Cavernícola
Soy feliz porque nada me turba. Estoy en completo estado de soledad. Mi oscuridad me alegra; no tengo más que descubrir cómo manejar las cosas para mí, y para los demás, quizá. En las sombras, la llama tiene un brillo inigualable. Descubrí la rueda, para que los pies no me dolieran. Con ella, vi el mundo con mayor rapidez, para inventarlo con mayor fidelidad y fuerza. Del corazón no sufro; he podido recolectar hierbas para calmarlo. No tengo la dolencia que provoca la ausencia de autarquía. La historia es un niño, uno muy berrinchudo.
Mujeres tengo más de una: la convención no me aprisiona. Soy libre, para decirlo pronto, y no hay nada más lacónico que eso. Tengo todo: me tengo a mí. El eco sabe hacer caricias tan profundas como el mar, y tan suaves y delicadas como la piel de una jovencita. ¿Hablar? Eso me destruiría; mejor soñar. Los días son iguales, porque siempre estoy yo ahí. El sol parece salir a saludarme. Pero hay sólo una cosa que no entiendo… que me desconcierta enteramente.
No tengo la menor idea de qué soy. Ayer, vi mi reflejo en un pozo cristalino, y no vi nada. Es que, en realidad, no creo en nada, porque mis pocos años me han enseñado el dolor que trae consigo la creencia: y el dolor duele. Una de las cosas que aprendí –olvidé cómo- sobre el dolor: puede curarse. La razón es cobarde: la voluntad lo es todo. Para no andar a tientas, mejor es la luz artificial.
Pero eso me persigue. Hay una mancha que no puedo borrar, y que no me deja dormir. Creo que mi hogar es un reflejo de mi corazón. He visto a otros como yo y lo he confirmado. Y mi corazón siempre me asusta. Es un tirano: se asocia con mi discernimiento y me pide a gritos explicaciones, que yo no pienso darle. Lo veo, pero no lo entiendo. Esta lenta asesina se llama verdad, y le huyo. Le huyo porque su cara es pérfida y demasiado brillante. Le huyo porque me hiere los ojos, cubiertos de vello. Le huyo porque me gusta que mis manos protagonicen un drama a media luz. A nadie le puede gustar ser violentado de tal modo. Valgo por lo que hacen mis manos, no mi pensamiento. Y mis manos gesticulan el cielo, y mi voz habla las estrellas. Yo soy El hombre. Lo único que en realidad me da tristeza es que nadie me oye, que no sean las rocas.
Tacitus