Pujando

Observamos nuestra sociedad a partir de estadísticas y encuestas. Representamos las preferencias de la gente en una ilustrativa gráfica y examinamos minuciosamente los resultados. Nuestra comprensión política, la del conversador en mesas de café y la del erudito en conferencia, se reduce a estos términos, los vemos y ya creemos entender algo de cómo vivimos. Sin embargo casi nunca nos detenemos para notar si es cierto o si nuestra maquinaria matemática termina por socavarnos.

Quizá estemos acostumbrados a esta comprensión, es decir, el modo de nuestra vida está ceñido por los números. Desde pequeñitos, cuando somos unos inocentes niños, hasta jovencitos, la escuela y nuestros padres —con su consentimiento y respaldo— nos forman para entender el mundo, a partir de ello vemos nuestro alrededor. En física aprendemos que el movimiento es desplazamiento y con esfuerzo podemos medirlo. O también rezamos el principio de impenetrabilidad y decimos que un cuerpo no puede ocupar simultáneamente el mismo lugar que otro. En biología aprendemos que el crecimiento es evidente en el desarrollo de nuestro cuerpo y metabolismo. Heredamos de los monos nuestra vida definida por nacimiento, reproducción y muerte (los angustiosos de cigarrillo le deben mucho a Darwin). Vemos que los números y la percepción son recursos para entender nuestra naturaleza. Así lo observamos y aceptamos como verdadero.

Formados de tal modo juzgamos nuestra situación política. Abrimos los ojos y asumimos este conjunto de individuos como una sociedad establecida. Pese a ello, aparecen disputas y roces entre los grupos integrantes del conjunto, cada uno intentando defender sus derechos o respeto a sus intereses. Los periódicos y espacios públicos se llenan de sus polémicas, pero lo creemos normal. Aplaudimos la libertad y la diversidad, los enaltecemos como triunfos de nuestro siglo. No importa lo ridículo o ínfimo de las agresiones entre los grupos, quien cuestiona aquellos principios termina por ser denominado fascista o saboteador del derecho de libre expresión. Hacia el final todos los grupos acaban como facciones, pero para los analistas políticos es el curso tradicional de la política.

A partir de aquel escenario, la paz llega con la aprobación del sector predominante. El triunfo de la democracia se encuentra en que el gobernante fue elegido casi por toda la sociedad, no puede haber dos ganadores en una misma contienda. El acierto político está en que la elección fue libre y consensuada: resultó buena elección porque fue decidida por la mayoría. Aunado a ello también tenemos el acierto del diálogo. Si no puede resolverse por una disputa, aplaudimos la civilidad en el arreglo de las partes ofendidas de la sociedad. De este modo los tiempos felices ocurren por medio del acuerdo.

Inmiscuidos en esta lógica perversa, olvidamos la tensión entre los grupos y la pregunta por la verdadera justicia. Y ese olvido lo pagamos caro: la violencia puede respirarse con facilidad aun en el supuesto regocijo de la paz. La defensa por nuestros intereses y nuestra estimación por la aprobación de la mayoría nos obnubila para descubrir lo mejor para nosotros. Nuestra multitud, orgullo de nuestra riqueza, termina por destruirnos.

Bocadillo de la plaza pública. Ya empezó la época electoral y, con ello, la aparición de muchos inconformes. Algunos se quejan de la basura de la propaganda, otros de cómo los políticos se arrastran por el poder. A estos últimos podemos objetarles con lo siguiente: aquí está el caso de un partido preocupado por el bienestar y los sueños de una niña (http://www.animalpolitico.com/2015/04/presentan-a-alondra-en-marcha-de-candidatos-del-pan-en-guanajuato-capital-vazquez-mota-le-promete-libro/). La susodicha ocupó los titulares esta semana por ser protagonista de un error en un operativo con agentes internacionales. Gracias al PAN la muchachita  —en palabras de esta misma— pudo regresar con su familia y obtener su fiesta de XV años. Hasta su pequeña aventura será sustento para un libro (¡puede que en unos años Danna Paola protagonice la película!). ¿Quién dijo que los políticos sólo ven por ellos?

Señor Carmesí