Ir al teatro es para mí una experiencia nueva. Hoy iré hacia ese mítico lugar por primera ocasión (realmente no es la primera, pero la anterior fue hace tanto que la he olvidado). No sé qué esperarme cuando esté ahí, ni cómo saldré de la función. ¿Será cierto que al ver extraños actuar algo se aprende?, ¿eso no pasa cuando se ve una película en la adormecedora comodidad de un sillón?
Llegando a la sala veo a muchas personas, todas hablando incesantemente, como si fueran dueñas de un secreto oculto que sólo se pudiera transmitir con más de mil palabras. ¿Hablarán de la función antes de verla?, ¿o acaso estarán criticando a los diletantes espectadores? Afortunadamente nos llaman la atención y todos callan; escucho a lo lejos una garganta que protesta carraspeando por el silencio al que fue condenada y a un niño deseoso de seguir platicando. Nuevamente soy afortunado, pues el silencio se impone obligando a los inquietos a quedarse callados. La función comienza. Todo inicia con mucha intensidad para mí: la luz sorprende a mis débiles ojos, la voz de los actores desgarra mis oídos, sus pasos retumban en el escenario y los latidos de mi pecho copian la constante rapidez de aquéllos. Aunque la impactante emoción inicial dura poco; comienzo a acostumbrarme a la función; me tranquilizo. Las acciones fluyen en el escenario como si fueran sucesos del día a día; más bien me parecen situaciones mucho más entretenidas, pues el día a día suele ser aburrido. Baja el telón y una brisa de aplausos llena la sala, quizá porque la gente necesitaba hacer siquiera un ruido ligero después de una de mantenerse callados. Fin del primer acto.
En el intermedio las personas dejan caer sus pies por un suelo alfombrado mientras sus voces corren velozmente entre sí, como en competencia (como casi todas las personas están hablando, no puedo ver quién va ganando); pobrecillos, pienso, cuántos deseos de hablar tenían. Otro sonido atraviesa los pasillos, obligando a que las voces aminoren… es una campana que nos avisa el fin de nuestro intermedio.
Al comenzar el segundo acto no me espanto como al inicio de la función. Esto no es señal de que la trama se haya debilitado en algún sentido y las ejecuciones actorales dejen de ser verosímiles; incluso a mi lado veo el rostro de una persona que parece estar padeciendo los sufrimientos junto con los personajes. La escena me impresiona tanto que comienzo a percatarme de algo que se mueve en mi interior, también mi rostro lo siente. Deseo hacer algo, expresar lo que siento con un abrazo fraternal a mi hermana o a un amigo, es como si los extrañara y los sintiera cerca al mismo tiempo; qué bien se siente tener a quien abrazar fuertemente. Evidentemente esto no es como ver una película, pues ahí a los actores no los ves tan cerca, los sientes lejos, sus voces son más débiles, así como sus pasos son más quedos (casi no se escuchan).
Al finalizar la función todos los presentes aplaudimos estruendosamente, alguno que otro se seca las lágrimas de un rostro que ostenta una decidida sonrisa. Veo a todos los demás como compañeros, sus voces me comparten las sensaciones que experimentaron durante la función, lo que pensaron sobre algún personaje en particular o la obra en general, detalles de vestuario y escenario, etc.; en varios asuntos nuestros comentarios difieren, pero en un punto todos coincidimos: las actuaciones estuvieron llenas de emoción. Cierto, eso es indudable. Lamentablemente es muy tarde y debo irme. Me despido y les gradezco a mis compañeros los comentarios. Espero asistir proximamente a otras funciones.
Yaddir