A nuestra casa vieja ya le truenan las paredes y diario sus grietas conquistan algunos milímetros más. Con todo, el ánimo progresista no puede detenerse: la remodela piso tras piso nuevo. Unas vigas frágilmente asentadas por aquí, unas trabes a medio clavar por allá, recámaras sobre recámaras junto a recámaras, y una instalación hidráulica de tubos anudados que harían sentir envidia al jardín de Midas. Si uno sube por las deterioradas escaleras y se detiene a observar con cuidado, puede percatarse de cómo van abaratándose los materiales. Lo que antes fue concreto con cimientos de fierro hoy es de esas paredes huecas que se ensamblan como Legos. Ojalá pesaran menos por malos; pero no, lo compensan siendo muchos. Quien viera la casa por fuera (pero pocas veces sale alguien) vería una quimera espantosa que se extiende como un hongo hacia arriba. No hay concierto, no hay plan. Pesadilla de arquitectos y deleite de vanguardistas. Lo bueno es que los pisos inferiores están callados. La gente por lo general prefiere estar arriba. Pronto se acostumbran al vaivén desbalanceado que se siente más duro cerca del tope, y dejan de atender el desgaste en las columnas parchadas, en las alas ampliadas, en los pisos retocados. Pronto olvidan las goteras, los chispeos cerca de las tomas de corriente y los vidrios reventados por el peso. Y son tantos los que trepan y trepan, se empujan y jalan, se hacen tropezar; son tantos, que ya le truenan las paredes a nuestra vieja casa. Arriba hace tanto ruido que ni se la escucha tronar.