La vida desgraciada

Fue bastante sonado el caso del asaltante que, mientras amagaba a un conductor inmovilizado por el embotellamiento en Avenida Constituyentes, recibió un balazo que se clavó en su espina dorsal. El resto de su vida lo pasará sin poder controlar nada debajo de su cintura. Muchos piensan que hay justicia en el hecho de que su carrera de criminal lo llevó, de una manera u otra, a sufrir esto. Creo que lo piensan porque es un mal tan obviamente doloroso, que cualquiera se lo imagina con facilidad como un castigo. Y cuando decimos que un castigo es merecido, damos a entender que se le sufre con justicia. Es un consuelo para el indignado, ¡y cómo estamos indignados en esta ciudad! Hay algo que parece muy natural en desear que quien hace mal sufra, y también en la satisfacción de atestiguar las poquitas veces en que pasa, especialmente por nuestro espantoso pantano de impunidad. Todos los complacidos celebran escandalosos, como a un héroe, al hombre que le metió esa bala al desgraciado ladrón.

Tal vez deberíamos pensar un poco más en la desgracia del desgraciado. ¿Quién estaría dispuesto a admitir que hay bien en el crimen? Muy pocos son los que dicen algo así en público, y de éstos, normalmente es a un público especial que toma el crimen como hazaña, proeza, manifestación de una reivindicación; rara vez como crimen en serio. En realidad quienes se pronuncian festejando el castigo del abatido por lo regular no tienen empacho en asentar que ellas son víctimas inocentes de los males que provocan estas pestes citadinas. Quizá lo sean, no crea el lector que estoy a punto de debilitar sus críticas exponiéndolos a ellos como indignos de estatura moral (ese ataque es una falacia de la que suele servirse para defender acciones criminales frente a timoratos). Quizá sean inocentes; quizá no. Pero en su expresión de indignación está implicada la idea de que la vida criminal es indeseable. Puede ser que el que añora la venganza e indirectamente se complace viendo al desgraciado sufrir, desearía ser criminal él mismo, o puede pensar en serio que ser criminal es odioso. ¿Lo primero no es muy claramente mezquino? Yo pienso que sí. El que se queja de que le hacen mal y admite que su lamento es porque preferiría estar haciéndolo él mismo pronto pierde crédito, porque aquél que lo escucha entiende que lo que sufre no es la indignación del que merece justicia cuando sin embargo se le niega, sino que es más bien envidia disfrazada. Y la envidia revela pronto un alma pequeña, un malhechor que no se diferencia del otro mas que por falta de medios. Pero no, el que reclama justicia y alza orgulloso la cabeza deja entender que él mismo nunca admitiría ser un criminal. ¿Por qué?

Porque el criminal es un desgraciado. Su vida hace mucho mal. Es un dolor grandísimo hacerle mal a los otros, un pesar muy grande, pero muy difícil de entender. Es especialmente complicado porque a muchos de ellos les complace. ¿Cómo puede, pensarán, ser doloroso si le causa placer? Son terribles estos días porque ya no nos queda casi nada de confianza en que haya algo distinto del placer que sea bueno para nosotros, y algo distinto del dolor que nos haga mal. No notamos entonces dónde podría estar el sufrimiento del desgraciado que se complace haciendo mal. Se nos obscurece por completo su desgracia, se nos escapa la posibilidad de comprensión, perdemos el sentido. Y con todo, hay aún experiencias que podrían movernos a compasión. Un alcohólico, por ejemplo, que muere con terribles dolores por padecer cirrosis: no creo que los terribles últimos diez días de su vida, preñado de espasmos por sus lesiones mortales, sean tan detestables como el mal de haber vivido siendo esclavo del alcohol. El dolor es mucho más complicado que los neurotransmisores, aunque en nuestros días parecemos empeñarnos en olvidar la diferencia. Tampoco el mal está abarcado por las lesiones, los robos, o el choque de los cuerpos que se destruyen unos contra otros. Nuestra vida en la violencia no es un peligro de supervivencia, es una desgracia. ¿Qué sería de mí si me descubriera un día disfrutando hacerle daño a mis amigos más cercanos? Con preguntas como ésta trato de imaginarme aquello que con tanta insistencia nuestros días han sumergido en el desconcierto de la barbarie. Tristemente, ya no creemos que entre venganza y justicia exista mucha diferencia. La retribución sólo parece paliativa en donde la vida común es el dolor de odiar. El odio es febril, hervoroso y sus ojos no miran más que lo que la flecha mira el blanco. Esta violencia en la palabra se ciega al mal que ella misma hace: ¿y no decíamos que quien loa el fuerte castigo es quien diría que lo merece precisamente por lo injusto de hacer mal? Pero no hay ciudad que tenga idea de qué significa castigar. El desgraciado tiene una vida indeseable; y si nosotros creyéramos eso con el mismo aplomo con el que nos sentimos justificados a condenarlo, si lo entendiéramos tan ampliamente como sugerimos con nuestras censuras alguna autoridad sobre las vidas de los otros, nos revolcaría la vergüenza de complacernos en un sufrimiento que se le apila a una vida entera de haber estado sufriendo la más onerosa desgracia.