El pájaro de la ignorancia

El pájaro de la ignorancia

Jóvenes en el pensamiento, agrios de entusiasmo nos encontramos. Sé que sonará un poco confuso, pero me parece que la mayoría de nosotros somos tanto más inexpertos cuanto menos podemos reconocer nuestra mucha ignorancia en general. La historia no nos da seguridad ni mucho menos un lugar privilegiado si lo que de ella se aprende es que nadie ignora nada, ya que todos saben lo que saben. Seguros en la jungla de las opiniones, no nos cuesta decir que no tenemos prejuicios que nos sometan al momento de actuar y de aprender. Es más, surge el mito de que nuestra grandeza estriba en la posibilidad de escoger entre más de una opción. Esta es, en resumidas cuentas, lo que opinamos sobre la educación y la posibilidad de saber algo que antes no sabía.

Sin embargo, con esto no hacemos sino adelantarnos en el juicio, mostrando uno de nuestros prejuicios guías: resolvemos que el conocimiento es polifacético, pero que no puede cuestionarse. Es decir, ya resolvimos de antemano el problema y el misterio al pensar que el hecho de saber está relacionado con tener más de un modo de explicar las cosas. Eso es lo que nos hace más libres, según nuestra idea. Casi nadie, que yo sepa, cree que deba de tener reservas al respecto de lo benéfico de saber unas cosas más que otras. Esa es una paradoja de nuestro nuevo racionalismo: puede defender muchas cosas, pero no puede escoger ninguna seriamente.

Afortunadamente, esto no ha borrado ni erradicado uno de los rasgos del alma humana con respecto a la demostración de la ignorancia: la de la irritación frente a nuestro desconocimiento; al menos no lo ha hecho de modo absoluto. Y no lo ha hecho porque eso es casi imposible, sin importar si se trata de un alma en busca de saber, o de un alma destinada a otras tareas no tan arriesgadas. Ello encierra un hecho quizá sencillo, mas digno de observar en nuestra actitud pueril: todos creen que es posible defender todo, pero pocos están dispuestos a creer en cosas que no se asemejen a las que sus propias luces le lleven a pensar. Nadie se toma tan en serio el nihilismo de bestseller, y nadie se cree de verdad el cuento de las sociedades de conocimiento. No lo hacen, porque esos cuentos no penetran en el alma humana.

El nihilismo, cabe decir, sí es un problema serio del alma moderna. Lo malo es que no nos damos cuenta. Constituye un problema frente a nuestra actitud como hombres, no como sujetos decadentes productos de una cultura occidental únicamente. Es un espejo tan peligroso, porque parece inevitable. Inevitable, si se puede decir así, frente al fracaso de la razón. Esa es la cantaleta con la que nos arrullamos mientras esperamos el paraíso que nos prometió la profecía del progreso, en la cual se cumplirá la coexistencia de todas las verdades, para que no haya guerras.

Yo creo que eso destruye toda posibilidad de ser felices; aunque me dirán que eso ya nadie lo busca, por ser una fantasía de muchachitas o de monjas. Ese es otro engaño, hijo de nuestra creencia contemporánea en los éxtasis fugaces. He hecho la descripción de un jovencito, no tan inintencionadamente. Esa poca experiencia en el saber está articulada con esa falta de enjundia, que se disfraza con pretextos como el de la felicidad montada en el carrusel del frenesí. Eso y el nihilismo, junto al progreso, imposibilitan más de lo que facilitan la posibilidad de aceptar, por amor, la ignorancia propia; destruyen, dicho de otro modo, y degeneran la naturaleza intelectual (sin negar aquí sus limitantes) del alma humana. No es que lo haga tonto, es que lo hace amante “libertino”. Es decir, lo hace mal amante, al creer que hay un paraíso material, forjable por la mano propia. Esa es la comodidad a la que nos somete, ahora, la creencia en que siempre sé lo que sé, y nada más. Visto así, somos más inexpertos en el amor y en la vida de lo que queremos creer.

Tacitus