Ante el fuego

Ante el fuego

A veces cuesta un esfuerzo sobrehumano ver y soportar de frente las injusticias evidentes. Cuesta trabajo porque lo más fácil siempre es voltearse, para no ensuciar la memoria propia. Pero se requiere algo de humanidad para reconocerse en la barbarie; ése es un misterio abismal. Siento ese carácter misterioso, porque creo que el rostro ante el que siempre nos volteamos es el nuestro; así vamos perdiendo nuestra posibilidad de parir la reflexión valerosa que requiere el autoconocimiento. Es decir, mientras más nos digamos que debemos tirarnos al llanto por lo malo que el mundo es, en mayor medida perdemos la oportunidad de estar siempre aceptando las faltas propias en las de los demás.

Las jeremiadas del progreso no pueden salvarnos, sólo encolerizarnos. En cada muerto o muerta que la revolución promete salvar, hacemos otro escaparate. La rabia es el peor camino para la condolencia, y su nefasta hermana es la pax mediante la profunda indiferencia. Nos encolerizan al establecer la presencia de la injusticia como remediable, tarde que temprano. Hay que preguntarse si nuestras quejas se manifiestan por la compasión ante la pérdida, o más bien se deben a que sufrimos las frustraciones de la producción del desarrollo material de nuestra tierra. Resulta que, desde la trinchera del altruismo y la denuncia, nuestra civilidad puede ser una farsa.

Y no puede dejar de serlo a menos que el corazón se nulifique, para poder empezar sin el camino allanado previamente. En la huida del sufrimiento bebemos nuestro propio veneno, gota tras gota. Si aprendemos a gozarlo sólo agudizamos nuestra condición convaleciente. Escapar de ello supone algo en apariencia muy simple: el valor “didáctico” del sufrimiento. Imposibilitarse ante ello es imposibilitar nuestra compasión. Aprender así no tendría que simbolizar una huida frente a las llamas, sino apuntar a la remota posibilidad de ver la profundidad de nuestro amor. Dígase que el mártir es un incauto: en esa afirmación resuena glacialmente la hiel de todos nuestros pechos. Él al menos conocía algo ya enterrado en nuestra alma: la nobleza infinita del sacrificio. Sin sacrificio de nuestra comodidad –y, de nuevo, con comodidad no me refiero al estado neoliberal-, la experiencia de la comunidad se ennegrece, con un eco lamentable de violencia.

Tacitus