La carta (primera parte)

Escribir una carta es una actividad actualmente infravalorada. Antes, según veo cartas de décadas pasadas y me cuentan las personas de varias décadas, era muy común escribir cartas, así como escoger el papel adecuado para hacerlo, pensar qué se iba a decir y cómo sería la mejor manera de expresarlo; según cuentan, algunas misivas eran perfumadas amorosamente. La escritura era casi un ritual, un momento especial cuando se confiaba en que las palabras llevarían algo de una a otra persona; no era difícil usar horas enteras en dicha actividad.
En la actualidad preferimos teclear. Aunque pudiera ser más cómodo escribir en computadora, celular, tablet, etc., parece que es una tortura, pues hasta tenemos contados los caracteres para escribir. Pero esto no hace conciso nuestro recuadro tecleado, sino que lo vuelve incompleto; lo escrito con prisa está pensado con prisa y no lo podemos evitar porque presurosamente exigen, al menos así creemos, nuestra respuesta. Nuestro vicio por el tecleo breve nos dificulta el escrito extenso, pues al extender la idea de los pocos caracteres la reiteramos sin explicarla (véanse los comentarios a los escritos del periódico colgados en la red). Si no atendemos pacientemente la explicación una idea, mucho menos nos detendremos a imaginar qué sentirán las personas al leernos; nuestras palabras son escritas y leídas sin mucha pasión o con confusas pasiones. La carta también podía sufrir las mismas presurosas carencias, pero los trazos y dobleces propios de aquélla podían expresar, quizá reforzado con lo escrito, subrepticias pasiones. ¿La tecnología nos condena a la inexpresividad? ¿No más bien nos altera incontrolablemente nuestras trémulas pasiones? ¿No estará escrito todo esto sin una gota de sangre?

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