. Confundido, el músico esperó, como anticipando una broma. Pero al no mostrársele el rey de ningún otro talante, con gran atrevimiento habló así: “Pero, oh, piadoso y magno rey, no entiendo: día tras día usted me prometió un pago por mi música, y ahora no puedo más que esperar que usted me muestre la justicia de su palabra”. El rey frunció el seño y con toda la seriedad con la que juzgaba las afrentas entre sus súbditos le respondió: “He dicho que te vayas. No tienes las manos vacías ni te ha hurtado nada esta corte. Al contrario, fui justísimo contigo y te he recompensado en correspondencia a tus méritos: la ilusión es cara como el marfil y dulce como el loto. Tú me has deleitado tres días seguidos con el placer de tu cítara, y yo, a cambio, los mismos tres días te pagué con el placer de mis promesas”.