Sanación

El médico, exhausto, se secó las manos temblorosas. Había visto películas toda su vida, porque las hay muchísimas en estas partes del mundo, sobre la importancia de tratar a los pacientes como personas y no como matrículas; sobre cómo las corporaciones malvadas mecanizan el cuidado humano y lo transforman primero en arte y luego en mercancía; sobre cómo la risa, la honestidad y el amor hacia otro pueden ser el principio de la sanación. Había hablado en numerosas ocasiones sobre cómo sus sueños más ingenuos de los primeros años de la carrera se confrontaban ahora con su comprensión más robusta de las circunstancias inescapables de la gigantesca ciudad y de las ventajas difíciles de superar de la industria farmacéutica. El tiempo era poco, la técnica preciada, y los enfermos demasiados. Después de tantos años, había estado seguro de que la sabiduría del drama médico era cierta, la medicina era humanidad, cuidado y amor; pero el mundo se estrechaba contra la sapiencia del curador. El médico debía sacar provecho de las circunstancias tan bien pudiera, y en estos hospitales eso equivalía a acatar bien los modos de trabajar según ésta o aquella autoridad, y esperar hacerle bien a alguien de los miles de cuerpos menguados que diario recibirían.

Él había estado seguro, con todo, de que su vocación era valiosa, y su orgullo se henchía cuando pensaba el bien que hacía. Su trabajo no era solamente una necesidad, sino un regalo. Ahora, sin embargo, estaba confundido. La opinión le había hablado mucho sobre la importancia de escapar al dolor, sobre la calidad de vida y sobre la técnica que permite a las personas volver a la sus vidas normales. ¿Y entonces, qué acababa de ver en el quirófano? Cerró el grifo y el silencio consecuente resonó lo que se revolvía en su pecho. Sí, la medicina cuidaba la vida, y la vida era valiosa; pero ¿qué enseñaba la medicina acerca de la miseria?