En la mañana vi llover cuando debía estar el sol. El cielo enteramente gris, cubierto de nubes, no dejaba ningún espacio al más pequeño rayo de sol. En las calles los niños no caminaban ni se dejaban escuchar. Si hay algo que desmiente el rumor de que la lluvia entristece los corazones es la alegre y chapotera presencia de los niños. Ver a dos pequeños corretearse, caerse, enlodarse y reírse, hasta lo hacen sentir a uno un niño risueño. Pero sin esas pequeñas alegrías, la lluvia sí parece un entristecimiento colectivo, un llanto que no se detiene, más cuando por doquier hay muerte.
Aún recuerdo los días de sol, las tardes de fiesta, la tambora que resonaba como una carcajada; aquellos días en los que todos nos saludábamos con una sonrisa, seguros entre nosotros, con la seguridad que da la costumbre. Vivíamos sin muchos lujos, pero eso sí, nunca nos hacía falta un plato de frijoles y una tortilla de maíz. Todo iba bien, hasta los días de lluvia eran alegres. Pero llegó la promesa del dinero, esa ladina tentación, que condena a los hombres a tragarse entre ellos, como hermanos malditos. Los primeros en caer en la trampa fueron los que ya conocían la capital y sabían cómo conseguir dinero rápido; según, sólo se trataba de prestar las tierras durante unas cuantas temporadas y hacer como que todo seguía normal. Los del pueblo, al ver que los primeros prosperaban, traían ganado, construían y viajaban más, también ofrecieron sus tierras; no las alquilaron porque no estaban en igualdad de condiciones. Los pocos que no quisieron entrarle al juego, al poco rato eran obligados a ceder sus terrenos y si no lo hacían, los mataban. Poco después esos intrusos ya ni pedían permiso a los dueños de las tierras, se adueñaban de ellas, junto con ellas de sus casas y hasta de sus familias. Todavía se puso peor cuando llegó la competencia de los nuevos dueños del pueblo; algunos decían que venían a hacer justicia, a repartir las tierras nuevamente, dizque con equidad. Esto sólo lo decían quienes habían traído a los otros intrusos, para que el pueblo los aceptara y no les temiera como a los primeros. Pero tantas palabras no sirvieron para nada; el caso es que hubo más violencia y más muertes.
Ahora la lluvia sigue; triste lluvia que apenas puede limpiar la sangre de las calles. Los más abusados de entre todos pudieron escapar, los pobres ya a nada pueden regresar, nadie los espera. Ya no hay niños. Ya ni siquiera se puede llorar en paz. Los que nos quedamos decidimos soportar todo el peso del interminable sufrimiento, enterrar a nuestros amigos con nuestras propias manos y lágrimas; esperamos que algún día desaparezca la neblina y se pueda ver un poquito de sol. Al menos cuando vivíamos eso era lo que esperábamos.
Yaddir