Flores en invierno

Flores en invierno

Creo, firmemente, que el peor enemigo del hombre no es el hombre, sino el miedo. Antes de sonar como apologista del placer, quiero defenderme diciendo que lo a que más le teme el hombre no es del todo a su muerte, sino, en cierto sentido, a vivir. Y antes de sonar como un nihilista o un gurú de consulta telefónica, tengo que aclarar que hablo del miedo a resultar expuesto, ignorante e igual a “la masa”.

Y también creo, para seguir el tono, que eso no es algo que pueda justificarse por la línea del “amor propio” ínsito en el corazón de los hombres. Creo que nos hemos hecho así. El escenario del miedo es amplio: abarca la profundidad y la periferia de las relaciones públicas y privadas. Hablo, al menos, por lo que veo en este país. No sé, de todos modos, cómo vivan los hombres en otro lado, aunque estoy seguro de que sus problemas no son tan distintos. Todos, por ser hombres, tienen, en alguna medida, capacidad de amar, de irritarse y de indignarse. Sin embargo, a nosotros nos gusta negar la parte más sencilla de lo que hace hombre al hombre: que somos ignorantes e iguales, y que por eso hablamos entre nosotros.

Al estar tan seguros del éxito personal, y de la naturalidad de la vanidad y el orgullo, se borra la humildad de las relaciones terrenales que fundan la verdadera democracia. El resultado de ello es el siguiente: nuestra conversación, convencida de que debe ser útil y nada más que útil, es estéril por ello mismo. La democracia se convierte en “fuerza de la mayoría”. La conversación se debilita al no ceder nada al otro: al no experimentar el brillo deslumbrante de la humanidad por creer que es “cotidiano”. Miedo a vivir no es miedo sólo a amarnos todos como en el paraíso hippie (con lo cual no estaría más que degradando el amor al otorgarlo, abstractamente, a todos), sino miedo a aceptar, con cualquiera de sus cualidades, la experiencia del alma humana, mediante el habla. Que la democracia se bautice con la tolerancia exquisita, o la degradación de la opinión, es cosa totalmente compatible con el sereno triunfo, tan celebrado, de la fuerza, la astucia, y la palabra como instrumento del deseo personal, porque no importa de verdad el otro. Nuestra igualdad es una pantomima para disfrazar nuestra cobardía para amar con fuerza de verdad.

Tal vez no haga falta decirlo, pero nunca está de más: algún vínculo debe tener este menosprecio del hombre con nuestra política decaída y con nuestra lamentación por la incultura. Si la cultura no sirve para enseñarnos a hablar entre nosotros, no es cultura, sino una mentira. Y hombres que temen a la verdad, porque los expone, no pueden jamás entrar en una conversación decente. Esos vínculos no se pueden sacrificar por querer hacer florecer al país económicamente, pues sólo causaría flores decadentes. El principio que produjo al dinero fue el “acuerdo”, no sólo la ambición y el poder. Ese miedo ha demostrado ser más nocivo que la desestabilización económica o que el cáncer más brutal, porque no tiene remedio definitivo.

 

 

Tacitus