No podemos negar que nos gusta escuchar frases breves y contundentes. Los disparos argumentales suelen llamar la atención por su atronador sonido y lo fácil que derrotan al adversario, mejor dicho, a la víctima contra la que se dirigen. Aunque también podemos creer que la brevedad ayuda a una mejor comprensión de las sentencias arrojadas por los ingenios más agudos de la humanidad, pues si aquéllas no se entienden en su totalidad, no se entienden ni en sus partes más simples y motivan el esfuerzo por pensarlas y entenderlas. Pero más que comprender las inquietantes frases, preferimos memorizarlas; más que adentrarlas en nosotros, las lanzamos hacia los demás; queremos presumir conocimiento sin asumirlo.
La premura de la vida impele a tomar cachos de la realidad para aprovecharla mejor, por eso se escucha decir con orgullo y autosuficiencia: “hay tiempo para todo”. Quizá también a esto se deba la complacencia actual a las frases pequeñas, pues éstas se usan mejor. Pero empequeñecer las grandes frases, volverlas partes de un pegajoso e inconexo collage, nos deja con una experiencia recortada, incompleta; a veces hasta ininteligible, donde no podemos saber qué recortes nos posibilitan la felicidad o qué cachos nos vuelven infelices.
La vida breve no es la vida intensa y misteriosa de un aforismo, tampoco es la vida que se va comprendiendo con cada acto que busca la Verdad, como la que puede hallarse en un versículo, sino que es la vida que apenas se siente, apenas se ve y pronto se olvida.
Yaddir