Los medios de comunicación suelen estar enfrascados en batallas retóricas. Que conste que no digo que todos las pretendan; pero hasta el reportero más purista, el cronista más meticuloso, el editor más objetivo, hacen juicios. Y las personas somos bien buenas para buscar juicios en toda otra expresión humana, incluso cuando tratan de escondérnoslos con una prosa seca casi científica. Así somos para bien o para mal. No lo digo en detrimento del periodismo ni del historicismo, no creo que haya ningún modo humano de hablar sin juicios: apenas pierde uno el juicio, deja de entendérsele lo que dice. Desde que alguien elige hablar de una cosa en vez de otra, o decide que es más objetivo decirlo así o asado, hace ya un juicio sobre cuál cosa de su relato es verdadera y cuál no. Los que leemos y escuchamos nos damos cuenta de esto apenas hacemos un pequeño esfuerzo, y se nos revela que los medios de comunicación se la viven deliberando y moviendo a deliberar, convenciendo y moviendo a convencer, acerca de lo perjudicial (poquitas veces, también de lo provechoso) con aludes de retórica. Admitiendo esto, pues, el lado bueno del asunto es que la retórica no es necesariamente esa cosa monstruosa y manipuladora que persuade solamente de mentiras destructivas y seduce para actuar contra la voluntad. En realidad, aunque sea tan difícil hacer la diferencia y solo pocas personas tengan la agudeza de visión necesaria para notarla, el buen rétor sería quien nos convence de lo que más nos vale convencernos. El buen rétor sería el orador que logra hacer visible lo verdaderamente conveniente entre personas que no están viendo qué les conviene.
Desafortunadamente, los medios de discusión en nuestro país son paupérrimos. La falta de seriedad para dialogar nos sumerge peligrosamente en batallas retóricas que son libradas entre oradores ineptos y con argumentos chafas. La demagogia reina en nuestra tierra sin oposición ni freno. Hace muchos años, las apariencias, cuya guarda es indispensable para la demagogia, se manifestaban mucho en palabrerías, discursos y proyectos atractivos porque en estas cosas descansaba la opinión de los votantes (que en nuestra comicracia equivale a los «participantes políticos» de los países donde sí se cree en la política). Conforme más está la mayoría de la gente convencida de la veracidad de las encuestas y la supremacía sapiencial de la ciencia de la probabilidad, más se han inclinado los remedos de oradores públicos a hacerse del baluarte de la estadística. Esto, por supuesto, incluye al periodismo y a la difusión de la información de nuestros asuntos políticos.
Dos mentiras comunes y corrientes son las conclusiones sacadas de contrarios que no existen, y las evasiones de respuestas aludiendo a números, programas y demás residuos de la burocracia. Lo primero pasa cuando, por ejemplo, un partido político ataca a otro sugiriendo que uno está bien y el otro está mal en absolutamente todo sólo por estar cada uno en lados opuestos del pleito (y eso suponiendo que hubiera pleito). Hasta risa da que para estos «políticos» no haya más significado de izquierda y derecha que el que entiende un niño aprendiendo a nombrar la mano con la que agarra la crayola. Esto evita que nos hagamos preguntas sobre propuestas específicas, sobre su viabilidad, su utilidad, su justicia, o de plano sobre qué tan irracionales son. Nos priva de la seriedad de una discusión sobre verdaderas alternativas, y por supuesto, contribuye grandemente a que el espectáculo sea magnificado como si hubiera oposición mientras no se está peleando nada de verdad. Aparte, promueve tremendamente la enemistad, haciendo desplantes sensacionalistas de desprecios, traiciones y cochineros impresionantes. La segunda de estas dos mentiras, radica en la idiotez de hacer pasar estadísticas por esfuerzos reales y números por preocupaciones. La estadística, así de obscenamente blandida, oculta las tremendas incongruencias de la vida pública. Por decir: México se compromete internacionalmente a bajarle a la contaminación; pero no deja de construir super vías, de vender cantidades irrisorias de automóviles y de extender permisos depredadores, devastadores de hectáreas y hectáreas de terrenos nacionales. Luego, invierte dinero y recursos en programas de cortos alcances con nombres bien ecologistas, y cada realización (o presunción de ella) la festejan en las estadísticas: subimos tanto por ciento en uso de bicicletas, o estamos más arriba que tal otro país en las medidas precautorias contra la mala calidad del aire, o ya tenemos esta nueva ley contra el mal despojo de desechos tóxicos, etcétera. Y aunque la realidad fuera que ahora hay 1000 bicicletas más que antes, también lo sería que hay 80 000 carros más por cada millar de bicis. Pero lo que se anuncia es lo primero y con la excusa de que somos un país en vías de desarrollo, se da por demostrado que se está haciendo el esfuerzo. No es que andar en bicicleta sea malo, sino que si nos interesara de verdad preservar el medio ambiente, haríamos otras cien cosas antes. Estos procedimientos no se preocupan por lo importante (como, por ejemplo, que no vivimos en paz), son tremendamente injustos, y todo esto es tan obvio que duele: pero domina la estadística y en las discusiones mediáticas calla al buen sentido. Más bien, lo deja hablando solo. ¿No es por eso que se atreve un alto funcionario supuestamente experto en economía a decir que estamos excelentemente, porque los puntos de tal cosa o tal otra van a la alza?
La política no se hace con números. Quien mide lo terrible de la guerra fijándose en la cifra de los muertos no ha entendido nada del sufrimiento humano. Las preocupaciones verdaderas no se muestran con esta estadística, que para lo verdaderamente valioso no nos sirve de casi nada. O más bien, sirve por lo regular al ocultamiento de la injusticia. La mala reputación de la retórica parece confirmada cuando todo es palabrería que discute mal todas las cosas incorrectas. Si alguna vez fuéramos a tener posibilidad de discurso público valioso, de la participación en serio en la vida comunitaria, y de deliberación sobre opciones, acciones y responsabilidades, antes, tendríamos que preocuparnos por cómo viven las personas, por lo que en realidad sufren, por la facilidad o dificultad para verse a sí mismas como dignas, por la familiaridad, la amistad y la sincera estima de la vida humana que impera entre nosotros. Sin eso, la política no es más que un negociazo, la palabra es competencia y comercio, y la desgracia de los otros no es sino una oportunidad más en el amplio mercado del poder.