Lógica corriente

Deben numerarse en cientos de cientos los jóvenes preparatorianos que cada año llegan a odiar la lógica. Por supuesto me refiero a la materia del bachillerato. Ante éstos es culpable de algunas o todas las siguientes afrentas contra el estudiante: es áspera, árida, seca, inflexible, y en pocas palabras, es casi cualquier adjetivo que describiría bien un montón de huesos dejados a la intemperie de un desierto. La imagen no es muy casual, tampoco: la lógica en la escuela parece ser una clase de compendio de fórmulas esperando ser llenadas por lo que a uno venga a ocurrírsele, y no es raro que los montones de fórmulas nos recuerden cosas como carcasas, estructuras huecas, inercia, quietud, silencio. En la de peores[1] se parece a la muerte; en la de menos macabras, a la secuencia de órdenes que hace a un robot simular que realiza acciones.

Yo no acusaría tan severamente el repudio en los salones contra, según dicen hombres doctos, esta ciencia de las más antiguas y magníficas descubiertas por el hombre; una tan excelsa y poderosa que apenas y ha cambiado en lo fundamental de sus proposiciones en más de dos mil años. ¡Eterna verdad, que si P ⇒ Q, y resulta que P, entonces Q! No lo acusaría, digo, en sus actuales condiciones porque comprendo de dónde viene. Siempre puede uno preguntarse «bueno, pero ¿y a quién se le ocurriría esto y por qué?». Esta importante pregunta no suele responderse, y en la lógica no debería pasársele por alto. Puede ser un problema real que la ciencia que nomás entiende fórmulas no pueda dar cuenta de quién es pe y por qué es necesario para él que cu. Claro, decirlo así hace una caricatura, pero no es caricaturesco aquello a lo que señala. No es que sea falso que esta forma lógica represente algo cierto: el trabajo que realizamos cuando sacamos una conclusión acerca de una relación específica entre cosas muy diversas de las que podemos pensar; el problema es lo fácil que con el amor por las fórmulas se olvida qué quiere decir que ésta sea una representación. La fórmula es una ficción del lenguaje, no es en realidad palabra. La relación nunca está en la fórmula, que es una expresión ingeniosa –una observación sobre nuestro modo de hablar–, sino en la expresión verdadera de las personas que son capaces de sacar conclusiones al ver y pensar en qué cosas tienen que ver las unas con las otras, y cuáles no.

Concederé a los doctos que estas observaciones lógicas tienen miles y miles de años; lo que no les concedo es que siempre se haya pensado que el estudio del modo que tenemos de pensar y de hablar sobre lo que consideramos verdadero haya sido visto como un diagrama de flujo en la pantalla de un programador. La lógica, no como ciencia, sino como modo de ser de las personas, no es una ocupación en nuestros saturados mercados. La lógica es el modo de hablar y, en ello, de asentar las relaciones sobre lo que vemos cuando se lo comunicamos a otros. Cuando aprendemos lógica en la preparatoria, no se trata de que nos enseñen reglas ajenas de un «sistema» (como luego los mismos lógicos lo llaman), como si a quien nunca ha jugado ajedrez se le enseña a nombrar y mover las piezas. El que aprende de lógica aprende a mirar lo que él mismo hace al pensar, el modo en que lo hace, y qué tan cerca se encuentra de que sus opiniones estén fundamentadas en buenas razones. Pongo otro ejemplo: digamos hipotéticamente que es cierto que la obsesión de nuestros tiempos con la ciencia promueve una devaluación del significado de la palabra en nuestra vida diaria. Si llegara yo a percatarme de que la palabra en mi vida se encuentra devaluada, eso no me acreditaría a concluir que estoy obsesionado con la ciencia: aún queda la posibilidad de que muchas otras cosas sean la causa de mi desprecio de la palabra. Pero que yo me percate del error en mi razonamiento no lo dicta la fórmula. No empezó a ser verdad el día en que me enseñaron la regla según la cual es ilícito afirmar la existencia del antecedente de un silogismo una vez que he corroborado el consecuente (como si esto fuera tenis, billar, Dungeons and Dragons, o cualquier cosa por el estilo y hubieran podido enseñarme cualquier regla); más bien, cuando me enseñaron que este razonamiento puede confundirse con uno que está bien hecho por parecerse a los que lo están, puedo darme cuenta de qué hice mal: me falta todavía descartar las otras posibilidades, o quizá probar suficientemente que ésta es la única causa posible para lo que he notado en mi vida, o ya me ingeniaré qué.

Dejar pasar de largo lo mundana que es la lógica es lo que a la vez que montarla en un altar, le succiona la vida. Esto no quiere decir nada sobre el rigor, como si éste fuera una equivocación; ni tampoco es la queja que, en el otro extremo, diría estupefacta que cada quién tiene su lógica individual con la que nadie puede meterse. Esa exageración vanguardista está lejos de la lógica como también lo estarían las tautologías simbólicas estériles. La razón por la que podemos darnos cuenta de este alejamiento es que la lógica se muestra en la comunicación. El que observa con atención nota qué tipos de afirmaciones son admisibles y cuáles, imitando nuestro pensamiento al acceder ante algo que nos parece verdadero, nos engañan. Y esto ocurre al acercarnos a quien nos importa y con quien queremos hablar. El intento de convencer sucede en muy buena parte cuando buscamos argumentos, y buscar buenos argumentos es algo que solemos hacer al tratar de convencer a quien se está tomando nuestras palabras en serio. Las falacias tienen tipos y nombres cuando se les estudia, pero son cosas dichas por la gente. Los silogismos, lo mismo. Pensar que primero se les define y después se les usa llenándolos como regando agua por canales, o bronce fundido en moldes de piedra, es una petición de principio. Y así también, pensar que la lógica es el conjunto de fórmulas que muestra la estructura pura del pensamiento es confundirse, pensando que el plano es la casa; o peor aún, pensando que la diapositiva de zootomía es el animal en su completitud.

[1] ¿Cuál es el substantivo de esta expresión?