Él había caminado hasta la lápida familiar, y había honrado a sus antepasados conforme a la costumbre. Sin embargo, no había conocido más que a una persona de todas las reliquias que allí yacían y por las que varios de sus acompañantes se dolían con silencio solemne. Las flores, siempre radiantes y aromáticas al día de ser colocadas, le recordaban cada año los últimos momentos de su cariñosa abuela. Esos momentos a su vez recordaban anteriores: la risa, los gestos y ademanes, la edad de madurez, la juventud de la que sólo le habían hablado, su característico buen humor y su predominante preocupación por sus hijas. Las fotos allí descansando sobre la piedra porosa también lograban ese efecto en su cavernosa memoria: era como jalar y soltar una cuerda a la entrada de una cámara resonante repleta de muchas cuerdas más, entretejidas y afinadas a multitudes de tonos, grosores y brillos del sonido. Olas de eco dentro de una cueva interponiéndose y respondiéndose. Repicaban las flores, repicaban las fotos. Esto llevaba a esto otro. Él podía describir cómo habían sido los ojos de su abuela, su estatura, su cabello; creía que podía también describir cómo había sonreído la graciosa anciana, especialmente si le daban tiempo para pensar en las palabras adecuadas (claro, porque algunas eran más precisas, mientras que algunas acomodaban exactamente por su vaguedad): había que imitar de algún modo expresión y humor, mueca y carácter, todo eso con el cuento de la palabra que repasa lo que alguna vez se vio vivo y moviéndose con fuerza propia.
Se dio la vuelta tras presentar su respeto, y emprendió el camino de regreso por las vías rectas en el pasto que delineaba la multitud de tumbas. Sin embargo, una incomodidad rara empezó a invadirlo. No venía de los extraños, ni de sus familiares silentes, sino de las losas, estelas, monolitos y pedestales. Era como si las otras criptas lo miraran entre los árboles, sin envidia, compasión o gozo; sino sólo con una sequedad impenetrable. Estaban ahí, yacían, como afuera del tiempo. Las cúpulas de los que fueron más ricos, los mausoleos modelados como frontones de catedral, se plantaban allí también con sus puertas como enigmas invitando a ser resueltos después de haber perdido todas las pistas, como paisajes en los que los ojos no atinan a distinguir el arriba del abajo. Eran casas ridículas, con umbrales que fingían ser puertas y ventanas, pero que nadie cruzaba para entrar o salir, y nadie abría o cerraba a la luz o el aire. Eran puertas como son ojos los labrados en la estatua. Entró entonces a uno de estos recintos macabros, con paso quedo, intentando descubrir qué lo preocupaba; pero sólo veía piedra, flores viejas y nombres grabados que no decían más que los nombres de las calles en los letreros de las esquinas. Siguió. Las planchas con leyendas cariñosas a los difuntos estaban allí perdidas: no las conocía, no las entendía, no podía imaginar quién era el que había de recibirlas. Nadie que le hablara de ellos podía decirle de los que no conoció; no más que lo que podían contarle de los familiares que acompañaban los vestigios de su abuela en la cripta familiar. Si le hubieran dicho que eran cinco, cinco habrían sido; si cuatro, cuatro. ¿Cuál era la diferencia para quien no los había conocido? Para él eran ficciones, no personas. Eran personajes, siluetas quietas en el Hades. Pensó de nuevo en la sonrisa de la anciana. ¿Podía en serio describirla? ¿O su voz? ¿Cómo podía él lograr decir algo que no pudiera acomodarse a la voz de alguna otra viejita cualquiera, de aspiraciones diferentes, de pasado desconocido? ¿No sería el que escuchara sus adjetivos un poco como él ahora mismo, viendo el eco petrificado de algo que sólo se miró en serio cuando vivo? ¿Cómo podía encontrar todas las sutilezas y detalles que modelaran la cerámica de la palabra con tal delicadeza que no hubiera en sus bordes nada ajeno a la voz que tenía tan clara en la memoria?
Al terminar el recorrido, casi había concluido que no, no podía describir esa voz, que había sido y sería única en todo el ingente océano del tiempo. Suspiró, pero pronto dio una larga y recuperadora bocanada de aire. Su hermana lo esperaba en el estacionamiento. Ella siempre se quedaba ahí sin entrar, aunque cada año lo ayudaba a escoger las flores. Él, todavía con la incomodidad fresca en su piel, le dijo: «¿Recuerdas la voz de la abuela?». «¡Claro! –respondió su hermana con esa sonrisa que dejaba entrever que estaba por revelar alguna verdad fulminante–, aún la escucho regañándote por andarte mortificando de todo: ‹¡ni que hubiera tanto en esta vida que mereciera tomarse tan en serio!›».