Las cenizas de Roma
La verdadera liberalidad,
en resumen, consiste en ser capaz
de imaginarse al enemigo.
G. K. Chesterton
Dirán que soy adicto a repetir, pero me gusta pensar que la civilidad no es sólo un ilusión de deficientes mentales o de débiles anticuados en medio de un porvenir bastante misterioso, pero dadivoso. Más allá de ese paraíso que nos imaginamos con aires de superioridad en el que todos saben con qué cubierto comer, o en el que todos dan de lo suyo sin segundos pensamientos, o en donde todos pueden cederle el asiento a un anciano, creo que la calidad de civil es algo por lo que sí se debe luchar, pero de modo tan discreto y elegante que no parezca una guerra de voluntades.
Hay una manera segura de condenarse: flotar en un barco fantasma, en el que cada quien es el capitán, que rema con sus propias extremidades fabricadas de la madera que más le agrade a cada uno. Así podemos vernos cuando plañimos sobre un nombre que es difícil comprender ahora: el de la ciudad. Por más que queramos esconderlo, hay una gloria que ya no merecemos, pero que se antoja como necesaria: la de ser un ciudadano.
A menos que concedamos la voz a una metafísica en la que ser hombre tenga sentido en comunidad, seguiremos engañándonos al respecto de la posibilidad de armonizar esa tempestad que osamos llamar individualidad y diferencia. Esos conceptos parecen hacer una sola cosa evidente: nuestra propia imposibilidad para notar las diferencias, sin ahogarnos en nuestro propio vaso de agua. Para que no todo resulte en el caos con el aroma a la derrota, o para entender y subsanar las aporías de los que llamamos optimistas o pesimistas, admiradores ambos del sí mismos, se requiere admitir una cosa que nos cuesta mucho: que siempre, ante todo, es necesario tener una comprensión articulada de lo que nos sucede como hombres, es decir, que, en la ciudad, el instrumento máximo de la civilidad es la razón o, como los antiguos sabios solían llamarle, el logos.
Nada pierde su lugar natural sólo porque el hombre lo desee, pues jamás será tan poderoso. Aunque parezca sobrevenir la oscuridad, hace falta siempre la luz para distinguirse de ella. Puede que ya no aceptemos que la discusión valga la pena, pero entonces, en ese caso, estamos yendo en sentido contrario de la meta que nos grita toda aspiración al bien. Es necesaria la lucha de opiniones porque sólo así el hombre logra lo que está dentro de él: vivir bien. Es necesario que la civilidad no sea sólo el maquillaje de la buena costumbre, sino que sea, ante todo, valor en la palabra. Si la ley parece estar rebasada, no podemos quejarnos al respecto, porque dejamos de creer en la ley y en su justificación. Si lloramos al anochecer, sentados en los tilos de la desesperación, escondemos nuestra secreta complicidad en la incapacidad para recobrarnos del fuego que nosotros hemos ocasionado. Las fantasías de pequeño tirano (desde donde sea que vengan), sean en el nombre de la cultura, de la educación o de la economía, son parte de la estupefacción para entender las realidad ajenas, necesarias en la vida política. En el momento en que decimos que la verdad en la ciudad es una ficción, hacemos un retrato de nuestra situación exagerada: mostramos nuestra desfachatez.
Tacitus