Perdidos en el mar, a merced de su capricho, varios marineros resistían. Las densas nubes cubrían la mayoría de las estrellas y hacían que la noche fuera infernalmente obscura. La embarcación era azotada por una tempestad, y no de esas tormentas marítimas que ocurrían en nuestras ficciones infantiles: ahora nuestras tormentas son verdaderas tempestades.
En su confusión, con dificultad en verse los rostros, los hombres discutían cómo regresar a su hogar. Después de varios meses el viaje había resultado un fracaso, perseguían una isla a la que nunca llegaron. En algún momento creyeron verla, sin embargo fue nada más un doloroso espejismo. La última alternativa era virar de regreso, el problema estaba en que no sabían cómo hacerlo.
Hubiera sido de gran utilidad que aún viviera el capitán de la nave. Éste era un hombre fuerte e inteligente. Su dureza causaba complacencia en los mejores corazones, la prueba de cobardía o vanidad estaba en quien resultara ofendido por sus palabras. De este modo su rango militar era perfectamente desempeñado. Una armada no puede estar compuesta por hombres con interés propio. Varias generaciones habían abordado el barco, varias generaciones intentaban navegar. Pero ahora el capitán ya no estaba.
La mitad de los hombres pensaban qué haría el capitán si estuviera aquí o cuál orden nos dictaría, querían sobreponerse a la adversidad con el recuerdo de sus palabras. En general eso realizaron durante toda la expedición (quizá por ello fracasaron). Incluso al enfrentarse con algún otro barco las tácticas del capitán fueron sus mejores armas, los peores enemigos no fueron los invasores. En vez de volverse unos niños bien criados, los marineros terminaron siendo unos ínfimos criados.
Solamente dos marineros no participaban en la discusión. Uno de ellos era distinguido, su casaca fina era adornada por distinciones rutilantes. Los otros marineros lo veían como alguien destacado y honorable, lo cual pudo haberlo ascendido para dirigir la nave (idea que le entusiasmaba secretamente el corazón). Hace tiempo poseyó un espíritu aventurero que lo hizo acreedor a dichos reconocimientos, ahora ese espíritu parecía derrotado. El marinero tenía una mirada sombría en un rostro áspero, últimamente esta misma mirada había volteado de manera desdeñosa a sus compañeros. De ahí que, tal vez, prefiriese ver el barco hundido a planear una alternativa.
En especial uno de los marineros quedaba aterrado por el distinguido, el otro apartado de la discusión. Su audacia podía reconocerse en su cuerpo débil. Aún no había realizado ninguna hazaña significativa y no se veía con posibilidad de realizarla, y eso era algo que él sabía. Más allá de una distinción, a ese marinero le importaba orientarse y retomar el rumbo hacia su destino. Renunció a la discusión al advertir que nunca encontraría el regreso de ese modo. Duramente se dio cuenta que en realidad nunca llegaría a su hogar con esa tripulación. Con las esperanzas despojadas, alzó su mirada desesperada al cielo. Súbitamente una estrella muy débil resplandeció a los ojos del marinero y éste recobró jovialidad en su corazón. Dando un respiro suave, sosegándose, dio unos pasos hacia atrás. Para sorpresa de todos, aquél se arrojó fuera de la nave. Él sabía que sólo le restaba volver al mar. Quizá se encontraría con otros dimitentes (¿o disidentes?) en busca del hogar o sucumbiría trágicamente en el intento, el porvenir era incierto. Lo que sí era un hecho es que evitaría su propio naufragio.
Señor Carmesí